Este es el relato de la ascensión a la cumbre principal del conocido Nevado de Chañi de 5.896 metros, que es el cerro más alto de los Andes jujeños, su particular cumbre puntiaguda en forma de media luna lo hace característico, siendo límite entre las provincias de Salta y Jujuy
Integrantes de la expedicion: Natalia Míguez, Juan Martín Roldán, Carlo Clerici, y Alberto Venecia
Casi las nueve de la mañana a 5600 msnm. La temperatura subió un poco, pero todavía no llega al cero. Hace cinco horas que trepamos por la ladera noroeste del Chañi. Hay cansancio acumulado luego de tres días en la montaña.
Pero sobre todo, tengo sueño, mucho sueño, tanto que de a ratos prácticamente dormito mientras veo que mis pies avanzan lentamente entre grandes bloques de piedra.
En esa somnolencia casi hipnótica no logro dominar mi cabeza, que sube y baja en una salvaje montaña rusa interior. El “voy a llegar, así sea gateando” se mezcla con el “esta es mi cumbre, hasta acá llegué”, el “no quiero perjudicar a mis compañeros de ascenso” y hasta pensamientos más dramáticos, como “si me muero acá, díganle a mis hijas que son lo mejor que hice en mi vida”.
En todo ese recorrido, las imágenes se suceden como flashes perdidos, y ahí mis seres más queridos adquieren un protagonismo creciente.
Aparece mi esposa y compañera de toda la vida, mis tres hijas en cada etapa de su crecimiento, mis queridos viejos, mis amigos del alma… Tomo fuerzas de esos recuerdos y sigo caminando, a un ritmo sumamente lento. Mis movimientos son casi por inercia, miro sin ver, viajo hacia aquellos momentos tan sensibles para mí, siento que el tiempo se detiene. Vuelvo por instantes.
Estoy al límite. Lo sé.
Pero mis pies se siguen moviendo. Levanto la mirada y cuento la gente que camina conmigo: veo a Carlo, a Naty, a Alberto, a Armando, a Benito… y falta alguien, estoy seguro de que falta alguien.
Me sobresalto, me alarmo. ¿Quién falta? Hace unos segundos nomás, alguien caminaba conmigo, a la par, alentándome sin necesidad de decir una palabra. ¿Quién era? Sentí su presencia de una manera casi física, palpable. Estaba ahí.
Logro racionalizar mi cabeza y caigo en la cuenta que nadie más forma parte de la expedición. Somos cuatro los que vinimos de Salta, más los dos guías. Pero mi corazón me dice que había alguien más, que durante un tiempo largo hubo otra persona.
Hago un esfuerzo para conciliar mente y corazón, en medio de una feroz lucha interna. Mis compañeros me impulsan con sus palabras y sus miradas, y ese acompañante intangible me llena. Con la poca lucidez que me permite la situación, llego a la conclusión de que voy a dejar todo para pisar la cumbre del Chañi, que aún me queda algo de resto y que la Pacha me está ofreciendo mucho para llegar a disfrutar de una de sus cumbres sagradas. Allá voy.
Vivo en Salta desde hace seis años y ya me siento más salteño que el poncho, como me dicen en broma mis amigos locales. Pero mis orígenes en la montaña (lejanos, por cierto) fueron a miles de kilómetros de aquí, en los volcanes de la Patagonia Norte, fantástica región que recorrí como mochilero durante varios veranos allá por los ’90.
Luego me casé, nacieron mis hijas y los veranos pasaron a ser familiares y playeros.
No volví a la montaña hasta que me mudé a Salta, cuando poco a poco me empecé a meter por los senderos yungueños y me fue envolviendo el cambiante embrujo de los cerros norteños.
Hace unos años llegué a la cumbre del Pacuy (4200 msnm, en la Quebrada del Toro) y el año pasado me animé a mi primer 5000: el volcán San Jerónimo, al oeste de San Antonio de los Cobres. Justo por esa época, me llegó un mensaje al celular: “Juan, estoy armando un grupo para ir al Chañi, ¿te prendés?”. Quien me invitaba era Carlo Clerici, histórico miembro del Club de Amigos de la Montaña (CAM), con quien había subido el Gólgota unos meses antes.
El Chañi, limítrofe entre Salta y Jujuy, era un desafío grande, enorme e inédito para mí. Sus casi 6000 msnm, sus vientos proverbiales y la importante pendiente de sus laderas me llevaron a pensar que tal vez era demasiado, pero… “Carlo, me sumo. ¡Gracias por la invitación!”, fue mi respuesta inmediata, casi inconsciente.
Programamos, suspendimos y reprogramamos un par de veces la fecha, hasta que finalmente quedó la primera semana de noviembre, pasados los vientos más fuertes y todavía antes del comienzo de la temporada de tormentas, propia del verano norteño.
El encuentro del grupo fue en Purmamarca. Al pie de los siete colores humahuaqueños, nos esperaba Armando Chuichuy, nuestro guía.
Nos recibió con su particular sonrisa e idiosincrasia, mezcla de su crianza local con las más de dos décadas que lleva en contacto con montañistas de medio mundo. Armando tiene apenas 30 años, pero desde los seis o siete interactúa con las expediciones que van a subir el Chañi, ya que nació y creció entre el pueblito de El Moreno y los parajes Canchajo y Casa Mocha, situados entre los 3500 y los 4200 msnm, sobre el camino que va desde las Salinas Grandes hasta el pie del Nevado. Con él estaba Emilio Abudy, uno de los pocos salteños que es guía de la AAGM y suele trabajar con Armandito.
Saludos, almuerzo en un bolichito purmamarqueño, intercambio de experiencias y salida para la Cuesta de Lipán.
En El Moreno pasamos por la casa de la familia de Armando, cargamos algunas cosas en las camionetas y enseguida seguimos viaje hacia el Sur, ya con la vista del Chañi a pleno.
Ahí comencé mi relación con su cumbre, algo que busco hacer con cada montaña que encaro desde que subí el Lanín en 1997. Es una suerte de diálogo con la montaña, en el que se mezclan el permiso para meterme en sus entrañas, el deseo profundo de pisar su cima, la plegaria para que todo salga bien y la certeza de que la experiencia, de una u otra forma, será enriquecedora.
“Bienvenidos a Canchajo”, dijo Armando cuando nos bajamos de las camionetas. A nuestro alrededor había varias casitas de piedra con techo de torta de barro y paja, corrales vacíos y una construcción más moderna, revocada y pintada de blanco: “Ahí van a dormir ustedes, es una casita que construimos para los montañistas”, agregó el guía. Por ahí apareció su papá, Gabino, y después doña Santos, su abuela, con su rostro curtido, su pañuelo alrededor de la cabeza, su sombrero y su caminar lento. “Sí, se llama Santos la abuela, porque nació el primero de noviembre, día de Todos los Santos. Cumplió 80 ya, está grande”, aclaró, y agregó: “Ella siempre trabajó esta tierra, tenía sus animales, y plantaba ajo, por eso se llama así el lugar: cancha de ajo, Canchajo”.
Los cuatro que habíamos venido de Salta (Carlo, Natalia Míguez y Alberto Venecia, todos del CAM) nos encontramos allí con otros cinco montañistas de diferentes partes del país: había chicos y chicas de Chaco, Mar del Plata, Tucumán y Buenos Aires. Nos acomodamos en el refugio y salimos a caminar un poco, para iniciar la fundamental tarea de la aclimatación, a una altura de 3750 msnm.
La fantástica luz del atardecer pintaba todo de dorado, dándole al ambiente un aire épico para comenzar la expedición. Entre linternas y faroles, cenamos temprano en el comedor de doña Santos y nos fuimos a dormir a la casita nueva, que tiene luz eléctrica gracias a unos paneles solares.
Mil estrellas salpicaban el cielo y el filo cumbrero del Chañi se alcanzaba a distinguir recortado sobre la oscuridad de la noche.
Casa Mocha
Nuestra primera mañana en la montaña fue tan radiante y soleada como el día anterior, típico de esa época del año en el NOA. Todos habíamos dormido bien, señal de que la aclimatación venía encaminada. Sin apuro, desayunamos tranquilos y a media mañana nos subimos a las camionetas nuevamente, para partir hacia Casa Mocha, un paraje ubicado a 4250 msnm, también habitado históricamente por la familia Chuichuy.
El camino está en bastante buen estado, pero es apenas una huella y hay que ir muy despacio.
“Acá hubo un campamento minero, sacaban un mineral que se usaba en la industria química, para hacer productos de limpieza. Cerró en 1980 y dejó todas las casitas en ruinas, sin techos, por eso se llama Casa Mocha”, nos contó Armando cuando llegamos. Su hermano menor, Benito, daba vueltas por ahí, siempre sonriendo, en general en silencio, haciendo gala de una tímida inocencia. Hace poco empezó a trabajar con Armando, como guía de apoyo.
El refugio se llama Flor de Pupusa (un yuyo autóctono, de uso medicinal) y fue levantado por el propio guía a lo largo de varios años, desde que tenía apenas una década de vida, sobre la base de la casa que ocupaba el encargado de la mina. Lo terminó de construir y equipar en 2009, y a partir de entonces se dedica a recibir montañistas y llevarlos hasta el punto más alto de su adorado Tata Chañi.
La construcción tiene una galería, una puerta central y dos habitaciones, una para cuatro personas y otra para cinco, con camas y colchones para tirar la bolsa de dormir. Atrás, con entrada independiente, está la cocina-comedor, agregada recientemente.
Al rato de llegar salimos a hacer una primera caminata, corta, hacia el Oeste, hasta el punto más alto de una loma que mira a las Salinas Grandes, que desde allí se ven como una enorme mancha blanquecina en medio de la Puna. La temperatura era agradable, apenas soplaba un poco de viento. Armando nos había dicho que en esa parte de vez en cuando se agarra señal de celular, así que nos comenzamos a mover lentamente, dibujando formas de antena parabólica con nuestros cuerpos para potenciar la suerte… hasta que lo logramos.
Pudimos hablar con nuestras familias, contarles que estaba todo bien y que al día siguiente comenzaría el ascenso en serio, ya lejos de las camionetas y consubstanciados con la soledad puneña.
Al volver al refugio, nuestro olfato primero, nuestra vista después y finalmente nuestro gusto, nos entregaron un festín sensorial, un lujo increíble a esa altura: un crujiente cabrito a la parrilla, a cargo de Benito y otro chango de la zona, que suele ayudar a los hermanos Chuichuy en asuntos de logística. A pesar de la tentación, no había que comer mucho, porque la digestión en altura es más lenta y la carne puede caer pesada. “Acuérdense de tomar todo el tiempo agua, a cada rato”, nos repetía Armando, y así lo hacíamos, de a sorbitos, casi constantemente.
Nos tiramos un rato a descansar y ya a la tardecita salimos a hacer otra caminata de aclimatación, hacia el Este, por la huella que conduce a la antigua mina.
Subimos casi 300 metros de desnivel, y minuto tras minuto aumentaba nuestro sentimiento de formar parte del desnudo paisaje que nos rodeaba.
A la hora de la cena, Benito nos volvió a sorprender, esta vez con una sopa de verduras frescas y unos tremendos ravioles con salsa de tomate. Nada de arroz, fideos secos ni polenta con grumos… Mientras disfrutábamos del menú, Armando nos reveló la razón por la cual la zona del refugio en el que íbamos a dormir al día siguiente fue bautizada con un nombre por demás misterioso y sugerente: Jefatura de los Diablos. “En tiempos de los incas, ese era el sitio en donde estaban los jefes que autorizaban el ascenso hasta la cumbre del Chañi.
Podían subir las personas que iban a hacer ofrendas y ceremonias rituales en la cumbre. Van a ver que alrededor del refugio está lleno de pircas y ruinas incaicas, se suelen encontrar restos de vasijas, puntas de flechas…”, contó el guía. Para los señores de Cusco, el Chañi era un Apu, una de las divinidades que habitaban en las entrañas de las montañas más altas de sus dominios andinos.
Nadie lo dijo, pero seguramente después de escuchar el relato de Armando, todos nos fuimos a dormir meditando sobre el permiso, el sacrificio y la ofrenda personal de cada uno. Yo así lo hice, y me detuve un largo rato a contemplar la infinita cantidad de estrellas que tapizaban cada rincón del cielo. Era algo… indescriptible, maravilloso, inspirador. Con eso en la cabeza, no dije una palabra más y me metí en mi bolsa de dormir.
Al encuentro de los Diablos
Tampoco hubo apuro en la segunda mañana al pie del Chañi. Nos despertamos unos minutos antes de las 8, fuimos a desayunar, preparamos todo y a las 10 Armando nos convocó para el necesario ritual a la Pachamama: “Queremos pedirte permiso, que nos abras las puertas para llegar a las altas cumbres, que nos vaya a todos bien y nos dejes volver a casa sanos y salvos. Gracias Pacha por darnos trabajo y salud, y aquí encomiendo en tu manto a…”, dijo con solemnidad mientras quemaba unas hojas de coca y volcaba un poco de un buen torrontés salteño en un pocito cavado en la tierra, la boca de la Pacha. Luego, cada uno de los montañistas dijo su nombre. Estábamos listos para partir.
Veinte minutos después de las diez de la mañana comenzamos el ascenso. Los cuatro salteños hicimos este tramo guiados por Emilio Abudi, un chico muy joven que ya tiene encima una experiencia notable. Los otros miembros del grupo, que venían del llano, iban a hacer un día más, para aclimatarse mejor: en esa jornada subirían hasta Jefatura y volverían a bajar a Casa Mocha, para dormir ahí y recién al día siguiente iniciar la trepada hacia la cima.
Teníamos por delante cinco kilómetros con 700 metros de desnivel, hasta los 4950 msnm. Bajo el comando de Emi, avanzamos a un ritmo de marcha muy lento, regulando esfuerzos y potenciando la aclimatación, con agua y frutos secos siempre a mano. Tras algo menos de cuatro horas, la subida terminó y nos internamos en una planicie de altura, muy amplia y llena de parecitas de piedra, corrales rotos, restos de viviendas… A esto le llaman El Balcón del Chañi, y penetrar en él implicó sumergirnos en el mundo incaico, retroceder en el tiempo más de cinco siglos y situarnos en los días en los que esto era parte del gran imperio sudamericano. Hacia el Este, el Balcón está cercado por el filo que conduce a la cumbre, que se cierra hacia el Norte y hacia el Sur, formando una suerte de “C”. En sus laderas hay varias bocas de túneles que se introducen en la montaña. Algunos están derrumbados, pero uno, a la derecha, luce entero, increíblemente de pie; es un gran portal que tiene una terraza por delante y está rodeado por un muro de piedras apiladas de varios metros de altura, que contiene a la montaña. “Eran minas de oro”, nos dice Armando, quien había guiado al otro grupo y había llegado una media hora antes. “Se dice que ese túnel tiene 200 metros de largo”, agrega y, con aire enigmático, concluye: “En las últimas décadas han venido varias veces a buscar oro, pero nunca lograron encontrar nada”.
Lo que sí encontramos fue una vizcacha montañera, también llamada chinchillón, que se mostró sin problemas a unos pocos metros del refugio. Comimos algo liviano, despedimos al grupo que emprendió el descenso hacia Canchajo con Emilio y nos tiramos un rato al sol. Entre cierto cansancio y el calorcito de la tarde, no tardé en quedarme dormido entre las piedras. No fue lo más cómodo, pero resultó reparador.
El refugio de Jefatura de los Diablos es completamente de piedra, con techo de chapa; posee dos ambientes pequeños, sin ventanas: el primero es una cocina-comedor y a continuación está el dormitorio, en el que entran cinco o seis bolsas de dormir, una al lado de la otra.
A la tardecita salimos a dar una vuelta por el Balcón, que se tiñó de naranja primero y de rosado después. En ese momento hice un vuelo con mi pequeño drone, y establecí un récord personal a 5000 msnm, con una aclaración: el fabricante recomienda no usarlo a más de 3000…
A las siete y media ya estábamos cenando, con la idea de acostarnos bien temprano. Esta vez no zafamos de la polenta, aunque los hermanos Chuichuy le metieron un toque de distinción: queso crema. “A las tres de la mañana nos vamos a despertar, para empezar a caminar a las cuatro, así que a dormir todos”, indicó el guía. Una última salida al baño nos sirvió como referencia del frío que reinaba afuera, indicador del abrigo que iba a ser necesario para encarar la madrugada.
Apenas pasadas las ocho cerré los ojos, acurrucado en mi bolsa de intentar dormir… Estuve siete horas en esa posición, pero apenas logré mi objetivo durante una y media, aproximadamente. Las razones fueron dos. La primera era esperable, porque en la alta montaña cuesta conciliar el sueño, mientras que a la segunda no la había tenido en cuenta: me rodeaba un concierto de ronquidos, rítmico, casi armónico, con matices dignos de una orquesta de cámara. A cada rato miraba el reloj, esperando que se hicieran rápidamente las tres… Cuando al fin llegó la hora, prácticamente salté de la bolsa y me fui a tomar el tecito que Armando ya estaba preparando. Dos tazones de té caliente vinieron bien para el doble objetivo de hidratarnos y subir la temperatura de nuestras tripas.
Tal como estaba previsto, a las cuatro en punto estábamos listos para salir.
El frío era intenso, pero se toleraba con abrigo en capas, guantes dobles, campera de pluma y capucha. La oscuridad era total, pero después caeríamos en la cuenta de que era mejor así. Durante las primeras dos horas avanzamos en esa noche cerrada, en silencio e iluminando las piedras con nuestras linternas. Poco después de las seis empezó a clarear, y así alcanzamos a distinguir el filo, que ya se veía cerca. Minutos más tarde, ya con más luz natural, miramos hacia atrás y descubrimos que habíamos trepado muchísimo, casi sin darnos cuenta. A las siete y media logramos montarnos al filo, a casi 5500 msnm, y allí el espectáculo fue extático: hacia el Este se abría un anfiteatro gigantesco, con un par de manchones de nieve y lagunitas al pie, y, más allá, un interminable manto de nubes cubría la parte más austral de la Quebrada de Humahuaca y la región de San Salvador de Jujuy; hacia el Sur, en tanto, los promontorios cumbreros del Chañi nos convocaban, nos llamaban con una magia irresistible, ¡qué pedazo de montaña, por Dios! Parecían estar ahí nomás, pero todavía faltaba un mundo.
Me saqué los guantes para poder filmar con el celular, y el frío no me permitió volver a hacerlo durante las siguientes tres horas: me costó un rato largo recuperar pleno control sobre mis dedos.
La oscuridad real ya había pasado, pero entonces llegó el momento de mi oscuridad interior: un par de horas de inestabilidad emocional, sueño profundo, cansancio extremo, descontrol mental…
Y ahí apareció el séptimo integrante del grupo, ese que me acompañó, me alentó, me llevó de la mano, me dio calor y desapareció antes de que pudiera decirle gracias.
Igualmente, esos minutos de dudas me llevaron a sincerarme con mis compañeros en una parada que hicimos a media mañana: “Amigos, tengo miedo de quedarme sin nafta para la bajada”, dije. Todos se quedaron callados unos segundos, hasta que Carlo respondió con sencillez: “Vayamos viendo cómo seguís Juan, bien despacio. No es mucho lo que falta”. Armando estuvo de acuerdo, y así seguí.
Pasado el mediodía, después de pensar veinte veces más que no iba a llegar, nos encontrábamos al pie de la cumbre principal, una especie de escalera formada por grandes bloques de piedra que totaliza alrededor de 50 metros de altura. Encaré esta trepada literalmente con el último aliento, con las últimas fuerzas que me quedaban, a puro corazón. A las 12:57, exactamente, pisé el punto más alto del Chañi, después de recorrer cinco kilómetros con mil metros de desnivel desde el último refugio.
Hubo abrazos, hubo fotos y hubo suspiros profundos al ver la maravilla que se abría delante de nuestros ojos y bajo nuestros pies. Al Sur, la cara salteña de esta magnífica montaña mostraba otro anfiteatro similar al del Norte, pero con una pendiente más pronunciada. El Chañi es único en el Noroeste por la forma de su cumbre, pequeña, bastante en punta, una suerte de medialuna rocosa, en la que fueron hallados testimonios del paso de los incas por aquí, incluido el cuerpo de un niño sacrificado.
La bajada fue otro tema, porque aproximadamente una hora después de salir comenzó a soplar un viento fortísimo, que durante la subida nos hubiera complicado mucho. Todos estábamos cansados, y a mí el sueño me vencía. Pasamos por Jefatura de los Diablos y allí ya estaba el segundo grupo, que iba a hacer el intento de cumbre al día siguiente. Emilio nos esperaba con una sorprendente picada: queso, mortadela, salame y hasta una gaseosa para cada uno. Armando se quedó ahí y nosotros seguimos viaje con Benito para Casa Mocha, a donde llegamos a las ocho de la noche. Había sido un larguísimo día: 16 horas de marcha, 15 kilómetros, mil metros hacia arriba y mil setecientos hacia abajo. Yo había pasado lo que creía que era mi límite de fuerzas varias horas atrás… Todavía hoy, seis meses después, cada vez que ante cualquier circunstancia me siento débil, escucho la arenga precumbrera de mis compañeros de ascenso, un “¡Vamos Juan!” visceral, auténtico, hermoso. Creo que retumbará por siempre cada vez que lo necesite.
Centro cultural Argentino de Montaña 2023