En el verano de 1964 seis socios del Centro Andino Buenos Aires, CABA, realizaban la que llamaron oficialmente “Expedición a las nacientes del Río Tigre - Cholila - Chubut” luego de largas dificultades llevando 500 kgs. de carga y casi un mes de expedición pudieron ascender al desconocido cerro Fortaleza
¿Quiénes somos?
Somos socios del Centro Andino Buenos Aires, (C.A.B.A.) fundado en 1950 y cuna de grandes escaladores argentinos. Nuestra expedición está respaldada oficialmente por el club, con el nombre de “Expedición a las nacientes del Río Tigre - Cholila - Chubut”
La componemos un equipo de seis. En su totalidad, escaladores con mayores o menores aptitudes. No hay ningún logístico o administrativo entre nosotros. Podemos quizás “lamentar” la falta de un médico para casos de accidente, bastante común en deportes de riesgo. Fundamentalmente conformamos un grupo de personas fuertemente ligadas por la amistad. Somos de los que creemos que, mientras no se acepte a alguien verdaderamente inútil, las cosas funcionan mejor así que con un equipo de “estrellas” que se lleven mal entre ellos: Rolando Bettinelli “Bambufoca” - Julio Aguirre “Negro” (1º de cuerda) - Mario Castelazzo “Tano” - Avedis (Avo) Naccachian “Turco” (1º de cuerda) - Edgar Köpcke “Inglés” (1º de cuerda y líder de las cordadas de ataque) - Y yo, Carlos Rey “Antiguo” (Jefe de la expedición).
Los inicios de la expedición
El día 2 de enero de 1964 a las cinco de la tarde, un grupo de seis personas viajaban en la caja de un taxiflete rumbo a la estación de trenes de Constitución, en Buenos Aires. Debajo de ellos iban 500 kgs. de carga perfectamente acomodada, revisada y controlada. Al menos así lo creíamos.
El objetivo: Las montañas aún sin escalar, situadas en el corazón de la cordillera, en la frontera con Chile, en las nacientes del río Tigre a la altura de la pequeña localidad de Cholila (cercana a El Bolsón) en la provincia de Chubut.
El sábado 4 llegamos a Bariloche. Y al día siguiente salimos para Cholila. Nuestra impaciencia hacía que las seis horas que duraba en aquella época el viaje hasta El Bolsón, nos resultaran larguísimas. Teníamos un importante problema a resolver. Ibamos haciendo las mil conjeturas que ya nos hemos hecho muchas veces. Lo que nos preocupaba era conseguir los caballos para transportarnos en Cholila hasta el “fondo” de la cordillera. A pesar de esto en el Cañadón de la mosca y en la Pampa del toro no dejamos de ver la belleza de los valles y montañas de este recorrido. En El Bolsón era todo quietud en ese brillante mediodía. El calor y los tábanos se hacían notar. Descargamos en el depósito de la terminal y nos dirigimos al Hotel Andino. Encargamos el almuerzo y entablamos conversación con los dueños del hotel. Ellos eran socios del Club Andino Piltriquitrón. Nos dijeron que por ser domingo, todo el mundo andaba de paseo aprovechando el buen tiempo. Queríamos ver al señor Rudolph, presidente del C.A.P. y por sobre todo al doctor Venzano, hacedor de mapas, quien conocía más a fondo la región montañosa.
Luego de descansar a la sombra y dejar pasar la hora de mayor calor, fuimos a la búsqueda de estas dos personas. Rudolph no conocía la zona de montaña de Cholila como para darnos datos interesantes y por él mismo nos enteramos que -desgraciadamente para nosotros- Venzano andaba haciendo una de sus habituales salidas aprovechando el fin de semana. Mala suerte, no conoceríamos nunca a este famoso personaje. Al otro día, seis de enero, salimos en ómnibus hacia el almacén de Nataine, que es la parada de Cholila. A mitad de viaje comenzamos a ver los altos picos de la zona. Todos ellos promedian los 2.300 msnm. Finalmente llegamos y descargamos en un costado del almacén. El día continuaba despejado y hacia el oeste gozamos de un inolvidable panorama. Las cumbres rocosas del cerro Dos Picos y hacia la derecha y más cerca el Tres Picos, se alzan hacia el cielo. Sus glaciares relucen con la luz del sol.
Tenemos suerte, conseguimos que Don Luna, también poblador, llevara la carga esa misma tarde con cuatro caballos pilcheros, los 15 kms. que hay desde el almacén de Nataine a la casa de Mellado. Ayudamos a cargar los caballos, cosa de la que no teníamos la mínima idea como buenos porteños que somos. Parece que los animales se dieron cuenta porque se ponían algo nerviosos, pero por fin salimos con todo acomodado. Nosotros, a pie y con nuestras mochilas llegamos a la casa del baqueano muy contentos de estar a un paso de resolver una de nuestras incógnitas. Eran las nueve de la noche pero aún era de día. Mientras descargábamos se presentó Don Mellado ¡Por fin lo conocíamos! Lo saludamos efusivamente como si lo conociéramos de siempre. Era un viejito muy simpático. Se rió todo el tiempo mientras fumaba sus cigarillos uno detrás del otro. Le planteamos la necesidad de transportarnos. Le preguntamos si tenía caballos para ello, nos dijo que no, que solo tenía pilcheros. Nos corrió un escalofrío hasta que enseguida todo se aclaró por la diferencia entre lo que ellos llaman caballos de transporte de gente y pilcheros que es para llevar la carga. Ahora tranquilos con esto solucionado, nos prepararamos una cena y después nos fuimos a dormir.
Al día siguiente conocimos a Carlos, hijo de Don Mellado, quien sería en realidad el encargado de llevarnos al “fondo”. Era un muchacho de 24 años que aparentaba ser de mayor edad. Extremadamente reservado y tímido, sólo hablaba con monosílabos. No conseguimos entablar una verdadera conversación, pues a nuestras preguntas respondía únicamente sí o no. Cuando se marchaba dedujimos que era probable que saliéramos al otro día si es que conseguíamos reunir los pilcheros y cangallas (armazones) necesarios. De modo que estuvimos obligados a resignar nuestra premura ciudadana y pasar todo ese día en los dominios de Mellado. Aprovechamos para bañarnos en la desembocadura del lago Cholila, en el río Carrileufú. Este río corre hacia el sur y va a desembocar en el lago Rivadavia. Reconocimos el cerro Chato y sobre los otros se extendieron las discusiones un largo rato. Al anochecer después de la comida nos reunimos en el fogón junto a Don Mellado que nos contó anécdotas de su vida. A su hijo Carlos no lo vimos en todo el día, seguramente atareado en reunir los caballos.
A la mañana siguiente se despertó Edgar muy azorado. Se había levantado temprano y hablando con Carlos. Al parecer estaba listo para salir. Me levantó de mal humor, pensando que podría habernos avisado el día anterior aunque sea a última hora. Pero como todo tiene sus tiempos en los pueblos del interior, mientras nos preparábamos fue pasando la mañana. El problema era acomodar alrededor de 400 kgs. en cuatro pilcheros. Finalmente a primera hora de la tarde queda lista la carga. Nosotros iríamos a pie con alrededor de 15 kgs. en la mochila personal. Por fin Carlos sin pronunciar palabra, se puso en camino dando así “la voz de partida”. Él fue montando encabezando la marcha y a su montura fue atado un pilchero. Nosotros lo seguimos a pie llevando de la mano un pilchero atado a una corta soga. Éramos seis, de modo que siempre había dos que descansaban de conducir al pilchero y así nos fuimos turnando durante el trayecto.
El 8 de enero a las tres de la tarde nos ponemos ¡por fin! en marcha en busca de la gran aventura, nuestra primera expedición de exploración y escalamiento de las montañas de esa zona de la Patagonia (inexploradas en su mayoría, aún hoy en 2004). A medida que continuaron los vadeos -que fueron muchos- nos fuimos dando cuenta que lo mejor era cruzar con los botines puestos, y que, aunque se inundaran, nos protegían de las piedras del lecho del río. Luego con la continuidad de la marcha se iban escurriendo y secando solos. Además continuamente soportábamos el ataque de los malditos tábanos, de modo que cuanto menos no detuviéramos era mejor. Entrada la noche todavía seguíamos en plena picada, faldeando un monte de Coihue y Ñire muy tupido.
A todo esto ya habíamos terminado de recorrer el lago Cholila, de unos 15 kms. de largo aproximadamente y nos topabamos con el río Tigre, que proviene directamente de las montañas que nosotros íbamos a explorar y desemboca entre mallines en el lago. El día siguiente amaneció esplendoroso y partimos contentos a recorrer lo que se suponía la última jornada de aproximación. De lo que recuerdo, éste fue, el recorrido más pintoresco en toda la marcha. El bosque era casi exclusivamente de árboles altos; había raleado el bosque bajo de Ñire y los vadeos fueron en general livianos. Hubo una parte que recuerdo en especial en la que el Tigre corría mansamente bordeando el monte arbolado y su lecho claramente visible era de pedregullo color óxido. Todo el entorno adquiría un aspecto tan particular que colmó mi corazón de dicha y paz.
Luego de un tramo en el que nos separamos mucho del río, apareció ante nosotros un lugar de aspecto completamente distinto a lo que veníamos recorriendo. Se trataba del “aluvión”, y allí había desaparecido la vegetación. Con ese nombre estaba bautizado, puesto que se trataba de un “corredor” de piedras de todos los tamaños que venía desde la montaña y, esparcido sobre el suelo, recorría un largo sector como si alguna vez hubiera explotado una parte del cerro y hubiera corrido locamente hacia abajo cerca de trescientos metros. Faltaban todavía varias horas para llegar al “fondo”, como le llamábamos al final del recorrido: el pie de las montañas. Es decir, la culminación de la aproximación; el lugar en donde nos encontraríamos con la base de los cerros que queríamos escalar, con sus paredes emergiendo de los valles; lugar en donde ya no hay más picada, la vegetación desaparece casi por completo y se instala el reino de la roca y del hielo. Por allí cerca también andaría la "naciente" del río Tigre. Era probable y casi seguro, el hecho de que el terremoto ocurrido en Chile hacía algunos años, había modificado también en parte, este lado de la cordillera.
Luego de una frugal comida reemprendimos la marcha. Recorríamos ahora el aluvión y el río corría caprichosamente hacia el este; torcía a derecha e izquierda según se le presentaba la dificultad del terreno y a veces se bifurcaba para volver a unirse más adelante. Se nos presentaron todavía algunos vadeos. El agua era cada vez más fría debido a que estábamos más cerca de la montaña alta y el glaciar que le da origen. Cada vez que cruzábamos el Tigre y llegábamos a la otra orilla parecía que la sangre se había detenido en nuestras piernas. Por suerte en estos vadeos el agua nunca llegó más arriba de nuestras caderas, pues con la fuerza que llevaba nos hubiera arrastrado. Sin embargo en uno de estos cruces me pasó algo tragicómico: mientras todo el grupo iba cruzando por determinado lugar, a mí se me ocurrió utilizar, para ayudarme a avanzar, un gran tronco de árbol caído, que desde la otra orilla se extendía casi a flor de agua, llegando muy cerca de la orilla donde estábamos. Me fui agarrando de él mientras avanzaba caminando con el agua hasta los muslos, hasta que ya en la mitad del río, el agua me llegó a la cintura y comenzó a arrastrarme por debajo del tronco. Fueron unos segundos de angustia porque ya me veía mojado y helado de pies a cabeza. Mientras tanto los demás, ya en la otra orilla se reían y me sacaban fotos. Por fin y haciendo mucha fuerza pude volver hacia atrás y cruzar por donde lo habían hecho todos.
El Dos Picos había quedado bastante atrás, el aluvión había ido ensanchándose y sus piedras eran de mayor tamaño. Parecía una gran avenida en construcción. El cielo estaba bastante nublado y todo el entorno tenía un aspecto triste y lúgubre que contrastaba con el bosque con sol y calor de los días anteriores. Los glaciares superiores del D-6 pendían a nuestra izquierda muy por encima de nuestras cabezas. Una nueva caída de la carga de uno de los pilcheros, lo espantó y debimos detenernos por un rato. Mientras algunos ayudaban a Carlos con el caballo, otros nos dedicamos a observar con el binocular las cumbres que nos rodeaban. Nuestra aproximación había concluido. Por fin teníamos ante nosotros el “teatro de operaciones” con el cual habíamos soñado tantos meses en reuniones de trasnoche ciudadana y palpitado la aventura gastando fotografías de tanto mirarlas. Realmente el espectáculo era magnífico a pesar que las nubes escondían la mayoría de los picachos. Alcanzamos a distinguir unas torres de hielo sobre el glaciar superior del D-6, las que fueron motivo de discusión por determinar su altura. Pero hay que tener muchísima experiencia en la montaña para calcular la distancia y la altura de los objetos.
Pasamos los mallines y nos internamos en el bosque por la margen izquierda del río Tigre. Pocos metros más allá se hizo un claro y apareció delante de nosotros un lugar con evidentes signos de haber sido habitado. Un cajón con inscripciones de El Maitén, algunas botellas, un piso de cortezas de árbol que sin duda había tenido un techado de ramas y dos bancos largos hechos con troncos y cañas. Nos detuvimos a deliberar mientras esperábamos al baqueano que había quedado algo rezagado pues ahora había preferido llevar él solo los cuatro pilcheros. Eran las seis de la tarde. Apenas llegó, Carlos nos dijo que a partir de ese lugar él no conocía nada. Sólo su padre había llegado hasta las nacientes del río Tigre y recordamos que nos había dicho que el río “no salía de un borbollón”. Se nos hizo evidente que Carlos no quería ir más adelante, no obstante nuestra idea era la de acampar en las nacientes, pues pensábamos que allí estaba la clave de la ascensión al cerro Fortaleza y no queríamos armar campamento base muy lejos del “arranque” en nuestros intentos. Decidimos entonces continuar y convencimos a Carlos para que nos siguiera detrás. La picada se perdió completamente a poco de andar y dejando entonces los caballos a cargo de Carlos, proseguimos a pie. Es increíble pero indudable que un hombre sencillo como Carlos, o cualquier otro paisano, no quiere arriesgar más allá de lo conocido. Seguramente, si su padre se hubiera encontrado allí, Carlos lo hubiera seguido pues aquel conocía lo que seguía por delante. Hay en esto una cuota de responsabilidad por el grupo que guiaba a buen destino, pero también algo de temor. No hay que olvidar que se trata de gente de campo y no de montaña. Es digno de análisis, pues en esto se establece una clara diferencia con el espíritu de exploración que anida en todo montañista, aunque provenga de la ciudad como era en el caso nuestro. Un poco más adelante nos dimos por vencidos, al menos por ese día. Pensamos que las nacientes estaban lejos todavía y tal vez el cansancio influía y teníamos ganas de parar. De modo que dimos marcha atrás y regresamos al campamento abandonado. Allí armamos nuestras tres carpas y Carlos se organizó un parapeto con sus enseres para pasar la noche. Al día siguiente se marchaba y por lo tanto debíamos conversar con él esa misma noche. Después de la cena, Edgar y yo fuimos a verlo. Había terminado con su comida y estaba hechado junto al fuego. Un viento bastante fuerte se arremolinaba sacando chispas del fogón. Nos sentamos y comentamos algunas de las peripecias del viaje. Hasta el momento no se había mencionado el costo del transporte y los servicios de guía.
-Bueno, ¿cuánto nos sale? -preguntamos.-Y, trecemil pesos... -dijo y se calló.
-Podemos dejarlo en docemil- agregó.
En un momento de debilidad y creyendo sinceramente que se lo había ganado, asentí con la cabeza y dije que estaba de acuerdo. El Inglés me miraba con duda y asombro a la vez. Pero ya estaba dicho.
Me levanté y fui a las carpas a buscar dos mil por cabeza. Luego volví al fogón de Carlos y le di doce mil pesos diciéndole que habíamos decidido darle todo para no correr el riesgo de extraviar la plata. Lo miré y le dije que no fuera a dejarnos abandonados para regresar y que eso debería ser indefectiblemente el 25 de ese mismo mes de enero.
Nos habíamos fijado un tiempo de quince días para cumplir con nuestros objetivos ¿Alcanzarían? Todo dependía de nosotros y por supuesto, del clima. Queríamos volver a Bariloche “triunfantes” para reencontrarnos con los nuestros y si se daba, escalar en las agujas del cerro Catedral.
Muy bien -dijo Carlos Mellado- el 25 al mediodía estaré sin falta -estén listos, cargamos y salimos enseguida. Creo que fue la vez que más habló de corrido. Nos despedimos allí mismo porque sabíamos que al día siguiente, él saldría a primera hora y nosotros pensábamos dormir hasta que nos pidiera el cuerpo.
Efectivamente el día 10 de enero amaneció para mí bastante tarde. Rolando roncaba, tal su costumbre involuntaria pero no por ello menos molesta, y afuera se oían voces. Me asomé por la puerta de la carpa y vi a los demás ocupados con el desayuno-almuerzo junto al fuego. Me vestí y salí. Era un día fantástico. Algunos habían escuchado a Carlos cuando se marchaba con los caballos. Yo confieso que no. Nuestro próximo paso, entonces, era organizar el campamento base. Las carpas ya estaban armadas y dispuestas en triángulo con la entrada hacia el centro. Pusimos manos a la obra en la construcción de un tinglado con ramas y cañas, destinado a proteger la treintena de latas con comestibles. Lo terminamos cubriéndolo con un paño de nailon grueso para protección de la lluvia. Avo -ansioso por entrar en acción- anunció que se iba a recorrer el aluvión para ir reconociendo posibles accesos. Nos pareció mejor que fueran dos y Mario salió con él.
Mientras acondicionábamos el campamento no dejamos de hacer conjeturas sobre las posibles rutas. Sabíamos, por boca de nuestros amigos del Centro Andino, Hugo Bella y Pedro Khun, que el año anterior se habían internado por el aluvión, habían llegado a una lagunita de altura a la que llamaron Laguna Triste, e inclusive habían remontado su margen derecha hasta llegar al glaciar. También habían hecho observación de la cumbre del cerro C-5 al que bautizaron Cerro Fortaleza. Eso era todo y en realidad era bastante porque gracias a esas observaciones y sus fotos estábamos allí y ¡rodeados de cumbres vírgenes!
Suponíamos por otro lado que una vez llegados a las nacientes del río Tigre, también tendríamos el acceso al Fortaleza a mano y en realidad esta era nuestra cábala, pues además queríamos instalar el Campamento Base allí mismo. El segundo objetivo, que a mí en particular me había entusiasmado mucho a la hora de los sueños y proyectos, era el cerro D-6; punto culminante de la cadena montañosa de los “D”. Quizás acá convenga aclarar que al hacer los relevamientos geográficos y llevados estos a la confección de mapas, la parte correspondiente a la orografía, designa a los cerros con letras y números, hasta tanto alguien, por diversas circunstancias, los bautice de algún modo. Por ejemplo, en la zona en que realizábamos nuestra exploración y ascensión, los dos cordones principales figuraban en los mapas del Instituto Geográfico Militar con las letras “C” y “D”. El primero con cinco cumbres principales de entre 2.000 y 2.500 metros sobre el nivel del mar (2.500 m.s.n.m.). Desde C-1 hasta C-5, siendo el C-5 nuestro principal objetivo, el de mayor altura; bautizado por Bella y Khun en el verano del ´63 (y con toda razón por el formato de su parte superior) como Cerro Fortaleza.
En el caso de los “D”, iban del D-1 al D-6. Y este era, (y sigue siendo), un cerro con forma de pirámide, cuya parte superior tiene cierta semejanza con el monte Cervino de los Alpes. Su cumbre, al igual que el Fortaleza, es de roca negra, lo cual indica un avanzado estado de descomposición; un granito que en su estado más “sano” tendría coloración rosada. Está rodeado de glaciares que caen a los valles desde grandes alturas. Sobre su ruta de ascensión no teníamos mayores ideas, aunque su cara norte ofrecía una rampa de nieve ascendente que nos hizo pensar en un posible acceso por allí.
Así las cosas, terminamos de acondicionar el Campamento Base y mientras tanto regresaron Avo y Mario de su incursión de reconocimiento. Nos contaron que habían remontado el Aluvión -que ya tenía su nombre ganado- y llegado a la laguna Triste; observando desde allí el siguiente panorama: Desde la desembocadura de la laguna y mirando hacia el oeste, tenían el Fortaleza enfrente y por supuesto más arriba. A su izquierda (hacia el sur)una pared impresionante conducía la vista a la cima del D-6. De las partes superiores del Fortaleza bajaba una cascada de glaciar sobre una pared vertical que caía sobre la laguna. Optaron entonces por subir el acarreo que tenían a su derecha y que llevaba a las paredes aparentemente fáciles que conducían al glaciar. Llegados al comienzo de ellas decidieron volver, considerando suficiente el reconocimiento hecho. Su opinión era que en general ese no era el mejor acceso a las zonas superiores. Decidimos por lo tanto encarar el reconocimiento de las nacientes del río Tigre.
Al día siguiente, salimos Cacho, Edgar, Avo y yo del Base a media mañana, llevando los machetes, ya que sabíamos que más adelante la picada se terminaba y necesitaríamos de ellos para abrirnos paso en la tupida vegetación. Llegados a esa instancia buscamos la orilla del río y proseguimos sin mayores inconvenientes sobre el margen izquierdo.
El río iba describiendo una curva y orientándose francamente hacia el oeste, lo cual era lógico, ya que todos, o casi todos los ríos tienen su origen en las montañas, y bajan por los valles buscando inexorablemente el mar. Cuando llevábamos más o menos una hora y media de marcha vimos con emoción que el valle se angostaba y terminaba cerrándose en un circo glaciar de menor tamaño que el de la laguna Triste y el Aluvión.
Es casi imposible describir lo que se siente cuando uno toma conciencia que está presenciando algo tan natural y a la vez tan vedado para los que viven en las ciudades y nunca salen de ellas. Presenciamos todo un valle, que en muchos casos puede tener proporciones descomunales, termina, o mejor dicho empieza, entre dos montañas en un espacio que -muchas veces- no tiene más de 50 ó 100 metros de ancho. Una lengua de glaciar se separaba del resto del hielo y descendía un trecho formando cascada y dando origen al pequeño Río Tigre.
A nuestra derecha corría el cordón de cerros que venían desde el Dos Picos. Su dirección era E-O y los negros picachos que emergían de sus glaciares no eran otros que el C-1, C-2, C-3, C-4 y C-5 que describiendo un gran arco tomaban la dirección Sur, culminando en el Fortaleza. En aquel momento carecíamos del conocimiento de que, desde abajo, en donde nos encontrábamos era imposible tener un panorama completo de las altas cumbres.
Vimos tres torres por encima de nosotros, supusimos que eran estribaciones del Fortaleza.
Pasada media hora, estuvimos al pie de la cascada. Grandes bloques de piedra formaban obstáculo para el agua que corría allí con gran ímpetu salpicando todo con una fina llovizna. El hielo sucio, propio de la época del verano, se mantenía todavía en algunos sitios formando grandes y frágiles puentes por sobre el río. Nos entretuvimos un rato contemplando todo aquello y cobraba mayor interés en nuestros corazones, el pensar que eran muy pocas las personas que habían gozado el espectáculo.
Luego de sacar algunas fotos comenzamos a subir por las piedras y a poco llegamos a las paredes de granito pulimentado por la acción del hielo. Tenían poca inclinación, sin embargo llegamos a un punto en que la adherencia de nuestros zapatos y nuestro equilibrio se vieron comprometidos.
Superado este tramo llegamos a un gran planchón de nieve dura y detuvimos nuestra ascensión. A nuestro alrededor y bastante arriba era todo glaciar y cascadas de hielo. Este punto de observación resultó ser más adelante malo y engañoso, pues en aquel momento pensamos que el reconocimiento podía darse por concluído y que hasta el glaciar se podía llegar fácilmente y en poco tiempo. Más tarde comprobaríamos que no habíamos llegado ni a la mitad del recorrido que nos separaba del glaciar y que además se interponía entre nosotros y el glaciar superior una morrena bordeada de acarreos.
Aquella noche fue de gran reunión en el Campo Base. Habiendo reconocido ya los dos puntos factibles de ascensión, y aunque Avo era el único que había estado en ambos, podíamos sacar una conclusión. La primitiva idea de instalar el C.B. en las nacientes del Tigre fue desechada puesto que el bosque - de muy cerrada vegetación- no ofrecía ningún claro apropiado, y “fabricarlo” a fuerza de machete no resultaba factible, debido al tiempo que nos hubiera llevado. El objeto de estar allí era escalar montañas y no acomodarse en el bosque al estilo de un picnic de fin de semana.
Teniendo en cuenta por otro lado, que el acceso al glaciar parecía más factible en la zona de la laguna Triste, decidimos que el ataque a las cumbres se realizaría por allí. Una vez que alcanzáramos el filo decidiríamos qué hacer según las circunstancias.
Al otro día nos levantamos a las cinco de la mañana. Era de noche aún. Mientras algunos encendieron el fuego y otros prepararon un desayuno digno de la larga jornada que nos esperaba, el resto se dedicó a seleccionar el material de escalada y los víveres de altura. Rápidamente tuvimos todo listo y partimos los seis con los primeros resplandores del día. Nuestro propósito no era el de llegar a la cumbre, sino el de volver en el día con un depósito de víveres hecho lo más cerca posible de ella; pero sin descartar -si todo se daba de forma rápida- la posibilidad de ascender a la cima. Llevábamos dos latas de altura que contenían cada una, comida para doce hombres por día; más una lata con galletitas de agua. Es decir que para nuestro grupo de seis, había comida para cuatro días. Además llevamos dos cargas de gas propano puro (incongelable a muchos grados bajo cero) de 1 Kg. cada una. El equipo personal era el corriente, pero con la cuestión de aliviar carga, no llevamos las bolsas de dormir; error que hubimos de lamentar como ya veremos.
Saliendo del bosque entramos al mallín que forma el arroyo Triste al llegar a la parte baja, el arroyo no tiene un cauce definido; se abre en varios cursos de agua inundando la zona en su totalidad por la que debíamos pasar. En realidad para nuestra desgracia, se trataba de una gran laguna de poca profundidad, una especie de pantano pero sin barro y con algo de vegetación. El agua muchas veces llegaba hasta nuestros muslos y en algún pozo traidor, casi a la cintura.
Superado esto, entramos en el Aluvión propiamente dicho. Grandes y medianos bloques de piedra mezclados con pedregullo formaban una especie de avenida y entre ambas márgenes la gama de rocas más completa que se pueda imaginar, dificultaba el avance por ese extraño cauce. El arroyo Triste proveniente de su laguna, mantenía allí sí, un curso definido y al frente nuestro teníamos un “portón” –por así llamarlo- consistente en una abertura de no más de veinte metros de anchura entre las dos paredes laterales que pertenecían, al D-6 y a las estribaciones inferiores que conducían al filo del Fortaleza; en este estrechamiento se formaba el clásico “cono de deyección”.
En hora y media llegamos a la desembocadura de la laguna Triste. El espectáculo que se ofreció a nuestra vista era francamente... triste. El color verde lechoso del agua -propio de los deshielos- y el lúgubre gris de los grandes paredones, formaba junto con el sordo ruido de las cascadas y la ausencia del sol a esa hora de la mañana.Sólo al alzar la vista y ver los altos y refulgentes glaciares cambiaba el sentimiento que despertaba el lugar. Además del Fortaleza conté dos picachos, ambos de menor altura que aquel. Uno casi directamente arriba nuestro, el otro a mitad de recorrido entre ambos. Pero el Fortaleza -su cumbre propiamente dicho- sobresalía con mucho sobre todo lo que le rodeaba y el nombre lo tenía muy justificado. Visto desde allí presentaba una torre que constituía la cumbre principal, unida a otra cima ubicada al sur y algo menor, por medio de un filo con forma de dientes de serrucho. Es decir, tal como la sección de una fortaleza clásica: dos torres unidas por una pared almenada.
A juzgar por la falta de nieve o hielo de sus paredes, se veía que eran verticales.
Para llegar al filo del glaciar que teníamos encima a la derecha, tendríamos que superar unos paredones que no parecían tener demasiada verticalidad y para llegar hasta ellos debíamos salvar un acarreo de fuerte inclinación. Comenzamos con la lucha que representa subir todo acarreo, en donde dos pasos hacia arriba casi siempre incluyen uno o más para abajo. Llegamos por fin al filo y caminamos por él horizontalmente hasta las paredes a las que bordeamos llegando a un lugar en el cual se nos cerraba el paso con Ñire de altura, achaparrado y cerradísimo.
Al frente nuestro teníamos una pared vertical de unos ochenta metros de altura, de roca peligrosamente descompuesta. Parecía la única salida para continuar hacia arriba y decidimos treparla. Edgar y Mario se encordaron y comenzaron a subir. Cacho, Rolando y yo nos ubicamos bajo el sol a la espera del turno de subir; ya que no convenía ascender todos al mismo tiempo por la posible caída de piedras. En cuanto a Avo tengo la sensación que dijo algo, no me acuerdo que, pero lo vimos desaparecer entre los Ñires que nos cerraban el paso. Me quedé adormilado y cuando despabilé miré hacia arriba en la pared. Desde algún lado se oían gritos de Avo que sonaban inentendibles.
Al fin resultó que había descubierto un acceso hacia arriba, superando el bosquecillo de Ñires bajos. Avo nos llamaba, nos pareció mejor esa opción que perder tiempo trepando la pared y nos largamos por el camino.
Mientras tanto Edgar y Mario habían superado la pared, se encontraron en las primeras nieves con el Turco Avo. Pasando la zona de Ñires, no muy extensa, había una cascadita que bajaba por roca fácil y de poca inclinación. Seguimos sus pasos y haciendo zigzag por la parte rocosa pronto llegamos a las primeras lenguas de nieve. Para no perder tiempo no nos colocamos los grampones y, ya los seis juntos, atacamos la suave pendiente pateando con las puntas de los zapatos y ayudados con la piqueta.
Seguíamos pues salpicando relucientes esquirlas de hielo a cada patada de nuestros pasos, uno detrás del otro, los seis caminos a nuestro destino de cima, haciendo zigzag cada tanto para "matar" la pendiente no demasiado empinada. No había indicios de grietas que requirieran ir encordados. Y así, libres, cada uno a su paso pero juntos, transcurrimos esa tarde refulgente de hielo y sol en ascenso constante, y cuando llegamos al filo tuvimos al otro lado la vista de un gran campo nevado, en cuyo fondo, muy abajo estaba la naciente del Río Tigre.
Resulta complejo explicar algunas referencias si no se tiene un mapa o croquis en el cual ir mostrando lo que se dice; pero imaginen un enorme óvalo casi horizontal, formado en su borde por infinidad de agujas de granito. Relleno de nieve como un gran embudo hasta donde el abismo permite ver. Esto es lo que en montaña se llama circo glaciar, por su forma y por estar compuesto de nieve y hielo fundamentalmente; solo que su borde superior, o sea el filo, está coronado por picachos de diversas alturas que pueden ir desde los 30 a 50 metros, hasta 100 a 200 metros, desde su base en el filo hasta su cumbre. Estos picachos toman el nombre de agujas y son siempre la codicia de los escaladores.
Lo que teníamos frente a nuestros privilegiados ojos era algo que nadie jamás había visto desde tan cerca; tan personalmente por así decirlo. En el borde que teníamos al frente, hacia el Norte, el Cordón de los "C". Cuya culminación al Oeste era el cerro Fortaleza. En esa ocasión bautizamos a uno de los picos mayores de ese filo, con el nombre de Cerro Gran Nevado y a todo el circo como Gran Campo Nevado.
Casi permitimos que toda esa maravilla se prolongara y cuando quisimos darnos cuenta la tarde se avasallaba de anochecer y ya no había tiempo para el regreso.
Nos resignamos -sin bolsas de dormir- a pasar una noche entre las rocas pero sin peligros de mal tiempo. Los chocolates y frutas secas de las raciones de altura compensaron las largas y heladas horas que se prolongaron hasta el amanecer con respingos de frío entre sueño y sueño.
Al otro día tuvimos la compensación de que los primeros rayos de otra giornatta espectacular, pegaron de lleno en nosotros apenas amaneció. Nuevamente en funcionamiento los calentadores para fundir nieve y ¡chocolatada caliente para todo el mundo! ¡Dios mío, qué felices éramos!
Ahora había que decidir qué haríamos.
Algunos opinaron que lo que correspondía era atacar la cumbre del Fortaleza y asegurarse la cumbre, ya que desde donde estábamos era posible llegar al picacho en media jornada, ascenderlo y el resto del día emplearlo en regresar por donde habíamos subido. Aunque parezca una loca decisión, prevaleció otra idea. Fue tan grande la fascinación que despertó en nosotros el circo glaciar, que decidimos recorrerlo a su largo en todo el circuito que pudiéramos, para luego descender en el otro extremo hacia las profundidades en donde nos aguardaría la naciente del Tigre. Esto se puede juzgar como equivocado pensado en términos de "solo escalar cumbres" -sobre todo si se piensa en el buen tiempo que hacía y que podía cambiar a mal tiempo- Pero es más fácil de entender en términos de "exploración y escalada".
Todos sabíamos sin decirlo que una vez ascendida la cumbre del Fortaleza, no volveríamos a subir para hacer el recorrido del Gran Campo Nevado y nos abocaríamos al intento de escalar el D-6. Con esto perderíamos la ocasión de recorrer zonas inexploradas y además estaba la incógnita de "ver" hacia el lado chileno, casi como si se tratara de asomarse sobre la medianera de nuestra casa para espiar a nuestra vecina. No olvidemos que estábamos en montañas que hacen de frontera entre Argentina y Chile.
Nos aprontamos en la mañana y salimos por el filo rumbo al Fortaleza. Turnándonos para ir "de primero" pateando escalones en la nieve, en la pendiente suave y poco exigente fuimos ganando terreno y cielo en esa montaña soñada en tantos meses de ciudad.
Cada tanto debíamos bordear un pico de roca que se alzaba elegante a nuestro paso. Al pico Fortaleza, su doble cumbre de roca con partes de hielo ya lo describí antes; pero tenerlo allí delante, como se dice siempre: "al alcance de la mano", era una maravilla.
Cada paso que dábamos sabíamos que era terreno nunca pisado por nadie y la fortaleza que se alzaba delante de nosotros parecía esparcir energía.
Pasadas unas horas era tan fuerte el sol que nos pegaba, sobre todo desde abajo, pues el reflejo en la nieve es mucho más intenso que el de el Sol, pegando desde arriba; que tuvimos que colocarnos pañuelos a modo de mascarillas para protegernos las caras. De más está decir que llevábamos antiparras y sombreros.
No recuerdo la hora, pero muy pasado el medio día, llegamos al pie de nuestro Fortaleza. Al punto en donde hubiéramos tenido que comenzar la escalada; Así que con nuestras piquetas hicimos un hoyo en la nieve y enterramos tres latas con raciones de altura para cuando volviéramos unos días después. Señalamos el lugar con un círculo de piedras y enfilamos a bordear el Gran Campo Nevado.
A esa hora -la de mayor temperatura- la nieve estaba muy blanda, de modo que a cada paso nos enterrábamos hasta las rodillas y a veces más. Era indudable que deberíamos afrontar ese esfuerzo durante varias horas hasta que el refresco del atardecer endureciera la nieve. Allí comprendimos el valor del uso de los "esquíes de travesía" que por aquella época eran muy poco conocidos y muy caros en la Argentina.
Así avanzamos evitando perder altura y manteniéndonos casi en el filo (lo peor que puede hacerse cuando se enfrenta un largo recorrido es bajar demasiado alejándose de los filos).
A nuestra derecha, un poco en dirección Sur, comenzamos a observar con mayor detenimiento un cordón montañoso muy particular, entre agujas y agujitas cubrían prácticamente todo el filo que abarcaba nuestra vista. Las de mayor altura, sobre todo, terminaban con su cúspide muy puntiaguda y con forma similar a la de una capucha de monje, por consenso general se ganaron el nombre de Filo Monasterio por su similitud con una hilera de monjes.
La tarde iba pasando y la marcha forzadamente lenta por la pesadez de la nieve, hacía evidente que si no decidíamos mandarnos para abajo en ese momento para tratar de llegar al Campamento Base antes de la noche, lo que quedaba era continuar recorriendo lo más posible y hacer un segundo vivac ya que el tiempo parecía no querer descomponerse.
Optamos por esto último ya que en realidad aún quedaba bastante por recorrer y sobre todo asomarnos a espiar a nuestros vecinos. Esta oportunidad se nos dio en un momento que decidimos subir hasta el cercano filo para reconocer tres agujas muy juntas que llamaron nuestra atención vaya a saber porqué.
Al rodear a una de ellas por el Oeste quedamos, por así decir, del lado de Chile. dado que estas alturas eran las mayores en esa parte de la Cordillera, se suponía que delimitaban la línea de frontera, de modo que estábamos del lado chileno.
Lo que vimos fueron principalmente dos cosas: muy abajo, en el valle, un glaciar "rastrero" enorme que se extendía por varios kilómetros de longitud, que nos hizo acordar a los grandes glaciares de los Alpes de Europa, que conocíamos por fotos, Su recorrido muy extenso y ondulante, con morrenas en ambas orillas, lo que da una idea de su gran dimensión.
Y hacia el frente, extendiendo la vista, un "mar" infinito de cumbres y glaciares de altura, que se perdía en el Oeste hasta donde alcanzábamos a ver. No había bruma en el horizonte.
Decidimos preparar nuestro segundo vivac ¡sin bolsas de dormir!, al pie de esas simpáticas agujas que nos servirían de resguardo. Además el cuerpo nos pedía un "parate". Estábamos agotados, el sol había hecho sus estragos y teníamos hambre y sed devastadora.
Aprovechamos la luz que restaba del día para sacar fotos consumiendo los comestibles que nos habían aportado algunas firmas comerciales y esto era parte del trato para que ellos las usaran como publicidad de sus productos en condiciones extremas.
Segundo vivac.
Por suerte tenemos comestibles preparados con celo y equilibrados para aportar muchas calorías. Miel, chocolates, nueces, pasas de uva, leche en polvo, té y galletitas de agua, entre otras cosas, nos dan la energía necesaria para afrontar la falta de bolsas de dormir.
De todos modos y aunque no contábamos con un termómetro, calculábamos que por lo benigno del clima que se venía dando día a día, sumado a la ausencia de vientos, la temperatura no debe haber bajado de los cinco o diez grados bajo cero.
Por otro lado todos teníamos camperas de duvet y un rebusque antiguo de los alpinistas: vaciar la mochila y meter los pies adentro para pasar la noche lo mejor posible.
Por supuesto dormir con toda la ropa puesta y no encoger las piernas para facilitar la circulación sanguínea.
Último día de exploración del Gran Campo Nevado y descenso al valle por las nacientes del río Tigre.
Ese día encaramos directamente hacia abajo y para ganar tiempo, debido que las primeras pendientes eran de bastante inclinación, armamos un "rappel" con nuestra cuerda de 200 mts. ¡de cáñamo! de diez milímetros de grosor. Algo que en la época actual resulta ridículo; pero que en los años sesenta todavía era de uso, pues no era fácil adquirir una cuerda de material sintético.
Después tuvimos que arrepentirnos de haberla utilizado, sobre todo siendo tan larga. El cáñamo mojado por la nieve resultaba excesivamente pesado y tuvimos que turnarnos para llevarla a la espalda. Así fuimos descendiendo y perdiendo altura hasta que al caer la tarde llegamos a la parte baja del glaciar y poco después al arroyo que daba nacimiento al Tigre.
Un par de horas de marcha más y arribamos al Campo Base en donde nos dispusimos a recobrar fuerzas para una nueva incursión
Pero había algo más y muy importante para resolver:
La ascensión del Cerro D-6, del cual ya veníamos hablando por donde "atacarlo" y qué nombre le pondríamos si lográbamos su cumbre tan llamativa, aunque distinta, como la del Fortaleza.
Y hubo también en esta inolvidable expedición la cuota de sorpresa. Nos dieron la cordada que formaron Cacho Aguirre y el Turco Avo.
Creo que no había transcurrido ni un día desde nuestro regreso luego de la recorrida por los filos, cuando desaparecieron desde temprano y por toda una jornada.
Los que quedamos supusimos que habían salido para hacer el reconocimiento de una posible ruta de ascensión. Pero al reaparecer por la tarde en el Base, "traían en el bolsillo" la cumbre del D-6.
No sé si decir que nos dejaron deslumbrados u ofuscados, creo que en el resto del grupo actuaron ambos sentimientos., algunos pegaron media vuelta y se metieron en la carpa y otros preguntaron detalles.
Habían atravesado los mallines del aluvión cruzando el arroyo Triste a la madrugada, y dirigiéndose no por el frente, sino por su lado Este, fueron ganando altura y no encontrando ningún obstáculo, continuaron ascendiendo. Cuando vieron que lo más factible para avanzar era rodear el pico cumbrero "por detrás" es decir por el Sur, no lo dudaron y al evaluar los tiempos de ascensión y regreso continuaron hacia arriba hasta alcanzar la cima.
Sólo quedaba bautizarla para perpetuar este notable logro.
Sólo los fines de semana largos nos dábamos el gran gusto de viajar en tren a Sierra de la Ventana -distante 600 Kms.- o, a Los Gigantes en Córdoba, a 800 Kms.
Fue así como en los años sesenta se comenzó a probar la práctica en los paredones que bordeaban la avenida General Paz, que delimita la Capital Federal por su lado norte. Estas paredes, si bien y por desgracia de muy poca altura (unos tres metros apenas), tenían la particularidad que estaban construidas con piedras de verdadero granito, agudas aristas e irregulares salientes que permitían "inventar" los agarres para manos y pies del modo más parecido al de una pared auténtica de montaña.
La práctica la realizábamos desplazándonos por ellas en sentido horizontal al estilo de una travesía y con eso adquiríamos la suficiente destreza. Faltaba el componente altura, por lo cual no había lo que se llama "exposición al vacío".
Pero con un poco de imaginación la cosa funcionaba bastante bien a falta de algo mejor.
Para agregar anécdota hay que decir que la práctica de ascensión en hielo con grampones, la hacíamos con gruesos tablones de madera blanda, apoyados con una cierta inclinación en estas mismas paredes. La cuestión que los fines de semana éramos un verdadero espectáculo con connotaciones de locura para los asombrados paseantes de las tardecitas de Buenos Aires.
Se habrán estado preguntando qué tiene que ver todo esto con el relato de Cholila, y es para dar pie al porqué de la elección del nombre impuesto al D-6, que de allí en más pasó a llamarse Cerro Gral. Paz, en honor a nuestra impagable, insustituible y... única palestra ciudadana.
De modo que ya teníamos dos importantes objetivos cumplidos.
Faltaba el principal, El motivo de nuestro sueño de ciudad: la ascensión del Cerro Fortaleza. Esta cumbre, la mayor altura de la región, se calculaba y así figuraba en los mapas, como C-5, de 2.500 m.s.n.m.; siendo sólo igualado o apenas superado por el Cerro Chato, en la misma región a pocos kilómetros al sur y que había sido ascendido unos años antes por una expedición del C.A.B.A. similar a la nuestra.
El clima por suerte para nosotros, no aflojaba y salvo algunas "nublazones", se mantenía constantemente bueno, nos abocamos a organizar su escalada, con la ventaja que no tendríamos que cargar con los comestibles, ya que el depósito nos esperaba allá arriba.
Equipo personal y general de escalada, ropa, solo la puesta y, esta vez sí, las bolsas de dormir, que habíamos jurado no dejarlas ni para ir al baño.
Al día siguiente amaneciendo, nos vimos luchando en el bendito mallín con el agua helada, Pero, como se sabe, la segunda vez siempre es más fácil, de modo que al rato habíamos dejado atrás la zona del aluvión, el arroyo y nos encontrábamos nuevamente con la Laguna Triste.
Rápidamente encaramos por la derecha y a eso de la media mañana estábamos atravesando los famosos Ñires del Turco Avo.
Ya en contacto con la nieve, esta vez la encontramos más dura y para evitar resbalones y rodadas nos encordamos de a tres. No puedo recordar por más esfuerzo que haga cómo compusimos los dos grupos, es decir quién iba con quién.
Así que con un fuerte sol y algunas nubes que daban de tanto en tanto un respiro, llegamos al filo que conducía directo al picacho. Como se trataba de un grupo de seis y tratábamos de mantenernos unidos, la marcha se hizo algo lenta, de modo que recién a eso de las seis de la tarde arribamos al lugar en que habíamos enterrado las latas con las raciones. En otras circunstancias, es decir, bajo la amenaza de un cambio en el clima, quizás hubiéramos podido apurar el trámite de ascensión y tal vez haber bajado con las últimas horas de luz. Pero eso no ocurría, sino todo lo contrario y sin decirlo todos deseábamos prolongar ese estado de suspensión entre el cielo y la tierra.
Por otro lado tampoco sabíamos qué nos podía deparar la escalada propiamente dicha. Las paredes que teníamos delante eran de bastante verticalidad y aunque no completamente lisas, se trataba de la misma roca negra descompuesta que ya conocíamos y que exigiría mucho cuidado en su ascensión, para evitar accidentes y por consiguiente retardaría la acción.
Entonces nos decidimos por el vivac sin apuros. Sacamos muchas fotografías y disfrutamos de ese -quizás- último atardecer en la alta montaña. Todo era quietud y silencio hasta donde alcanzaran los sentidos y esta vivencia perduró -estoy seguro- por toda la vida en nuestras almas.
La reverberación naranja de las últimas horas sobre los picos que nos circundaban, no se puede contar con palabras y más tarde y con la llegada del anochecer fue preciso meterse en las bolsas de dormir para no perder temperatura. Encendimos los calentadores para preparar algunas bebidas calientes y poco a poco nos fuimos quedando dormidos, muertos de cansancio pero sintiéndonos los seres más felices del mundo.
El último día tampoco nos falló en cuestión de clima
Después de desayunar brevemente nos encordamos -esta vez de a dos por cuerda- y salimos bordeando la pared un poco a la derecha para evitar el hielo y pisar roca. Tuvimos que andar con mucha precaución por lo flojo que denotaba ser este viejo granito. Cuando un granito es "joven" tiene una coloración entre rosado y naranja y se lo ve más compacto. Aunque tenga fisuras, estas son bien cerradas y si uno trata de meter la punta de la piqueta será casi imposible. Además al meter un clavo de escalada y martillarlo, este "cantará" con el clásico sonido vibratorio del metal. En cambio la roca vieja es entre gris y negra, las fisuras son más abiertas y al forzarlas con la piqueta, las partes cederán abriéndose. El clavo penetrará con un sonido hueco y no se podrá confiar en quedar colgado de él. De todos modos estábamos ahí para subir como fuera y tratando de no separarnos para que alguna piedra desprendida por la cordada que iba adelante tomara mucha velocidad y golpeara a los que seguían detrás, fuimos ganándole altura al Fortaleza. Cerca del mediodía el primero de cuerda en ese momento -no recuerdo quién- hizo cumbre y de uno en uno, pues el espacio no permitía reuniones, fuimos pisando la tan anhelada cima del Cerro Fortaleza.
No se puede decir que la trepada requirió grandes proezas de equilibrio; quizás sí, en algunos "pasos" hubo exposición al vacío; pero en general se la puede catalogar de mediana dificultad y creo que nuestra expedición tuvo su mayor mérito en dos cosas: el "acercamiento" desde el último lugar civilizado hasta la cordillera; debiendo transportar a caballo durante tres días y sus noches, con trece vadeos del caudaloso Río Tigre, toda la carga de comida y equipos para un mes. Y el reconocimiento y escalada de cerros y filos, que hasta ese momento figuraban en los mapas como "región inexplorada".
Centro cultural Argentino de Montaña 2023