Fundada en 1940 en la provincia de Salta y cerrada en 1979 por un decreto de Martínez de Hoz, siendo que en aquel entonces vivían en el pueblo 3.500 personas, desde allí se realizaron las primeras ascensiones al Volcán Llullaillaco en los años 50 y hoy solo quedan en su cementerio, como testigos, los restos de 400 almas
Conocer el campamento de la mina azufrera La Casualidad en el extremo occidental de la Provincia de Salta, es una experiencia sobrecogedora, que inevitablemente nos invita a pensar el país en que vivimos y en nuestra eterna indecisión: saber qué país queremos.
El año pasado, en nuestra expedición de ascenso al Volcán Llullaillaco (6773 m), decidimos conocer lo que alguna vez fue un pueblo pujante ubicado en el medio de la puna salteña que vivió de la minería y el ferrocarril durante unos treinta años.
Este pueblo -fundado en 1951- estaba habitado por peones, ingenieros, expertos en minas, mujeres y niños, que contaban con un pequeño hotel, confitería, escuela primaria y secundaria, iglesia, cine, teatro, canchas de básquet y fútbol, oficina postal, servicios de luz, teléfono, gas natural, red cloacal y agua corriente, y acceso por ruta.
Allí nacieron, crecieron, se educaron y trabajaron casi tres mil personas desde su fundación hasta el año de su prematuro cierre en 1979.
En ese lugar se procesaba el azufre que se extraía de un cerro limítrofe con Chile, donde estaba la bocamina La Julia, y por un moderno cable carril de 15 km se lo llevaba en su estado natural dentro de vagonetas de unos 200 kg hasta el campamento, para ser enviado en camiones hasta Caipé (pequeña estación de ferrocarril), y desde allí por el ramal C-14 hasta Salta (línea Gral. Belgrano, la misma del actual tren a las nubes, que en esa época llegaba hasta Chile).
Desde este establecimiento minero, Mina La Casualidad, se gestaron y realizaron las primeras ascensiones al Volcán Llullaillaco por Argentina, a principios de la década de 1950.
A fines de los setenta, argumentando cuestiones económicas, el ministro Alfredo Martínez de Hoz hizo cerrarla por decreto. Vendría la época en que se favorecería la importación en desmedro de la industria nacional (paradójicamente, Chile ha seguido operando en el lugar y tiene una mina productiva en su territorio). Fue así que la mina se desmanteló. El pueblo en consecuencia fue abandonado y a lo largo de los años, saqueado hasta el hartazgo.
Hoy su vista es estremecedora: la magnificencia de la puna y sus montañas gigantes, los interminables “mares blancos” que forman los salares, sus “ojos de mar” (oasis de agua dulce) donde habitan flamencos rosados, las coladas de lava que atraviesan las rutas, los guanacos y vicuñas que caminan apacibles y hacen de este su dominio; la ciudad “fantasma” en el medio de la nada, con el viento como único sonido.
Antes de llegar, un fino y alargado hilo amarillo sobre las laderas, son el signo de que alguna vez pasó por arriba el cable carril volcando azufre como reguero. Sólo pedazos de cable, alguna vagoneta caída y una única torre de acero resistiendo de pie, quedan como símbolo de aquella época.
La vista del pueblo abandonado invita a la reflexión, a pensar que habrá sido de aquellas vidas que lo poblaron; las calles vacías, las casas sin techo, el casino del personal jerárquico, la plazoleta y su confitería, la cancha de básquet, una plaza de juego infantil con un casi ilegible cartel que irónicamente la nombra “Manuel Savio”, en honor del padre de la siderurgia nacional.
Frente al pueblo, la planta que fuera la más importante azufrera del país, muestra en hierros retorcidos sus tolvas, calderas y chimeneas. Una inspección por el lugar, permite ver el saqueo al que fue sometido a lo largo de los años.
La capilla está desnuda por fuera y por dentro, un gran tablón de madera apuntalado hace las veces de puerta y sólo una cruz de madera amurada a la pared indica que hubo un pequeño altar; ingresar a la escuela produce sensaciones encontradas, un aula vacía, con su pizarra vetusta y un solo pupitre invita a imaginar a los pequeños aprendiendo sus primeras letras.
Nos fuimos de allí con una sensación extraña, mezcla de congoja y de bronca. Hoy toda la zona está siendo explorada y explotada por empresas en su enorme mayoría extranjeras.
En todo el recorrido nos acompañó una obra de ingeniería majestuosa construida en la década del treinta: el Ferrocarril. Ver por donde transcurría, el esfuerzo económico y humano que debe haber sido emplazarlo, la cantidad de pueblitos hoy deshabitados que lo jalonan, hablan de un proyecto de país que quiso ser y no ha sido.El pueblo olvidado de La Casualidad, no es más que otro ejemplo de nuestro fallido designio y la muestra de nuestra continua duda: no saber qué país queremos ser.
Desde Salta, se toma la Ruta Nacional 51 que va hacia el paso de Sico, pasando por las localidades de Santa Rosa de Tastil, San Antonio de los Cobres, hasta Olacapato. Luego debe continuarse por la Ruta Provincial 27 en dirección al poblado de Tolar Grande al que se llega luego de pasar por el salar de Pocitos y del Diablo. A partir de esta población, se atraviesa el inmenso salar de Arizaro en dirección Oeste y desde allí hacia el Suroeste hasta la abandonada estación de ferrocarril de Caipé. Por la misma ruta, en dirección Sur y aproximadamente a 500 km de la ciudad de Salta, se encuentra la Mina de La Casualidad.
Por la aridez del terreno, la altura (se está siempre por encima de los 4000 m) y la soledad de la zona durante muchos kilómetros más allá de Tolar Grande, es indispensable contar con más de un vehículo en muy buenas condiciones y asesoramiento previo de la zona.
- Por Agustina Ordoqui -
La Casualidad supo ser fuente de trabajo de cientos de campesinos de la puna salteña, hasta que la política de desindustrialización llevada a cabo por la dictadura cargó contra ella. El documentalista Federico Dada rompe el silencio que ocultó por años esta historia.
Es 1979. Corre plena dictadura. Desaparecidos, miedo, desconcierto. Un gobierno militar, dispuesto a acallar a quien sea necesario, da las órdenes. Una cúpula de poder decidida a cambiar los planos de la historia reciente -para mal- las ejecuta.
El norte del país no está exento de la crueldad de la época. La gente de un pequeño pueblito salteño se topa con una triste noticia: la planta minera La Casualidad será cerrada. Cientos se quedarían sin trabajo.
El cineasta Federico Dada quiso indagar sobre esa historia, que llegó a sus oídos como quien escucha un secreto a voces: “Sobre La Casualidad existió un manto de olvido. Ese silencio histórico y las causas del cierre fueron lo que me impulsó a contarlo, porque además esta historia es una fotografía ampliada de las consecuencias del plan económico que aplicó José Alfredo Martínez de Hoz entre 1976 y 1981 sobre miles de argentinos”.
Dada trabajó entonces en la investigación, guion y dirección del documental El Silencio, que se alzó como de los Concursos Federales del INCAA y Televisión Digital Abierta y que se emitirá en la pantalla del Canal Encuentro.
En su trabajo, que reconstruye los hechos de la clausura de la mina, recuerda el proceso de desindustrialización que sufrió Argentina en aquellos años y lamenta que, donde se emplazaba esa planta, hoy sólo haya “tierra arrasada”.
Revista Dínamo: ¿Por qué decidiste hacer el documental El Silencio sobre la historia de La Casualidad?
Federico Dada: Desde hace mucho tiempo que conozco la historia de La Casualidad, una planta minera con su mina y un pueblo en la puna salteña cerrada durante la dictadura en 1979. Alrededor de La Casualidad y su cierre, existió un manto de olvido, como un exilio de la memoria colectiva. Ese silencio histórico sobre La Casualidad fue lo que me impulsó a contar esta historia.
RD: ¿Cómo se produce el cierre de La Casualidad?
FD: En el plan económico que anuncia la dictadura militar el 2 de abril de 1976, están las causas decisivas del cierre, no solo de la Casualidad, sino de cientos de empresas en el país. Hubo un proceso muy fuerte de desindustrialización, se cerraron y despojaron más de 600 empresas, se incrementaron las importaciones y se destruyeron miles de puestos de trabajo. La Casualidad es apenas una dura muestra, un testigo mudo y contundente, de cómo se llevó a cabo el desguace de los sectores productivos durante esos años.
RD: ¿Cuál es la realidad hoy en día de ese pueblo?
FD: Actualmente es todo tierra arrasada. Solo quedaron en pie restos de enormes estructuras de lo que fue la planta industrial, y un pueblo fantasma con sus casas destruidas por el paso del tiempo y los saqueadores. La mina Julia, que se asienta sobre la cordillera, y la estación de trenes Caipe, ambas en la zona de La Casualidad, que eran parte de todo ese complejo donde trabajaron hasta 3 mil personas, son también ruinas entre las montañas. Es muy triste llegar a esos lugares tan inhóspitos y adversos, a más de 4000 y 5000 metros de altitud, y encontrar casas, edificios, talleres, todos abandonados. Dicen mucho de un capítulo negro de nuestra historia.
RD: ¿Cómo fue el trabajo de campo del documental?
FD: Aunque sepas qué querés contar, de la idea a llevarla a cabo, hay un trecho largo. Pero en este proyecto esa distancia es mayor, porque las locaciones necesarias para contar la historia estaban a más de 500 kilómetros de la capital de Salta, por caminos muy difíciles, que solo se los puede hacer en verano. El Estado nacional, con el INCAA y TDA a la cabeza, nos dieron la posibilidad para hacerlo, de otro modo hubiera sido imposible. En la primera etapa del rodaje trabajamos a 4200 metros de altitud en el antiguo campamento La Casualidad, y en las viejas instalaciones de mina Julia llegamos a filmar a 5230 metros de altura. Y luego trabajamos en Salta. Llegamos al rodaje luego de casi un año de investigación. En la tradición de Heródoto, el viajero que llega lugares desconocidos es un narrador necesario de la historia que allí sucede. Y si ésta ha sido silenciada o si el paso del tiempo la olvidó, es necesario ponerla a la luz, alumbrar lo que oscurecen las sombras de la memoria y del tiempo.
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