Este humilde y destacado montañista nació en Argentina, y vivió su niñez en nuestro país, siendo inglés por el origen de sus padres, fue reconocido por su trayectoria en Inglaterra y su participación en las históricas expediciones inglesas al Everest, de 1922 y 1924
Dos cosas me han dado la inquietud de poder investigar sobre este destacado montañista inglés, el por qué haber nacido en Argentina y por qué, no haber sido socio o miembro del más famoso y antiguo club de montaña del mundo, el Alpine Club, más habiendo sido socio y presidente del club, desde el año 1863 a 1865, su abuelo materno Sir Alfred Wills, quien lo introdujo en el deporte de montaña. Para esta segunda incógnita creo tener o deducir el porqué, Edward Félix, fue una persona reservada y humilde, esquivo a la publicidad y a las manifestaciones de popularidad, contrario a los que integraban el club que muchas veces hacían notar sus actividades de montaña como algo destacado o trascendente, quizás eso fue lo que lo alejo de incorporarse a la más antigua institución de montaña del mundo.
Conocido por el seudónimo de Teddy; nació el 21 de febrero de 1884, en San Isidro, Buenos Aires, República Argentina. Fruto de este matrimonio de Edward Norton (1842-1923) y Edith Sarah Wills (1855-1946), nacieron John Herbert Norton, Anne C. Norton, Edward Felix Norton y Eric A. Norton. Los abuelos maternos fueron Lucy Martineau (1832-1860) y Sir Alfred Wills PC (1828-1912).
Edward Norton, su padre, según los registros migratorios llegó al país la primera oportunidad el 9 de septiembre de 1889, saliendo desde el puerto de Southampton, embarcado en la nave Don, manifestando su profesión de estanciero, cuya edad era de 48 años y de nacionalidad inglesa; la segunda oportunidad que se registra como ingreso al país fue en el año 1899, el día 17 de diciembre, a la edad de 58 años, traslado desde el puerto de Southampton, en el barco, Danube, siendo su profesión en ese momento director, en ninguna de las dos oportunidades estuvo acompañado de su familia, algo raro, más teniendo en cuenta que Edward Félix, nació en el año 1884.
Fue educado en el Charterhouse School y en la Real Academia Militar de Woolwich, y después se unió a una unidad de artillería en la India y sirvió en la Primera Guerra Mundial; pasó muchos años de su carrera militar, para ser más exacto, 40 años en la India, en donde ganó la reputación de ser un audaz jinete.
Nieto de sir Alfred Wills, quien fuera presidente del Alpine Club desde el año 1863 hasta 1865, siendo su abuelo el que subió el Wetterhorn, en el año 1854; Edward, de niño, aprendió las habilidades de su abuelo, quien lo adiestró en este deporte cuando en las vacaciones de verano se trasladaban al chalet de la familia en el Haute Savoie, próxima a las montañas de los Alpes.
Allí, él y su hermano se convirtieron en adeptos a las excursiones sobre el suelo abrupto y resbaladizo en busca de gamos, subiendo pendientes que los cazadores locales no se atrevían a afrontar.
Alto, elegante e imponente, Edward, era también lingüista, y además fue un jinete que no conocía el miedo. Había servido en el cuerpo de Artillería Montada y disfrutaba del polo y la caza de jabalí a caballo.
Contrajo matrimonio con Isabel Joyce Pasteur, de cuyo matrimonio nacieron Richard Pasteur Norton y William John Eric Norton.
Su modestia y sus intereses culturales lo convirtieron en un miembro muy apreciado de las expediciones al Everest, y ofrecía, además, la ventaja de hablar varios dialectos indostanos. Su experiencia le permitió unirse a la expedición británica del Monte Everest, de los años 1922 y 1924 y alcanzando, grandes alturas.
Llegó a ser un militar y montañero inglés destacado y apreciado, pariente lejano de George Mallory, el comandante Norton, fue elegido miembro de la segunda expedición al Everest en 1922, y posteriormente, en la expedición del año 1924.
Respecto a esto en la segunda tentativa de cumbre de la expedición de 1924, fue llevada a cabo por el entonces mayor Edward Norton, oficial del ejército inglés, y por Howard Somervell, cirujano en un hospital londinense.
Durante el primer intento, Mallory y Bruce, habían establecido el campamento V a 7.710 metros SNM., en la arista Norte.
El 1 de junio, Mallory, Bruce y nueve porteadores, iniciaron la marcha para realizar el primer intento; salieron desde el campamento IV, situado en un espacio relativamente protegido a unos 50 metros bajo el collado Norte. Cuando alcanzaron el collado y perdieron la protección del muro de hielo, comenzaron a soportar fuertes vientos.
Cuatro de los porteadores tuvieron que abandonar antes de que pudieran instalar el campamento V, a 7.700 metros.
Mientras Mallory, allanaba el terreno para instalar las tiendas, Bruce y otro de los porteadores se replegaron para recuperar las cargas que habían quedado abandonadas.
Al día siguiente, otros tres porteadores tuvieron que renunciar a continuar, y el intento quedó cancelado sin poder instalar el campamento VI, que estaba previsto a 8.200 metros.
La segunda cordada partió al día siguiente de la primera, el día 2. Esto era una práctica habitual de las expediciones de la época, que permitía maximizar las posibilidades de éxito ante la imposibilidad de predecir la meteorología.
Estaba compuesta por Norton, Somervell y seis porteadores. Para ellos fue una sorpresa ver lo pronto que los miembros de la primera cordada habían tenido que ir dándose la vuelta. Norton y Somervell ascendían con inquietud, preguntándose si los porteadores que los acompañaban podrían continuar más allá del campamento V.
Efectivamente, dos de ellos tuvieron que darse la vuelta y regresar al campamento base avanzado. Los demás pasaron la noche en el campamento V.
Al día siguiente, tres de los porteadores cargaron con el material necesario para establecer el campamento VI, en un pequeño nicho. De común acuerdo, los porteadores regresaron al campamento IV.
El 2 de junio, Somervell y Norton, partieron del collado Norte con seis porteadores, cruzándose con Mallory y Bruce que descendían.
Escalando sin oxígeno suplementario, alcanzaron el Campamento V aquella noche y se prepararon para su tentativa.
El propio Somervell, nos relataba respecto a la ascensión: Norton y yo nos acomodamos con el fin de fundir nieve para la cena de la noche y el desayuno de la mañana siguiente, contemplando de vez en cuando a nuestros porteadores que descendían por la ladera, y más allá de ellos una puesta de sol que parecía ocupar el mundo entero: desde los dedos dorados del Kangchenjunga, al Oriente, más allá de las lejanas cumbres del Tíbet medio de las que nos separaban varias cadenas de montañas, hasta el Gaurisankar y sus satélites hacia el Oeste, negros sobre el cielo rojo. Recuerdo una curiosa sensación que tuve durante la estancia en aquel campamento, como si nos estuviéramos acercando al borde de un campo que tenía un muro a su alrededor, un muro elevado e insalvable.
El campo era la capacidad humana; la pared las limitaciones del hombre. El campo, me acuerdo, era de un verde brillante y uniforme, y caminábamos hacia su borde, ahora muy cerca de aquel borde, donde el muro blanco grisáceo nos decía: “Hasta aquí, y no más lejos”.
Aquella sensación casi física de hallarme cerca del límite de la resistencia era nueva para mí, y aunque en las montañas he sentido con frecuencia la presencia de un compañero que no se encontraba en el equipo de escaladores solo en aquella ocasión tuve esta definida visión de las limitaciones. Con ella quedé dormido, y dormí notablemente bien, aunque me desperté a las 05,00 am, con la garganta más dolorida que nunca y con la poca grata noticia de que, como informó Norton, el tapón del termo se había salido y ahora no había más remedio que fundir más nieve y hacer más café. Así que eran ya las 06,40 am cuando partimos, llevando con nosotros algunos jerséis, un termo de café y una cámara Kodak de bolsillo: nada más, a excepción de los piolets y una cuerda corta el terreno sobre el que avanzábamos era en un precipicio sencillo pero fatigoso: pedrera que resbalaba a cada paso y rocas fáciles de trepar.
Encontramos un gran parche de nieve sobre el cual Norton talló peldaños, y superado este obstáculo termino la resbaladiza pedrera y ascendimos el resto del día sobre terreno rocoso sencillo, aunque todas las repisas estaban inclinadas hacia fuera y muchas se hallaban recubiertas de pequeñas piedras que nos hacía sentir inseguros.
Sin embargo, el sol fue amable con nosotros y alegro nuestro recorrido. Incluso el viento no era tan desagradable como lo fue el día anterior. De hecho, contábamos con las mejores condiciones meteorológicas posibles. Ojalá no hubiésemos empezado nuestra ascensión tan decaídos como un par de inválidos, hambrientos y debilitados por el mal tiempo de las últimas semanas.
A unos 200 o 250 metros por encima de nuestro campamento pareció como si de repente comenzáramos a notar mucho más los efectos de la altura.
Si hasta entonces habíamos logrado ganar unos 90 metros de desnivel por hora, ahora nuestro avance se vio reducido a poco más de treinta metros. Si habíamos tenido que respirar tres o cuatro veces en cada paso, ahora nos veíamos obligados a hacerlo cada diez o más.
E incluso así, teníamos que detenernos a intervalos frecuentes para recuperar el aliento. Como escribía Norton en el relato que hizo más tarde: “Cada cinco o diez minutos teníamos que sentarnos durante un minuto o dos, y debíamos tener un aspecto muy demacrado…” El lector no debe imaginarnos como un par de valientes ascendiendo en la línea hacia la meta, sino dos carcamales arrastrándose despacio y sin resuello, haciendo frecuentes paradas con mucho acompañamiento de resoplidos, jadeos y toses.
La mayor parte de esas toses me correspondían a mí, como probablemente también casi todos los retrasos; Norton, como siempre, era infinitamente paciente, y en ningún momento sugirió que yo le estuviera retrasando. Finalmente, cuando nos acercábamos a los 8.500 metros, con la cumbre a sólo 800 metros de distancia o menos, comprendí que por mi parte era inútil continuar.
Le dije a Norton que junto a mí no tenía oportunidad alguna de llegar a la cumbre. No solo me dolía muchísimo la garganta, sino que la tenía casi bloqueada, no sé porque razón.
Así pues, busque una repisa apropiada para sentarme al sol y recuperarme un poco y le dije a Norton que siguiera adelante.
Si lo que quedaba de la montaña era tenía una pendiente general tan sencilla como lo que hasta ahora habíamos recorrido, no había peligro particular en seguir solo, puesto que hasta ahora ni siquiera habíamos usado cuerda. Así pues, a 8.500 metros de altura, me senté a observar a Norton.
Pero tampoco él se hallaba lejos del límite de sus fuerzas, y después de recorrer bastante distancia horizontal, pero ni siquiera treinta metros de desnivel por encima de mí, se detuvo en el gran corredor, miro las rocas que quedaban sobre este que resultaron ser más verticales de lo que habíamos pensado y se dio la vuelta.
Al poco tiempo me gritó que subiría con una cuerda, ya que comenzaba a sentir en los ojos los efectos de la ceguera producida por la nieve y no veía bien donde ponía los pies.
Así que subí a reunirme con él, sin olvidarme de guardar en mi bolsillo una muestra de roca del punto más alto que habíamos alcanzado. Nos encordamos. Norton descendió primero y yo detrás de él, preparado para retenerle si en cualquier momento hubiera resbalado por culpa de su problema de visión.
Nos sentamos un rato y evaluamos nuestras probabilidades de alcanzar la cumbre: alrededor de trescientos metros quedaban aún; nueve horas de ascensión al ritmo presente, incluyendo el tramo difícil que había visto Norton por encima del punto más alto que alcanzó, y en el cual la seguridad y el éxito exigían la progresión en cordada.
Era evidente que no hubiéramos alcanzado la cumbre antes de medianoche y comprendimos que, en una noche sin luna en la que casi con seguridad habríamos necesitado algunas paradas para encontrar la ruta de descenso, probablemente hubiéramos muerto de frío.
Habíamos estado en todo momento dispuestos a arriesgar nuestras vidas, pero deseábamos arrojarlas por la borda, así así que decidimos bajar de la montaña y admitir nuestra derrota en buena lid.
No hubo nieve recién caída, ni ventisca ni frío intenso que nos expulsara de la montaña. Sólo éramos dos débiles mortales, y la tarea más dura que la naturaleza ha impuesto hasta ahora al hombre, fue demasiado dura para nosotros.
Moviéndonos despacio y descansando con frecuencia, y tan alejados de la normalidad que por primera vez en mi vida alpinística perdí mi piolet, volvimos cautelosamente sobre nuestras huellas, sin ningún error o resbalón por parte de Norton a pesar de sus ojos.
Hubo una cosa a la que pudimos dedicar mucho tiempo: contemplar el panorama, por supuesto magnifico en toda su extensión. Las grandes cumbres que solo una semana antes veíamos cernirse sobre nosotros con sus impresionantes testas nevadas eran ahora tantas olas en el océano de montañas que había a nuestros pies.
El colosal bastión del Cho Oyu y el Gyachung Kang era un muro que por encima del que divisábamos las suaves montañas calizas del Tíbet, y aún más allá se veían algunas cumbres nevadas en la lejanía, tal vez a 200 millas de distancia. Las montañas casi siempre son más bellas, cuando uno se halla por debajo, pero aún si pierden su gloria individual al verlas desde arriba, es una sensación jubilosa contemplar una vista tan inmensa como la que se nos ofreció aquel día.
En un país que posee la atmosfera más limpia del mundo, tuvimos la suerte de estar muy altos en el Everest en un día excepcionalmente claro. Sencillamente, veíamos todo lo que estaba a la vista, era la experiencia de nuestra vida, y sin embargo completamente indescriptible.
A tan gran altura, las facultades psíquicas se hallaban entorpecidas, y de la misma forma ante aquella increíble extensión de paisaje no lográbamos captar todo su esplendor, así también cuando dimos la vuelta e iniciamos el descenso apenas sentíamos una ligera decepción por no poder continuar.
Comprendimos que era una locura continuar, y en cierta forma estábamos contentos de que la aventura quedara ahí, y de emprender el regreso casi con sensación de alivio por haber pasado ya las peores fatigas.
Llegamos a nuestro campamento y me apodere de la varilla de una tienda como sustituto de mi piolet. De ahí en adelante el camino era más sencillo, así que nos desencordamos.
¡Cómo sentí haberlo hecho! A una altura cercana los 7.600 metros, ya oscureciendo, tuve uno de mis ataques de tos y en mi garganta algo se atascó de tal modo que ya no pude inspirar ni expirar.
No pude, claro está, hacer una seña a Norton ni detenerle, porque ya no había cuerda entre nosotros, así que me senté en la nieve a morirme mientras él continuaba, sin sospechar que su compañero esperaba la muerte sólo unos metros a sus espaldas.
Hice un par de intentos a respirar, sin resultados. Por último, oprimí mi pecho con las dos manos, hice un último y poderoso esfuerzo y la obstrucción cesó.
¡Qué alivio! Escupí un poco de sangre y volví a respirar con libertad, incluso mejor que durante los últimos días.
A pesar del intenso dolor me sentí un hombre nuevo y pronto reanudé el descenso a paso más vivo hasta alcanzar a Norton.
Él pensaba que me había quedado atrás haciendo un bosquejo antes que la luz se desvaneciera por completo, y por fortuna no había estado preocupado.
Desplazándonos en la oscuridad con la ayuda de una linterna eléctrica, llegamos por fin a las proximidades del campamento IV, porque Mallory y Odell, vinieron a nuestro encuentro. Aunque fueron muy gentiles al pensar en traernos oxígeno, no era en absoluto lo que deseábamos; pero de que la noticia de que Irvin preparaba sopa y té caliente en el campamento nos alegró tanto que descendimos hasta las tiendas de muy buen humor.
Qué contraste con nuestra llegada a aquel mismo campamento dos años antes, con Morshead a punto de morir, sin comida ni bebida para nosotros, y ninguna otra alma viviente hasta el campamento III.
Esta vez, llegamos al campamento poco después de las 09,00 pm, y en sólo una hora nos habíamos calentado, habíamos comido y estábamos durmiendo.
En el año 1924, Edward, asumió el liderazgo de la tercera expedición británica al Everest, tras enfermar Charles Granville Bruce, que era el jefe de la expedición y tuvo que afrontar la desaparición de George Mallory y Andrew Irvine.
La altura alcanzada por Edward, fue, según se calculó más tarde, de 8.570 metros SNM. Con ello había superado la marca conseguida por George Finch, en el año 1922, en la primera expedición, instituyendo un récord de altura que permaneció vigente hasta el primer intento suizo de 1952.
Norton fue, además, el primero en alcanzar el inmenso corredor que desciende por la vertiente desde las proximidades de la base de la pirámide somital. Se le denominó Couloir Norton, aunque a menudo se le llama también Gran Couloir.
Se tomaron muchas fotos excelentes en el Everest, entre ellas una de Edward, tomada por Somervell, a los 28.128 pies, es decir, a la máxima altura alcanzada por Edward.
No es una imagen muy llamativa, tal vez a primera vista, sino una que resalta la tenacidad del propósito en cada línea de la figura solitaria, solo, pero aun avanzando.
La magnitud de su logro en esa ocasión se destaca aún más, al comparar la figura en la fotografía de Somervell con las elaboradamente vestimentas y equipadas en imágenes más recientes tomadas aproximadamente a la misma altitud.
Recordemos que después del intento fallido de Norton y Somervell, hubo otro intento más de la tercera cordada integrada por Mallory e Irvine, los cuales, terminó con la desaparición de ambos y la duda durante muchos años, hasta donde habían llegado, que altura habían alcanzado o si habían coronado la cumbre, cosa que con el tiempo y el encuentro de los cuerpos de ambos y efectuando las conjeturas correspondientes nunca arribaron a la cima.
En los años 30, Edward, fue la máxima autoridad colonial en el Distrito de Madrás. Entre los años 1940 y 1941 fue gobernador temporario y comandante en jefe de Hong Kong. Se retiró en el año 1942, con 58 años.
Su conocimiento del Everest era único, además de su experiencia de primera mano, había estudiado mucho todos los aspectos técnicos y psicológicos que producía la montaña a aquellos que la escalaban.
Todas las expediciones desde 1924, lo consultaron antes de salir de Inglaterra, y John Hunt, fue también uno de ellos, el cual contaba sus consejos enfáticos sobre la situación de los campamentos más alto, en la montaña.
Las opiniones de Edward, sobre el uso del oxígeno eran anticuadas; sospechaba que estaba contento de poder dar la razón, o tal vez fue su excusa, por no usarlo en el año 1924, porque el aparato era demasiado grande y pesado, tal vez no estaba satisfecho de que el oxígeno fuera un arma justa para intentar alcanzar una montaña como el Everest.
Siempre fue escrupulosamente cuidadoso para asegurarse de que ningún acto suyo fuera injusto o poco generoso con los demás, lo que explicaba en gran medida el respeto y el amor con los que era considerado por aquellos privilegiados para escalar con él o servir con él en el Ejército.
El 17 de octubre de 1946, arribó a la Argentina, proveniente de Londres, embarcado en el barco highland Monarch, ingresando con la nacionalidad argentina, se desconoce cuál fue el motivo de su visita al país, teniendo en ese momento 62 años, según registros de Migraciones Argentinas.
Fue miembro fundador del Himalayan Club y también, miembro del Mountain Club of India. A lo largo de su carrera recibió las distinciones de la Orden del Servicio Distinguido (DSO, en sus siglas en inglés) y la Military Cross, condecoración concedida “...por actos de valentía ejemplar durante operaciones contra el enemigo...”
Desde la Ciudad del Cabo, Sudáfrica fue llamado para recibir del Club de Montaña de Sudáfrica, la distinción más alta que el Club puede otorgar, que fue la de socio honorario de por vida, por su trayectoria. Distinción que aceptó y para honrar la ocasión, se presentó con su uniforme militar y de coronel comandante R.A.
El doctor Tom G. Longstaff, expresaba sobre Edward, amaba la naturaleza y la vida salvaje; Tenía una fuerte aversión a la publicidad y el hábito de subestimación del inglés. Tenía un gran respeto por la gente común de la India y las montañas, y se esforzó mucho para hablar y entender sus lenguas locales.
Murió el 3 de noviembre de 1954, a la edad de setenta años, en Winchester, Hampshire, ciudad situada en el extremo Sur de Inglaterra.
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