Los invitamos a conocer una experiencia extrema vivida en un ascenso al cerro Mercedario, un ejemplo vivencial que creemos es importante conocer, porque los errores son las experiencias más valiosas para crecer y madurar
Hace unos días, una amiga médica y montañista de Venezuela, Flor Boscán Hernández, me contó los pormenores de su ascenso al cerro Mercedario con otros andinistas. Por otro lado, leí los desinformes de gente que livianamente utiliza la pluma para alimentar sus bolsillos. Lo hace sin conocimientos del asunto y menos aún de las actividades que se realizan en la montaña. Es una prensa amarillista, que deforma la actividad y desvirtúa a los actores, tanto a los que realizan las mismas, como a aquellos que, con buen sentido del deber social, ayudan a salir de algún aprieto, originado en un incidente o accidente.
El escenario fue la Cordillera de los Andes Centrales, más precisamente, el cerro Mercedario, ubicado en el Departamento Calingasta, en la provincia de San Juan, Argentina.
Reunidos los datos de los que realizaron la actividad y contrastándolos con la lectura de los artículos periodísticos, me propuse hacer esta nota, para intentar aportar algo de conocimiento a aquellos paganos alejados de la actividad y que pueden desconocer por ello la realidad de las actividades en la montaña
Para esto y como premisa de lo que vamos a desarrollar, repetiré una frase de un gran santo católico, Agustín de Hipona o Aurelio Agustín de Hipona, conocido también como San Agustín, quien fue un escritor, teólogo y filósofo cristiano. Nos decía: Conviene matar al error, pero salvar a los que van errados.
Sabemos que el montañismo en todas sus variantes es una actividad de riesgo y como tal, no hay un cien por cien ciento de seguridad cuando se realiza la misma, aunque se tomen todas las medidas o precauciones del caso para enfrentarla.
Sabemos además, que hay peligros objetivos y subjetivos, que se deben tener en cuenta y saber cómo morigerarlos para evitar una situación dolorosa y trágica.
Por eso, quien se adentre a esta actividad debe saber que más allá del llamado de la montaña, deberá tener presente ciertos aspectos que serán los parámetros necesarios para realizarla, como son el conocimiento, el estado físico y técnico y el material y equipo para su desarrollo.
Pero vamos a dejar que nuestra amiga, Flor Boscán Hernández, nos relate tanto el ascenso como los pormenores del mismo, para luego sacar algunas conclusiones y además para agregar algunos conceptos que nos sirvan de conocimiento para nuestro acervo cultural de montaña.
“Nota: Los nombres de mis compañeros de cordada fueron omitidos a petición de ellos”
"Todavía miro los dedos de mis manos y no puedo creer lo que tengo. Sufrí una quemadura por congelamiento grado 3, en las falanges distales de todos los dedos de la mano izquierda y de los dedos pulgar, índice y medio de la mano derecha.
Nunca sabré el por qué los dedos anular y meñique derechos no sufrieron congelamientos. Toda mi vida le he tenido terror a una lesión como ésta y ahora estoy viviendo una pesadilla estando despierta.
Como cirujano de mano es alarmante lo que me pasó, ya que perfectamente pudo haber acabado con mi carrera profesional como cirujano, si no es que ya la acabó... Sin embargo, la pasión como montañista hace que me sienta atraída por el llamado de sirenas que emiten las montañas y no pueda resistir a disfrutar de su belleza, aunque para ello ponga en riesgo mi vida.
Hay formas de disfrutar el montañismo, en solitario o en compañía de amigos, pero yo no entiendo a aquellas personas que cuando están en grupo actúan en solitario. Esa fue la actitud y comportamiento en el cerro Mercedario de un joven chileno de La Serena, amigo de un argentino de Buenos Aires y de un español de Asturias, a quienes conocí en la casa de Jaime Suárez, un viejo amigo de Mendoza, en su interés por querer ayudarme a integrarme a este grupo ya armado, que tenían previsto ascender el Mercedario.
Previo a este encuentro, del 1 al 8 de enero del 2023, decidí ir al cerro Mercedario con Thais Vegas, una amiga venezolana que actualmente vive en Costa Rica, pero el mal tiempo no nos permitió ascender más allá de los 5.100 metros s.n.m. y regresamos a Mendoza. Ese mismo día, ella regresó a Costa Rica y yo me quedé en Mendoza sin un plan fijo.
Al enterarse mi gente querida de Mendoza, que no había hecho cumbre en el Mercedario, comenzaron a aparecer las propuestas. La primera fue de Mariano Muñoz, quien es un español que tiene muchos años viviendo en Mendoza, casado con una maravillosa mujer y montañista, Cristina Pampillón. Él me ofreció que lo acompañara al Cerro el Plata para ayudarlo a reparar el refugio que tiene encargado y de repente, poder caminar por las montañas de diferentes cotas que están por los alrededores del refugio. A Mariano, lo conocí en marzo del año 2000, cuando fui invitada por Jaime Suarez, a participar en la expedición al Nevado Tres Cruces, de 6.749 metros. En ese intento, lamentablemente no se pudo hacer cumbre, por lo que regresamos nuevamente en noviembre de ese mismo año, y en esa oportunidad logramos alcanzar la cima de esa bella montaña, la quinta más alta de América.
Después de la invitación de Mariano Muñoz, Jaime Suarez, este amigo montañista con quien fui al Nevado Tres Cruces y a quien conozco desde hace más de 25 años, me comentó que tenía un amigo de Asturias, España, que vive en Argentina, y que iba a intentar el cerro Mercedario junto con otros dos amigos y que deseaba presentármelos para que me incorporasen a su grupo y así poder regresar a esta bella montaña.
Este andinista español, se iba a unir con otros dos amigos, un argentino que vive en Buenos Aires, y un chileno que vive en La Serena, Chile, con quienes ya habían compartido juntos, otras montañas, es decir, para ellos no era la primera vez, de compartir esta actividad, no así para mí, que recién los iba a conocer en la montaña.
Después de que Jaime me fue a buscar al hotel, en Mendoza, nos fuimos a buscar al español, a la terminal de autobuses y luego, nos fuimos a la casa que tiene Jaime en Potrerillos.
Apenas conocí al español me cayó muy bien, porque es una persona muy conversadora, muy afable, además, muy cariñosa. No ha perdido en nada su acento asturiano lo cual hacía que me encantase escucharlo hablar.
En Potrerillos, él se unió con sus compañeros de montaña, en el estacionamiento de un supermercado. Jaime con su hospitalidad característica, los invitó a quedarse esa noche en su casa. Una casita espectacularmente bella, con una pared tapizada de fotos tomadas en todas las expediciones de Jaime, quien ha dedicado la mayor cantidad de años de su vida en las exploraciones de los cerros de Argentina y de América, sobre todos los cerros de Atacama y los seismiles de América. Un estudioso de la historia y de las exploraciones de los conquistadores de las montañas de América. Estuvimos conversando y decidimos unirnos para ir al cerro Mercedario, pero antes nos fuimos 3 días al cerro el Plata para iniciar el proceso de aclimatación.
Luego, nos trasladamos y llegamos a Barreal, un pequeño poblado ubicado en el departamento de Calingasta, en la provincia de San Juan, al atardecer del 13 de enero, nos quedamos en una posada, dónde nos bañamos, cenamos y dormimos plácidamente.
Al día siguiente, después del desayuno, con el coche del argentino, nos fuimos hasta el refugio de Laguna Blanca atravesando ríos y sorteando rocas en el camino.
En el largo trayecto, el chileno, hablaba de temas extraños y se quedaba dando vueltas alrededor de los mismos temas horas y horas. No pudimos estacionar el auto en la playa del refugio, porque el río había destruido el último tramo del camino, por lo que lo dejamos estacionado al margen en un lugar seguro. Sacamos los morrales los cuales venían cargados con comida y equipo e iniciamos la marcha hacia Guanaquitos, a 3.600 metros s.n.m.
Al llegar al campamento, ocurrió un detalle y fue el siguiente: Cuando el chileno sacó su carpa para armarla, yo me acerqué con la intención de ayudarlo en la tarea, pero él de forma muy esquiva me dijo que lo haría solo. Luego comenzó a decir en voz alta:
“Salgan de su zona de confort”…
Como yo no entendía lo que él estaba haciendo, le pregunté al argentino, quien me explicó que el chileno, había decidido que ya no quería compartir conmigo su carpa sino que deseaba que fuese el español, su compañero. Para mí fue muy desagradable la forma como el chileno expresó su deseo de ya no compartir la carpa con mi persona. Con un malestar muy grande le comenté al argentino, que yo tenía una carpa y que perfectamente la habría podido traer, para no vivir esta situación.
El argentino, quien es un caballero, al ver mi malestar me tranquilizó haciéndome una cordial invitación a convertirme en su nueva compañera de carpa durante el resto del viaje.
¡Gracias a Dios que eso ocurrió! Porque me dio la oportunidad de compartir con una excelente persona.
Ese cambio de decisión a mí me desconcertó, porque no le había hecho nada malo, siempre traté de portarme bien como compañera de carpa, pero el chileno, en forma voluntaria había decidido que él quería estar con el español, su compañero en otras expediciones, con quien él hacía una buena química, una buena cordada, se llevaban muy bien, eran muy buenos amigos y quería compartir junto a él la expedición, cosa que yo luego entendí perfectamente. Me dejó claro que el chileno, era un tipo raro en su manera de ser.
Ese día cocinaron pasta, solo pastas sin ningún tipo de salsa ni sal. Yo realmente como de todo, pero debo confesar que mi porción la desaparecí enterrándola por allí. Echaba de menos el excelente menú que habíamos llevado mi amiga venezolana y yo, el cual organizamos meticulosamente considerando groso modo, los porcentajes tanto de proteínas, grasas y de carbohidratos. Habíamos degustado, entre otras, unas deliciosas comidas deshidratadas preparadas por un gran amigo de Caracas. Con los muchachos, tuvimos que comprar los alimentos en un pequeño supermercado de Barreal, donde la variedad y opciones fueron muy limitadas, además que el menú se hizo en el propio pasillo del supermercado escogiendo los productos.
El día 15 de enero, levantamos campamento y subimos hasta Cuesta Blanca, a 4.200 metros s.n.m.
Allí hicimos el campamento en una pirca diferente a la pirca que había utilizado cuando estuve con mi amiga venezolana. Me dio un poco de nostalgia ver nuestra pirca vacía. Encontramos a un grupo acampando en un punto mucho antes de llegar a la cuesta. Ellos iban ya de retirada al igual que un brasilero con quien nos cruzamos.
Los días habían estado soleados y eso había ocasionado que encontrásemos el charquito de agua de deshielo que se formaba al pie del glaciar lleno de penitentes, con lo cual pudimos hidratarnos sin recurrir a las cocinas para derretir nieve.
Almorzamos y estuvimos conversando hasta que el día llegó a su fin. Ninguno de nosotros manifestó que se sentía mal ascendiendo cada día a una cota de mayor altura, estrategia riesgosa para quienes no asimilan con rapidez los cambios de altitud.
El día 16, subimos hasta Pirca de Indios. Estaba todo nevado y no fue nada fácil llegar, porque la nieve blanda hizo difícil su aproximación. Pusimos las dos carpas dentro de la misma pirca, tarea que fue bien complicada. Quedaron muy ajustadas, pero funcionó perfectamente.
Al otro día, 17 de enero, ascendimos hasta La Hollada. La ascensión fue bien penosa porque estaba todo nevado con nieve blanda y el chileno en vez de ascender por toda la parte central de la última colina antes de llegar a La Hollada, decidió irse por el flanco izquierdo de la ladera con lo cual nos expuso a una caída por la cuesta, ya que en ese momento no teníamos los crampones puestos ni tampoco contábamos con piolets.
Poco a poco, fuimos tallando peldaños hasta pasar la ladera y llegar al otro lado, donde felizmente arribamos al campamento a 5.660 metros s.n.m.
La Hollada estaba completamente nevada. La profundidad de la nieve era entre 40 a 50 centímetros. Como había habido un día soleado, en algunos lugares había poca profundidad de la nieve y en uno de ellos decidimos montar las carpas y sujetarlas con rocas que encontrábamos buscando por debajo de la nieve.
Recuerdo que alguien me dijo que sentía presión en la cabeza, no recuerdo exactamente quién fue, pero a pesar de la sintomatología, aparentemente no se agravó, yo no me preocupé. A lo lejos se veían dos cruces que estaban allí colocadas en recuerdo de personas fallecidas.
El argentino y yo queríamos hacer un último campamento en El Diente, a 6.150 metros s.n.m., por recomendaciones de Jaime Suárez y Mariano Muñoz, pero después de deliberar los pros y los contras, decidimos atacar la cumbre desde La Hollada.
Decidimos salir hacia la cumbre a las 02:00 horas, del día 18 de enero, porque el parte meteorológico pronosticaba que ese día y mejor aún el día 19, serían unos días soleados sin mucho viento.
Eran los días ideales para intentar la cima, pero durante la noche el viento era tan fuerte que desde la carpa vecina nos gritaron que era mejor esperar un par de horas más y salir a las 04:00 de la madrugada. No recuerdo con nitidez los detalles de los preparativos para salir a caminar esa madrugada, todo en mi mente parece estar resumido en solo una ascensión larga y tediosa que iba zigzagueando a través de rocas y tramos con nieve.
Teníamos dos opciones para ascender hacia la cumbre según lo que había estudiado previamente en los mapas y en el track registrado en mi GPS, una de ellas era subiendo por la cresta de la ladera y la otra opción era flanqueando la vertiente Noroeste de dicha ladera. Decidimos ir por toda la cresta.
En la medida que fueron transcurriendo los días, yo observaba que de los cuatro miembros que conformaban el grupo, el chileno, destacó por ser el más fuerte de todos, siempre se alejaba y tomaba las decisiones del rumbo de nuestra marcha a pesar de no conocer la montaña previamente. Cuando íbamos camino a Pirca de Indios, yo advertí que estábamos fuera del track y, a pesar de eso seguimos sus pasos. Era un hombre muy meticuloso en sus acciones con rutinas muy bien estructuradas y parecía el más capaz de todos los cuatro. Por esa razón, le entregué mi GPS a él, para que se apegara al track de la ruta y fuera escogiendo con mucho cuidado por donde ir sobre la cresta y no nos hiciera caminar por otro lado innecesariamente, pero me da la impresión que nunca necesitó del mismo, porque tomaba decisiones según su intuición para encontrar el acceso hacia la cumbre.
Recuerdo un largo arenal por el lado Noroeste de la arista, donde subíamos tres pasos y bajábamos dos. Tardamos muchísimo tiempo para subir. No sé si fue correcto subir por allí según el track o simplemente fue una decisión de él, lo cierto es que nos agotó sobremanera. Al llegar al punto llamado El Diente, me llamó la atención que había un pequeño espacio donde se podían instalar dos carpas y hubiese sido muy estratégico el poder haber llegado hasta allí y atacar la cumbre al día siguiente desde ese punto.
Duramos todo el día subiendo por la cresta ascendiendo hacia la cumbre del Mercedario. Ya muy tarde como a las 18:00 horas, en un punto me encuentro al chileno quien me dice:
“Flor, tenías razón al decirme que allá al final de esa ladera era la cumbre del Mercedario. Yo vengo de regreso de la cumbre”.
¿Ya tú vienes de la cumbre? Le pregunto otra vez como para asegurarme de que había escuchado bien.
“Sí, ya yo vengo de la cumbre, fui y regresé. La cumbre está más o menos a una hora de aquí”.
Eso me cayó malísimo, porque tenía la ilusión de que llegaríamos todos juntos a la cumbre, pero como no acordamos nada previamente, pensé entonces que quizás esa era la forma de actuar de ellos como grupo en las montañas, la de que cada quien hiciese solo la cumbre y bajase.
También pensé que si ya nosotros no podíamos continuar por lo tarde que era, el chileno sería el único que habría hecho cumbre. Habiendo luchado tanto para llegar al Mercedario y solo faltando una hora, según el chileno, para llegar a su cima, yo me dije: No, nosotros vamos a llegar a la cumbre y no importa que bajemos de noche, porque tenemos el track del GPS.
Le pregunté nuevamente cuánto tiempo quedaba para ir a la cumbre y me respondió que aproximadamente una hora y que él nos esperaría sentado en ese sitio.
Yo contaba con el chileno, manteniéndose unido a nosotros y con el track del GPS, íbamos estar completamente a salvo, porque el track nos llevaría nuevamente hasta el campamento La Hollada.
A pesar de lo tarde que era y tan sólo faltando una hora para llegar a la cumbre, no podía darme media vuelta y bajar, sentía que ya estaba muy cerca de lograr el objetivo. Y como el chileno esperaría en ese punto y él tenía mi GPS, era cuestión de llegar todos a la cumbre y bajar hasta él, para continuar el descenso hacia La Hollada, todos juntos.
Él me explicó que sólo faltaban esas tres últimas lomas y que la última era la cumbre. Yo lo dejé y seguí como hipnotizada hacia las lomas, no miré hacia atrás sino que solo estaba enfocada en subir y subir.
Superé la primera loma, superé la segunda loma y cuando llegué a la tercera loma, mi sorpresa fue que no había más nada sino un tramo plano como de 15 metros aproximadamente, y al fondo, al final de ese pasillo, había una banderita que estaba en un pequeño mástil: ¡¡¡la cumbre del Mercedario!!!!.
Eran las 18:58 horas, según mi reloj. Saqué mi cámara fotográfica que llevaba dentro de mi chaqueta para protegerla del frío inclemente.
Me quité los mitones, por unos segundos, para manipular los botones de la cámara y le tomé fotos a la banderita metálica argentina que giraba por acción del viento dejando rechinar el roce metálico y oxidado de su unión al mástil. También le tomé fotos a la fantástica vista que me rodeaba a los 360°. El viento no soplaba muy fuerte y todo estaba despejado. Luego, enfoque la cámara hacia mi cara y tomé un video en donde expresé que le dedicaba la cumbre a mi mamá y a Ramón Blanco, mi mejor amigo de montaña. Fue muy breve el tiempo que dure en la cumbre. No lloré de felicidad, sólo sentí la satisfacción del logro en todo mi ser. Comencé a bajar de inmediato.
Posteriormente al revisar las fotos tomadas en la cumbre, me di cuenta que la cámara estaba congelada y todas las fotos salieron distorsionadas. Por otro lado, al volver a leer el capítulo del Mercedario en el libro “Más Alto que los Cóndores” descubrí que coincidencialmente, habíamos hecho cumbre el mismo día, un 18 de enero, pero 89 años después, que lo hicieron Adam Karpiński y WiktorOstrowski, integrantes de la primera expedición polaca en 1934.
Antes de comenzar a bajar de la colina cimera, vi que el español y el argentino estaban muy cerca. Les tomé una foto y continué mi descenso. Al encontrarme con ellos, el español me comentó que se sentía apunado, que se sentía mal, que esa loma (el acarreo) por donde nos había metido el chileno, lo había agotado terriblemente.
El español, fue el hombre que abrió la huella durante toda la primera parte de la ascensión a la cumbre, ese día debido a que el chileno, tenía las botas rotas. Siendo un hombre con una extraordinaria fortaleza física, en ese momento se sentía muy débil y eso fue un signo de alarma que no supimos leer. Estaba desarrollando un edema cerebral delante de nuestras caras y, no nos dimos cuenta. Me dio la impresión de no verlo desorientado, ni desvariando, ni descoordinado, sino que estaba aparentemente “normal”, solo cansado. En un intento por darle ánimo le digo:
“Aquella loma que está allá es la cumbre, ya no te queda nada, solo son 50 metros más. Vayan a la cumbre que yo los espero aquí”.
Me quedé allí esperándolos, viéndolos subir, desaparecer por unos minutos para llegar hasta la banderita, volver a aparecer en el borde de la loma y descender hasta llegar cerca de mí.
Ya de regreso de la cumbre, veníamos los tres en este orden, yo venía de primero, detrás de mí venía el español y luego, el argentino. Ellos me piden que saque el GPS y les indico que lo tiene el chileno, lo cual a los dos les causó sorpresa. Les explico que se lo di porque consideraba que al ser él el más fuerte del grupo, era el líder quien debía tener bien clara la orientación por dónde buscar el camino, sin embargo, el chileno no estaba por ningún lado.
No sé en qué punto, no sé cuánto tiempo transcurrió después de haber bajado de la cumbre, cuando el español, perdió el equilibrio y pasó por mi lado izquierdo para caer por el glaciar deslizándose ladera abajo por el flanco Sureste de la cresta por donde nosotros habíamos ascendido a la cumbre. Se deslizó de costado izquierdo, luego fue girando sobre su espalda sin golpearse con nada en su descenso en completo silencio y sin hacer ningún gesto de temor o de terror. Lo hizo suave, continuo, sin hacer ningún intento por detenerse. Yo veía con incredulidad todo aquello sin poder hacer nada para ayudarlo.
Observaba con terror como bajaba por esa cuesta de nieve y solo deseaba que no se matara. No sé si ese era el Glaciar del Caballito en su parte superior, pero era el glaciar que está en la vertiente Sureste de la cresta por donde nosotros habíamos ascendido hacia la cumbre. Yo quería que parara, que parara de deslizarse hasta que finalmente y por un milagro, se detuvo suavemente como a 80 ó 100 metros de mí, ladera abajo. Sin pensarlo dos veces, comencé a descender hacia él. Tomé sus bastones que quedaron tirados en la nieve muy cerca de mí y seguí bajando hasta llegar a él.
El argentino, al ver lo que ocurrió se dejó deslizar autofrenando con el piolet en mano. El español, no mostraba signos de haberse golpeado con nada, simplemente se levantó, tomó sus bastones y comenzó a remontar ladera arriba hacia la arista, pasando perpendicularmente sobre la traza de nuestras huellas dejadas por nosotros al ascender a la cumbre. Lo que me sorprende es que yo crucé perpendicularmente también la traza de nuestras huellas y seguí hacia la cresta. El español, iba detrás de mí siguiendo mis pasos. El argentino, por su parte igualmente comenzó a remontar hacia la cresta, pero como 20 metros más arriba de nosotros por el lado que venía de la cumbre. Una vez en la cresta, el español me pregunta:
“¿Por dónde es la ruta?”
Y pensando que estábamos cerca de aquel acarreo que habíamos subido por el lado Noroeste de la cresta, le digo que bajemos por ese flanco. Era obvio que lo que había que hacer era seguir hacia abajo la traza de nuestras huellas, pero la habíamos dejado atrás. El agotamiento no nos hizo razonar correctamente.
No tardó mucho tiempo cuando el español vio al argentino que también estaba bajando por esa ladera Noroeste de la cresta. El argentino, estaba a nuestra izquierda como viniendo del lado de la cumbre y ya tenía la frontal encendida. Él, había decidido bajar por esa ladera porque pensaba que era una mejor opción, ya que en poco tiempo nos daría una vista franca al campamento y porque prefería evitar la pared gigante que tanto trabajo nos había costado subir.
Yo me fui a su encuentro tratando de hacer una diagonal para interceptarlo. Saqué mi linterna y la encendí para lo cual me tuve que quitar los mitones nuevamente.
La noche cayó rápido y todo estaba en completa oscuridad. En la medida que fui descendiendo, el español, se fue quedando atrás. A gritos le pedía que no se separara de mí, pero se fue alejando y sus respuestas a mis llamados eran cada vez más lejanas, pero se le entendía que estaba bien, que “no estaba muerto todavía”. Noté que el español nunca prendió su linterna haciendo imposible darnos cuenta de su ubicación. Luego me enteré que se le había caído junto con su celular al momento de deslizarse por la cuesta. A mis gritos de llamado:
“Españoooooool, Españoooooool ”….Nada. El español dejó de contestar.
Al llegar cerca del argentino, continué descendiendo detrás de él quien bajaba rumbo a una luz que él creía era la luz de un campamento, pero yo veía que aquella luz era una estrella en el firmamento. Así estuvimos un breve rato hasta que paró y me dijo que no podía más, que estaba agotado y que tenía que descansar.
La situación era complicada porque sabía que teníamos que mantenernos en movimiento para conservar el calor, pero el agotamiento impedía continuar la marcha. Por otro lado, el español se había quedado atrás y de seguir bajando era abandonarlo a su suerte, así que teníamos que vivaquear. Estábamos a 6.100 metros de altura.
Con las botas hice un surco en la nieve y me senté en el labio superior de ese surco. La idea era que fuese un escalón donde mis pies pudiesen quedar apoyados y evitar que mi cuerpo se deslizara ladera abajo. Los dedos de mis manos habían perdido su destreza y estaban entumecidos. No podía utilizarlos para quitarme o ponerme los crampones, por lo que preferí dejármelos acoplados a las botas. Coloqué el morral sobre mis piernas y no metí mis botas dentro de él, porque tenía los crampones puestos e iba a ser muy engorroso el proceso.
Me dieron náuseas y comencé a vomitar, pero no tenía nada en el estómago. Me acosté de costado derecho dándole la espalda al argentino quien se colocó a mi lado izquierdo. Nos pegamos el uno al otro en un intento por darnos calor.
El recuerdo que tengo de esa noche es que transcurrió entre despertar y dormir, entre sentir aisladas ráfagas de viento impactándome en la cara, entre comer nieve para mitigar la sed, sentir mi respiración agitada como si me faltara el aire, descubrir que la punta de mi nariz y de mis dedos de las manos estaban duras como la madera y darme cuenta que se estaban congelando. Fue terrible, impotente, pero guardé la calma o quizás me resigné a la situación. Por otro lado, con el caer de la noche se me ocurrió subirme las gafas de protección a la frente para poder ver mejor en la oscuridad.
Al momento de vivaquear ya sentía que mi ojo izquierdo tenía una visión borrosa y de quedar ciega sería un desastre, así que me coloque nuevamente las gafas de protección y no me las quité más. Durante toda la noche estiraba las piernas, luego me dejaba caer y al flexionar las rodillas volvía a quedar acurrucada apoyada sobre el surco de nieve. El cielo estaba estrellado y la noche fue un poco venteada, cuando miré el reloj me sorprendí que eran las 04:00 horas, y en pocas horas amanecería.
Yo llevaba puesto una franela manga larga de tela dryfit, un interior largo camisa y pantalón de grosor intermedio, un forro polar fino, un chaquetín de plumón, una chaqueta de pluma sintética (PrimaLoft) y encima de todo eso una parka muy gruesa de pluma Absolute Zero de la Mountain Hardware, la cual considero me salvó la vida. Llevaba mi pantalón alpino y sobre él un pantalón fino de Goretex. Un par de medias gruesas y encima unas doble botas La Sportiva modelo Baruntse. Tenía un buff fino en el cuello y en la cabeza tenía una balaclava, sobre ella un buff de fibra polar fina y las dos capuchas de las chaquetas. Para proteger los ojos llevaba las gafas de protección de Ramón Blanco, quien las usó en el Everest en el año 1993. Pude aguantar el frío con todo lo puesto encima, sin embargo, no pude evitar el congelamiento de mis dedos. En las manos tenía unos guantes finos dentro de unos mitones de pluma Mountain Hardware que no dieron la talla y fueron la razón de mi accidente.
Cuándo empezó a aclarar, me giré para mirar hacia arriba y vi, gratamente sorprendida, que el español estaba como a 50 metros de mí. Saqué el teléfono satelital y llamé a Jaime Suarez. Le expliqué la situación y muy alarmado me sugirió que remontásemos a la cresta y que no descendiéramos por el glaciar.
Él pensaba que estábamos en Glaciar del Caballito por lo que era mejor sugerirnos que remontásemos la cresta nuevamente, pero nosotros sí estábamos seguros que nos encontrábamos en el glaciar de La Hollada.
Me levanté, me coloqué el morral, tomé mis bastones y remonté hacia el español. En la medida que me iba acercando, a gritos le preguntaba:
¿Cómo te sientes? ¿Cómo estás?, a lo cual me respondió:
“¿Qué hago yo aquí? ¿Por qué estoy yo aquí?”…
Esas preguntas me dejaron desconcertada y hasta me dieron risa. De inmediato me di cuenta que el hombre tenía un edema cerebral en evolución. No estaba lúcido. No se acordaba por qué había pasado la noche entera allí, pero lo que más me horrorizó fue cuando llegué a su lado y me dice que tiene su mano derecha congelada.
Con horror veo que su mano derecha estaba cubierta por un guante fino de color negro que no le había dado la suficiente protección a los dedos y tenía la rigidez característica cuando algo está congelado y tieso. Descubrí que su mitón estaba muy cerca de ella y que afortunadamente no se lo había llevado el viento.
Tomé el mitón y se lo coloqué lo mejor que pude, sujetándoselo a la muñeca con la cinta de velcro que traía. Tenía el alma desgarrada porque sabía que esa mano iba a evolucionar muy mal.
De inmediato hice dos llamadas más por el teléfono satelital, una a Oscar Serapio y la otra a Víctor Montiveros, amigos de Mendoza y San Juan respectivamente. Éste último llamó a Gendarmería para pedir auxilio. Todavía me estoy dando látigos por haber hecho esas llamadas, ya que el precio por la ayuda prestada por Gendarmería fue la difusión de la noticia del rescate a través de todos los periódicos argentinos, con fotos publicadas de mi persona sin mi autorización y con un matiz de amarillismo total.
Entendí de la peor manera el por qué siempre mis amigos montañistas me decían que a la hora de una emergencia era preferible llamar primero a los amigos antes que llamar a Defensa Civil en Venezuela o Gendarmería en el caso de Argentina.
Cuando llamé con el teléfono satelital a Jaime Suarez, él me sugirió que remontásemos a la cresta nuevamente porque era mucho más seguro que continuar bajando por el glaciar.
Jaime, no me entendía con claridad porque la conexión satelital no era buena y se distorsionaba mi voz, hasta que se cortó la llamada. Le comenté al argentino lo que me había dicho Jaime, pero me respondió que él pensaba que el español no tendría las fuerzas suficientes para remontar a la cresta por lo que el plan era continuar faldeando por el glaciar de La Hollada hasta llegar al campamento.
Después de acomodarle el mitón al español en su mano derecha, se acercó el argentino a nuestro lado y propuso bajarlo utilizando la técnica del “culo-patín” o “culo-cross” como decimos en Venezuela. No quería que el español bajase solo porque se encontraba muy débil y además, se podía volver a caer por la ladera.
El argentino se sentó en la nieve, detrás de él se sentó el español y puso sus piernas a cada lado de las del argentino y yo me quedé de pie empujando el morral del último del dúo con mi bastón de marcha, cuesta abajo, a la cuenta de tres.
Así estuvimos bajando poco a poco, un buen rato, hasta que la inclinación de la pendiente de nieve se suavizó. Luego, cambiamos la estrategia y decidimos caminar colocando al español en el medio enlazando nuestros codos, yo ubicada del lado del monte y el argentino del lado de la valle. Fuimos sincronizando hasta la forma de dar los pasos, comenzábamos con pierna derecha seguíamos con pierna izquierda, luego pierna derecha y así, hasta que parábamos para descansar brevemente.
A la medida que fue transcurriendo la mañana del bello día 19 de enero, y entrando en calor, el español, se fue recuperando, recobrando sus fuerzas y energías en la medida que fuimos descendiendo, pero desafortunadamente yo me fui debilitando y deteriorando. Dábamos como 10 pasos y me dormía caminando por lo que tenía que sentarme y esperar por lo menos cinco minutos.
En esas largas paradas, mis compañeros aprovechaban para comer hielo. En la medida que seguimos bajando, El español seguía sintiéndose aún mejor. Como estábamos enganchados con los brazos, él trataba de apretarme hacia él para que yo no me desplomase, porque veía que cada vez tenía menos fuerzas.
Lo mismo le ocurrió con el argentino, al principio el español, se apoyaba en el argentino, pero en la medida que fuimos avanzando por el glaciar, fue el español quien terminó agarrándole la mochila para que el argentino no se le cayera por el otro lado. Al final terminó el español aguantándonos a los dos.
Al igual que la noche del vivac, el recuerdo que tengo de ese día 19 de enero, era muy vago. Estuvimos faldeando el glaciar de La Hollada en su parte superior. No queríamos bajar hasta el fondo del glaciar por temor a las grietas. Estuvimos bordeándolo por toda la ladera Noroeste de esa cresta por donde subimos a la cumbre. Fuimos rodeándolo hasta alcanzar el campamento La Hollada.
Recuerdo que las distancias eran infinitamente largas, que la marcha era exageradamente lenta, que en la medida que el español se apoyaba en mí sentía un dolor horrible en el cuello, pero no quedaba otra que seguir, sentía un sueño profundo que cerraban mis ojos en forma espontánea a pesar de tratar de evitar quedarme dormida con todas mis fuerzas. Eso me obligaba a pedirle a mis compañeros que me permitiesen sentarme para dormir, aunque sea un ratico, durante el cual me desconectaba del mundo, perdía la consciencia, hasta que me despertaba otra vez, recuperaba unos gramitos de fuerza y volvía a incorporarme para seguir avanzando. Ese día, fue un día espléndido, soleado y sin nada de viento. Yo sentía mucha nostalgia por lo que estaba ocurriendo ya que de haber bajado el día 18, todos juntos, contando con el chileno y mi GPS, este día 19 hubiese sido perfecto para llegar hasta Laguna Blanca, sin ningún contratiempo.
A lo lejos el argentino, divisó las carpas del campamento. Yo creía que eran dos rocas, pero en la medida que nos fuimos acercando, tomaron forma y sí, eran las dos carpas de nuestro campamento en La Hollada. Luego, comenzaron a aparecer las dos cruces y con ellas se confirmaba absolutamente que se trataba de nuestro campamento. Al final del día, finalmente llegamos. Ya estando muy cerca de las carpas y tras nuestros gritos, el chileno salió hacia nuestro encuentro y fue derechito hacia el español y mi persona con algo para hidratarnos. Tomó mi morral y lo cargó hasta el campamento.
Cuando el chileno bajó de la cumbre y continuó hacia el campamento La Hoyada, llegando en la madrugada del 19, a las 00:15. Pasó de largo el campamento, descendió 100 m más abajo y luego, al darse cuenta del error, regreso por su misma traza de huella logrando llegar a su destino final. Mi GPS dejó registrado todo el track tanto de ida como de vuelta de ese día de cumbre.
Al llegar a mi carpa me tiré de cabeza sobre mi saco de dormir y ahí me quedé rendida no sé por cuánto tiempo. Al cabo de unas horas, me quité las botas externas junto con los crampones y me metí dentro del saco de dormir con los botines internos puestos sobre mis pies.
Sabía que teníamos que derretir agua e hidratarnos urgentemente, pero el agotamiento era tan extremo y las manos estaban tan torpes e insensibles que ni eso me provocaba hacer.
El argentino por el contrario, si se hidrató abundantemente y comió algo con lo cual sus fuerzas se recuperaron. Ya estando dentro de mí saco de dormir me quité los guantes y vi con mucha preocupación que las falanges distales de todos los dedos de mi mano izquierda y los dedos pulgar, índice y medio de la mano derecha, tenían una coloración violácea producto de la quemadura por congelamiento. No tenía nada de dolor, pero luego al pasar la noche, comenzaron a dolerme lo cual me tranquilizó.
La noche del día 19, fue muy venteada y acompañada de viento blanco. Toda nuestra carpa se llenó de nieve tanto por fuera como por dentro a pesar de tener las puertas completamente cerradas, sin embargo, nuestra carpa resistió la furia de la tormenta que nos azotaba.
El argentino me pidió que llamara por el teléfono satelital, para avisar que habíamos llegado al campamento de La Hoyada, pero yo no tenía fuerzas para hacer eso y le pedí que lo hiciera él. Sin conocer el funcionamiento del teléfono satelital, logró hacer la llamada y avisar que estábamos vivos y a salvo.
La suerte no fue la misma para la carpa del chileno la cual quedó destruida con la furia del viento.
Un cúmulo de nieve cubrió el saco de dormir sobre los pies del español, mientras dormía profundamente por el agotamiento y lamentablemente para él, este contacto al frío y la nieve le ocasionaron unas segundas congelaciones, esta vez en sus pies. No sé por qué el chileno, no avisó oportunamente de esta situación, porque pudimos haber recibido al español en nuestra carpa para darle seguridad y cobijo. Tampoco sé por qué el chileno no se preocupó por su amigo de carpa. Llama la atención que nunca le preguntó por qué habíamos bajado al final del día siguiente después de haber hecho cumbre. Increíble ese comportamiento.
El día 20 de enero, amaneció con muchísimo viento. El chileno y el español no tenían la protección de la carpa. Con el teléfono satelital le mandé un mensaje a mi amiga venezolana, quien estaba en Costa Rica y ya Víctor Montiveros, le había avisado lo que estaba ocurriendo, para pedirle el parte meteorológico de ese día. Ella me informó que el viento amainaría a partir del mediodía. Igualmente puse mi reloj Suunto, en modo barómetro y al ver que la presión estaba subiendo, indicaba que las condiciones meteorológicas mejorarían.
Teniendo el teléfono satelital encendido recibí dos llamadas de un número desconocido, resultó que eran los de Gendarmería, quienes me pidieron que le explicara nuestra situación. Le describí milimétricamente la condición del argentino, el español y mi persona. Ellos nos esperarían en el segundo campamento, el de Cuesta Blanca tan sólo dos campamentos más abajo de nosotros.
Sabía que estaba muy deshidratada y tenía la cara edematizada al extremo, no sé por qué, supongo que por efectos del frío y el viento que me pegó en la cara durante el vivac, pero no estoy segura. Una vez que la tormenta amainara, tenía en mente abrir la puerta de la carpa y comenzar a derretir nieve con la cocinita del argentino, para hidratarme con jugo mezclado con una tableta Nuun de sales minerales y reponer fuerzas con algo de comida. Mis manos estaban torpes e insensibles y sabía que sería una tarea cuesta arriba a menos que le pidiese ayuda a mi compañero de carpa.
Nada de eso pude hacer, porque al mediodía al chileno le entró un ataque de querer bajar de inmediato dejando abandonado todo lo que teníamos. Yo comencé a recoger rápidamente mis cosas para no dejarlas allí.
El chileno quería que se dejaran las carpas a lo cual me opuse rotundamente. Su carpa estaba destrozada por lo que no importaba dejarla (contaminando a la bella montaña), pero la carpa del argentino estaba en perfectas condiciones y podía servirnos de refugio en caso de que fallasen nuestras fuerzas nuevamente.
Discutimos fuertemente y como no nos poníamos de acuerdo, él decidió irse por su cuenta e iniciar el descenso solo. Yo le pedí que me devolviera mi GPS antes de irse. Lo buscó entre sus cosas y me lo entregó de mala gana.
El argentino intervino e intercedió explicándome que el chileno tenía razón, que teníamos que bajar cuanto antes para buscar el abrigo de las cotas inferiores. Yo acepté, pero pedí que me diesen tiempo para derretir nieve, rehidratarme y terminar de recoger mis cosas, pero ese tiempo no se me concedió y tras súplicas logré recoger casi todo mi equipo excepto mis crampones.
El chileno quería que dejara abandonados mis crampones arriba, pero yo le expliqué que no sabía caminar sin ellos (mentí al respecto para forzar mi necesidad de llevármelos) y que me podía resbalar si encontrábamos una ladera nevada.
Él tomó mis crampones y los metió en su morral. Tras esa fuerte discusión comenzamos a ascender la pequeña colina en cuya cima se veía claramente el campamento de Pirca de Indios al final de la ladera.
Con mucha dificultad logré ascender la colina y una vez arriba empezamos a descender hacia el siguiente campamento. En Pirca de Indios Inferior había una carpa y nos recibieron dos montañistas, un noruego de 72 años, PetterBjørstad, y un norteamericano, Adam Walker. El noruego era guía de montaña y se le quebró la voz cuando me escuchó sollozar al verme mis manos congeladas.
Nos dieron de comer chocolate, café y nos hidrataron con agua de un arroyo producto del deshielo de los penitentes, lo cual era como agua destilada sin nada de minerales y yo sabía que me deshidrataría aún más.
Teniendo las tabletas Nuun en el bolsillo de mi morral no se me ocurrió sacarlas para mezclarlas con dicha agua. Reconozco que no colaboré en nada para tratar de recuperarme físicamente y eso no estuvo correcto, mis fuerzas se derrumbaron completamente.
Fue como un efecto de “bola de nieve”, el mismo deterioro físico no me dejaba luchar para recuperar mis fuerzas y eso agravó mi condición física aún más. Allí es donde el compañero de cordada que se encuentre en buenas condiciones tiene un rol primordial en ayudar y cuidar sus otros compañeros, para detener ese proceso. Solo con simples conocimientos básicos de fisiología y patologías de montaña, esto se podía evitar, pero el afán de bajar y bajar, no dejaba lugar para una rehidratación oportuna y eficiente.
El guía noruego me pidió que sacara el teléfono satelital y avisara a los de Gendarmería que estábamos bien, pero no lo encontré en mi morral. Estaba en el morral del argentino, a quien se lo había entregado en La Hoyada para que me ayudara a llevarlo junto con otras cosas que metí dentro de la bolsa de compresión negra de su saco de dormir, que tomé por error pensando que era la mía.
Continuamos nuestro descenso hacia el campamento Cuesta Blanca y justo antes de bajar por la ladera pedregosa, vimos a tres gendarmes que estaban esperándonos abajo. Al llegar abajo, se acercaron, uno de ellos tomaba fotos con su celular mientras que los otros dos nos prestaban ayuda.
Yo le pregunté qué harían con esas fotos y ellos me explicaron que serían utilizadas para su informe interno, pero la verdad es que fueron dadas a los medios de comunicación para que en una forma amarillista y exagerada, difundieran la noticia de un supuesto rescate a cuatro andinistas perdidos en el Mercedario, completamente distorsionada y alejada de la realidad.
Lo único que era cierto era que teníamos congelamientos en nuestras extremidades y estábamos deshidratados, pero nunca estuvimos perdidos y llegamos por nuestros propios medios hasta ellos, quienes nos prestaron la asistencia para continuar bajando hasta Laguna Blanca, asistencia que estuvo bienvenida y agradecida por el nivel de agotamiento que teníamos al bajar desde La Hoyada y de la cumbre.
En la Cuesta Blanca habíamos dejado nuestras botas de trekking dentro de una bolsa negra de basura. Los gendarmes tomaron dicha bolsa y nos ayudaron a bajarla. Estas botas desaparecieron posteriormente. Otro gendarme tomó mi morral y me ayudó a bajarlo. De allí en adelante yo bajé en compañía de un gendarme quien tenía su brazo alrededor de mi cintura, lo cual me hacía perder el equilibrio con más facilidad y hacer más penoso el descenso.
Estaba exhausta, pero eso no me impedía caminar en forma independiente, pero sí con lentitud por el agotamiento. Al llegar a Guanaquitos, una señora me preguntó:
“¿Cómo te sentís?”
Mal, me siento mal, respondí en voz baja.
“¿Querés un té?”
Sí, por favor, le dije.
La señora llegó con una sopa de pollo “Maggi”, de esas de sobre que venden en los supermercados y que yo ni loca hubiese comprado jamás, pero en ese momento me supo a gloria. Fue una lástima que al estar tan caliente solo pude tomar tres sorbitos. El resto se lo entregué al gendarme para que también degustara de la sopa. No recuerdo su nombre, pero su apellido era Hernández. Ojalá la vida me permita reencontrarme con ella para darle las gracias nuevamente.
El último tramo fue interminable. El nivel de agotamiento era tal que llegué a entender el por qué sería más placentero morirse que continuar viviendo. Lo único que me mantenía pegada a este planeta era el recuerdo de mis seres queridos y el dolor infinito que dejaría en caso que me llegase a morir.
Finalmente, llegamos al refugio de Laguna Blanca donde me sentaron en el asiento de adelante de la Toyota Pickup de los gendarmes. El reloj del tablero indicaba la hora: 22:45. El argentino, se fue hacia su vehículo para conducir hasta Barreal. Conmigo viajó el español, y en el coche del argentino, lo hicieron el chileno y los otros dos gendarmes. El descenso por el camino fue largo y silencioso, solo se escuchaba la melodía de una canción que el gendarme tenía puesta en el radio reproductor.
Al llegar al hospital de Barreal, nos pasaron a la sala de emergencias y nos acostaron en unas camillas.
Al español lo colocaron en una anexa justo a la izquierda de la mía. Me tomaron una vía en el antebrazo derecho por donde el doctor Gerardo Basso, indicó pasar 8 mg de Dexametasona y comenzar una hidratación parenteral. Me quitaron las gafas de protección que con tanto cariño y preocupación las había cuidado, ya que en Caracas me las había prestado Ramón Blanco, pero después que me las quitaron nunca más las volví a ver, porque quedaron en manos de alguna persona irresponsable que no las devolvió.
Sin quitarme toda la ropa, el doctor me tomó la tensión arterial y me auscultó con el estetoscopio. Me midió la saturación de oxígeno: 92%. Al toser, el pecho se me estremecía con una tos húmeda, por eso me colocaron oxígeno con un bigote nasal.
Yo estaba súper pendiente de mi equipo, no quería que se me perdiese nada. En el bolsillo de la chaqueta de plumón tenía mi pasaporte y los dólares que había llevado para el viaje, así que no me separé de ella nunca.
Escuchaba las voces de mis compañeros y la del doctor explicándole sus lesiones. Escuché que daban instrucciones para nuestro traslado a un hospital de San Juan. Hablaban muy bien del servicio de cirugía plástica que nos recibiría. Como el traslado lo harían en ambulancia le comenté al doctor que yo mareaba con mucha facilidad. Mandó a colocarme un medicamento endovenoso que comenzó a hacer su efecto de inmediato. Mi mente ya no tenía la misma claridad de antes, estaba como drogada, pero aún así le pedí al chileno que me devolviera mis crampones a lo cual se negó. Insistí que me los buscara para poder llevármelos al hospital de San Juan junto con mis cosas, pero él se volvió a negar diciéndome que me esperaban en la ambulancia que me fuera de una vez. Con una profunda frustración le dije:
“Ok, ¡que los disfrutes!”
Me acosté porque me sentía mareada por efectos de la droga, cerré los ojos y me relajé. De inmediato sentí que rodaban la camilla y al llegar a la calle me introdujeron en la ambulancia. El español, viajó en la misma ambulancia que yo, pero él no lo hizo en una camilla sino semisentado.
El argentino viajó en otra ambulancia aparte. Él, tenía la nariz con una zona de necrosis y el dedo gordo del pie izquierdo con cambios de coloración por efectos del frío, además de presentar una queratitis actínica o ceguera de montaña, producto de haberse quitado las gafas durante el descenso.
El chileno se quedó en el hospital para que lo rehidrataran, allí recibió techo y comida y al día siguiente el doctor, muy amablemente, lo llevó a San Juan, cuándo regresó a su casa después de haber terminado su turno de guardia. En el aeropuerto de Mendoza, antes de tomar el avión para regresar a Chile, le entregó mis crampones a Jaime quien estuvo muy pendiente de ellos.
El doctor Gerardo Basso, se portó muy profesional y cariñosamente. Intercambiamos números de teléfono y en los días sucesivos me escribía para preguntar por nuestra evolución.
Estoy infinitamente agradecida con él por el interés y el apoyo moral que me brindó posteriormente.
Durante todo el viaje el chofer hizo varias paradas para revisar y preguntarnos cómo íbamos, ofrecernos agua y darnos el mejor apoyo para nuestro confort. No tengo palabras para agradecer el cariño que sentí de ese señor hacia nosotros.
Llegamos a San Juan al amanecer del día 21 de enero. Nos sacaron de la ambulancia y nos llevaron a la sala de emergencia del hospital Marcial Quiroga, área recién remodelada por lo cual estaba muy bonito. Allí me quitaron las medias y por primera vez descubrí que mis pies también se habían afectado por el frío. Sus dedos no tenían coloración violácea, pero si estaban con poca sensibilidad. Un doctor se acercó a evaluarme y al ver mis dedos de las manos, indicó que me colocaran una heparina de bajo peso molecular en forma subcutánea, la cual lo hicieron de inmediato. En el transcurso de la mañana me subieron a la sala de hospitalización y me ubicaron en la cama número 16. A El español y al argentino, los colocaron en una sala anexa.
Mi boleto de regreso tenía fecha para ese día 21 en la noche, así que como pude me comuniqué con mi agente de viajes y le pedí que me cambiara el boleto para la semana siguiente. No me sentía con fuerzas suficientes para emprender el viaje de regreso a Venezuela, además sabía que en Venezuela nadie sabría manejar las lesiones por congelamiento como en Argentina.
Mis labios estaban quemados, agrietados, sangrantes y me generaban un dolor intenso cada vez que sonreía o abría la boca para probar un bocado de comida. Mi nariz tenía una costra negra en la punta y mi aspecto era deprimente, por lo cual con los días y mi recuperación esperaba mejorar ese aspecto antes de regresar a mi casa.
Allí estuvimos desde el sábado 21, hasta el lunes 23 de enero, cuando pedí que me dieran de alta porque sentía que si viajaba a Mendoza, estaría más cerca de mis amigos y podía buscar una segunda opinión médica en otro centro especializado.
La doctora Cecilia Giannantonio, pediatra experta en niños quemados, fue quien nos trató y no tengo palabras para agradecerle todo el cariño que en lo personal sentí de ella. Lamentablemente, en dicho hospital público, no había la medicación ideal que en los países de primer mundo utilizan en las primeras 24 horas después de haber sufrido un congelamiento, como es el caso del Iloprost®, una prostaglandina E1, que dilata las arteriolas y las vénulas, reduce la permeabilidad capilar, suprime la agregación plaquetaria y activa la fibrinólisis, con lo cual se reduce el daño tisular, pudiéndose salvar mayor área de tejido lesionado.
Ignoro si en un centro privado de Argentina, este tratamiento se pudo haber suministrado, pero la falta de conocimiento de su existencia por mi parte y de información por parte de los médicos, no nos dieron la oportunidad de buscarla. Sólo recibimos heparina de bajo peso molecular, aspirina, antiinflamatorio no esteroideo y vitaminas. Igualmente estamos muy agradecidos por el tratamiento recibido dentro de los pocos recursos con que contaba el hospital.
La experiencia de estar hospitalizada en una institución pública fuera de mi país fue interesante, porque para mí era la primera vez que ocurría y además estaba lejos de mis seres queridos. Estaba sola pero rodeada de personas maravillosas que me brindaron su apoyo y que hicieron mucho más llevadera esa situación.
El primero fue el señor Víctor Montiveros (Suboficial Mayor retirado del Ejército Argentino y un gran montañés), quién pocas horas después de nosotros haber llegado al hospital, se presentó para saludar y ponerse a la orden. Lo conocía solo por teléfono, su contacto me lo había dado Oscar Serapio (Suboficial Mayor retirado, también Ejército Argentino y gran montañés), para que me ayudara con la información del Mercedario desde que estábamos en Caracas.
Junto a la señora Esther, su esposa, fueron los primeros ángeles de la guarda que nos ayudaron. Siendo local de San Juan, nos compró cepillos de diente, cargador de celular, comidas y bebidas que mi cuerpo deseaba a gritos. Estaré eternamente agradecida con ellos y espero en algún momento poder retribuirles tanta generosidad.
La comida del hospital me resultó horrible y repugnante, tan sólo de probarla me producía náuseas. Sólo deseaba comer una banana o cambur como le dicen en Venezuela con queso. Los que me conocen bien saben que puedo vivir semanas solo comiendo eso. Tardé mucho en ir a orinar y cuando lo hice el color era como Coca-Cola por la deshidratación que aún tenía. Afortunadamente, no hice una rabdomiólisis. Sentía que me iba de lado cuando me paraba de la cama para caminar. No estaba bien y me tenía que recuperar. Estaba muy cansada y solo quería dormir. El baño era común para hombres y mujeres y las puertas no cerraban bien ni tenían cerrojo. Eso me incomodaba muchísimo porque todavía tengo algo de pudor en mi ser. Mis manos no me dolían tanto y podía usarlas con cuidado. La dependencia con otras personas comenzaba a ser cada vez más necesaria.
Pedí que me dieran de alta y convencí al español, para que solicitase que lo transfiriesen a un centro de Mendoza. El español, necesitaba continuar hospitalizado porque tenía los dedos largos de su mano derecha con una franca necrosis desde las falanges medias y muy hinchadas las falanges proximales. Todos los dedos de su pie derecho estaban negros, así como el dedo gordo de su pie izquierdo. Sus lesiones eran gravísimas y de mal pronóstico para su mano no dominante, porque él es zurdo, y deseaba que se tratase de frenar el avance de la necrosis.
El lunes 23 de enero, Cristina Pampillón, esposa de Mariano Muñoz, nos fue a buscar al español y a mí a San Juan, para llevarnos a Mendoza. Su consuegra trabajaba en el hospital Lagomaggiore como jefe de enfermeras y nos consiguió una cita al día siguiente, con el jefe del servicio de cirugía plástica de ese centro.
El argentino, por su parte, recuperó la visión en 48 horas y tomó un transfer para viajar a Barreal a rescatar su carro el cual quedó en el estacionamiento del hospital. De allí conduciría a Mendoza donde tomaría un avión para viajar a Buenos Aires a encontrarse con su esposa y familia. La lesión de su nariz y de su dedo gordo del pie izquierdo se recuperaron completamente días después de haber llegado a Buenos Aires.
El martes 24 de enero, a El español y a mí, nos volvieron a ingresar en el servicio de cirugía plástica para recibir tratamiento médico.
Esta vez estábamos en el hospital Lagomaggiore. Allí recibimos un protocolo de tratamiento que me parecía más lógico para el manejo de las lesiones por congelamiento. Antiagregantes plaquetarios, modificadores de la pared celular del eritrocito, vasodilatadores, antiinflamatorios no esteroideos y los baños de inmersión fueron fundamentalmente el esquema suministrado. El español, estaba ingresado en una sala junto con otros pacientes que venían del Aconcagua y que también tenían congelamientos.
El miércoles 25, pedí que me dieran de alta porque el tratamiento que estaba recibiendo lo podía continuar yo en forma ambulatoria estando fuera del hospital.
Mi amiga venezolana, que en todo momento estuvo pendiente de mí desde Costa Rica, gentilmente me hizo la reservación de una habitación en un hotel. El coronel retirado José Hernández, me fue a buscar al hotel y me invitó a almorzar en el Club de Regatas de Mendoza. Con él, tenía una deuda moral de entregarle mi currículum como montañista desde hacía muchos años para que lo incorporara en una Enciclopedia Incompleta de Montaña, que está escribiendo desde hacía muchos años. Durante el almuerzo me comprometí a cumplir mi palabra y enviarle no solo mi currículum, sino también el relato de esta aventura del Mercedario.
Al llegar al hotel, me di cuenta de la realidad que me esperaba al no poder utilizar mis manos con libertad y depender de otra persona para poder hacer cosas muy sencillas. Los dedos de mis manos me dolían cada vez más, pero lejos de preocuparme, ese dolor indicaba que había tejido viable que se estaba recuperando debajo del tejido desvitalizado.
El español, continuó hospitalizado y fue dado de alta días después. Su hermana, viajó desde Asturias hasta Mendoza para ayudarlo a regresar a España y ser tratado por médicos especializados en este tipo de lesiones, como el doctor Manuel Luis Avellanas y el doctor Javier Beltán.
Ese día en la noche, Oscar Serapio, me fue a buscar al hotel y me llevó a cenar. Al contrario de cuando estaba hospitalizada, me tomé tres jugos de naranja y todavía quedé con sed. La ensalada de rúcula con queso azul que me comí esa noche me supo a gloria. Oscar, infinitamente agradecida contigo por tu amistad, cariño y apoyo moral.
El jueves 27 de enero, Jaime Suarez, me fue a buscar al hotel y me llevó a su casa en Potrerillos, donde estuve atendida en forma espectacular por él. Le di las gracias por haberme presentado al español, porque a través de él y sus amigos tuve la oportunidad de regresar al Mercedario y de experimentar una de las más extremas experiencias que jamás haya vivido en donde salió a flote lo mejor de nosotros.
Los congelamientos sufridos dejarían una huella imborrable en nuestro cuerpo y mente para el resto de nuestra vida.
El viernes 28, Jaime me llevo a Mendoza donde me reuní con Cristina y Mariano, para cenar por última vez en esa ciudad, una de las más bellas del mundo, antes de que me llevaran al aeropuerto para regresar a Venezuela y volver a la cruda realidad que me esperaba, hasta mi total recuperación. A Mariano y especialmente a Cristina, muchísimas por tantas atenciones y generosidad.
Una semana después de nuestro descenso, Nicolás Mendez y Diego Mondre, dos andinistas de San Juan, intentaron hacer cumbre en el cerro Mercedario, pero el mal tiempo los hizo dar vuelta en el Diente. Ellos encontraron las dos carpas junto con el resto del equipo abandonado en La Hoyada. Tuvieron la paciencia para sacar y liberar con muchísimo cuidado, el equipo que ya estaba inmerso en un bloque de hielo, usando los picos de sus piolets. No obstante al peso que ya llevaban en sus mochilas, tuvieron la gentileza y amabilidad de bajar todo nuestro equipo y resguardarlo hasta encontrar la forma de devolvérselo a sus dueños.
A través de Elizardo Varas, de Baqueanos Expediciones, con quien contraté el excelente servicio de transporte y mulas, la primera vez que intenté el cerro Mercedario con mi amiga venezolana, logré ponerme en contacto con Diego Mondre y recuperar todo el equipo dejado arriba. Quiero expresar, en nombre de mis compañeros y el mío propio, nuestro profundo agradecimiento por tan bello gesto y felicitarlos por ese ejemplo de solidaridad y hermandad que aún sigue reinando en nuestro hermoso deporte, el montañismo ".
Centro cultural Argentino de Montaña 2023