Este es el relato de dos viajes de aventura hacia el corazón del Aconquija para explorar, fotografiar y recabar datos de un misterioso sitio arqueológico llamado Mina de Los Choyanos o Ruinas Choyanas
En febrero del 2023, Eliseo nos cuenta que un arqueólogo amigo, le había mostrado una imagen en Google Earth donde se veía, a la distancia, una serie de recintos no explorados en un lugar alejado en lo alto de las sierras. Dada la magnitud de las imágenes nos apresuramos a investigar este sitio arqueológico enclavado en el Aconquija (en la parte de Catamarca) que mira hacia el naciente, hacia el llano tucumano.
Observando las imágenes reconocimos que su geografía se asemeja a una serpiente que baja desde el lado del cerro Candado. Se ve el lugar inexpugnable rodeado por barrancos. Sobre el lomo de la serpiente se presentan cientos de círculos y rectángulos de piedra. Por su parecido y proximidad a las ruinas de La Ciudacita (aproximadamente 17 kilómetros) pensamos que podían ser incaicas. Entre los años 2000 y 2005, habíamos visitado la Ciudacita y nos habíamos apasionado por los vestigios incas en el Aconquija. Hicimos dos documentales: “Tras los ecos de la Ciudacita’’ y “Ciudacita, signos del tiempo”.
Esas nuevas ruinas no estaban relevadas por los arqueólogos pero sí por el Instituto de Mineralogía. Las habían llamado Ruinas Choyanas. Era apasionante la posibilidad de visitar un lugar tan especial. Creo que ciertos montañistas llevamos dentro nuestro un explorador con ganas de encontrar algo desconocido.
Con el grupo habíamos planeado ir al Nevado de Cachi pero la posibilidad de ir al encuentro de esas ruinas se coló enseguida entre los proyectos y, por segunda vez, postergamos la expedición al Nevado. Ya lo habíamos desestimado en el 2019 porque preferimos ir por tercera vez al Llullaillaco y recién en Junio del 2024 pudimos concretar la visita postergada.
Hicimos dos viajes al encuentro de ese misterioso lugar. Decidimos ir por Las Estancias, que es una serie de pueblos en el Valle del Aconquija o Valle del Suncho a 2000 metros de altura, entre las sierras de Narváez al Este y el Aconquija al Oeste.
Integrantes: Esteban Siñeriz, Mariano Hevia, Nico Mema, Eliseo Jantzon, Santiago Aragón, Ricardo “el tano”, Eduardo Ptirol.
En la mañana del 29 de abril de 2023 llegó Nico al punto de encuentro (el día anterior había vuelto de Brasil). Al rato llegó Mariano. Siempre es una alegría y genera una adrenalina especial cuando se va juntando el grupo. Conversamos, vimos equipo, mapas y completamos la lista de la comida. Al mediodía llegó Eliseo desde Amaicha. Hicimos algunas compras y pasamos por San Pablo a buscar a Esteban que en su mochila traía un machete. Pensándolo bien era la primera vez que llevábamos esta herramienta en nuestro equipo de montaña. De allí salimos para Las Estancias, en la provincia de Catamarca.
Al atardecer llegamos a “Yunca Suma”, el lugar donde empezaríamos la desconocida ruta. Descendimos de la camioneta, mientras nos íbamos sorprendiendo de lo linda que era esa pequeña mesadita al lado del río. Se oía el agua que sonaba entre las piedras allá en lo bajo. De pronto apareció Gustavo que, al vernos pinta de montañistas, nos comenzó a hablar del río y de los caminos que conducían a diferentes parajes y a una “reserva”.
Fuimos conversando y de a poco nos íbamos dando cuenta que la “reserva” de la que hablaba, era el sitio donde nosotros queríamos ir.
-Ahí en esa cabaña, nos dijo señalándola, hay un italiano y un chaqueño que tienen las fotos de ese sitio, sacadas desde el Google Earth. Vamos a verlo - nos indicó.
Estaba Edu, el chaqueño. El italiano no se encontraba en la cabaña, se había ido al pueblo. Quedamos en vernos a la noche en la casa que nos habían prestado en Bella Vista, otro pequeño poblado distante a unos 8 km.
Mientras preparábamos el asado llegaron Edu, el Tano y Gustavo. Al percibir que bajaban con la mochila de la computadora comprendimos que algo distinto a lo planeado se avecinaba.
Nos mostró una animación hecha con el Google Earth sobrevolando la montaña desde el Este hacia el Oeste. Nos mostraba el lugar adonde queríamos ir y se nos puso la piel de gallina. Nos pareció increíble que los dos grupos hayamos coincidido ese día y en ese lugar con la misma búsqueda de unas ruinas de las que nadie se preguntó durante mucho tiempo.
¿Podemos ir con ustedes? – preguntó Ricardo, el tano, e inmediatamente le dijimos que sí.
¿Pero, podremos llegar? – preguntó Edu, el chaqueño.
Si quieren, si le ponen ganas, sí – le contestamos.
Enseguida los empezamos a indagar sobre el equipo, la ropa y la carpa que tenían. Nos pusimos de acuerdo con la comida que deberían aportar. Coincidimos en dos panes lactal, dos salamines, un poco de arroz, un poco de polenta y algunos chocolates.
Nos encontramos en Yunca Suma a las 11 de la mañana. Revisamos el equipo de los nuevos integrantes, miramos los mapas en los celulares y convenimos en ir por el río Charcas y no por el Potrero (ruta esta que, los dos grupos habíamos pensado, en un principio, que era lo mejor cuando observábamos las posibilidades desde el Google y porque así lo recomendaban en un audio que habíamos escuchado y lo mismo opinaba un baqueano con el que conversaron Edu y el Tano).
Comenzamos por una huella ancha, como de tractor que subía por unos cercos e iba en dirección a la antena del Ñuñorco. Los litoraleños nos mostraron por donde habían hecho una incursión el día anterior. Nos adentramos en la Yunga por senderos barrosos. Nosotros no estábamos muy acostumbrados a subir por la selva a la montaña y muy rápidamente estábamos transpirando. Seguíamos alguna senda que se nos perdía y la volvíamos a encontrar. Cruzamos el río varias veces, por arriba de árboles caídos, sacándonos las zapatillas y también mojándonos. Llegamos hasta un descampado e hicimos el campamento envueltos en nubes. Con la leña húmeda prendimos un fuego en donde cocinamos, secamos medias y zapatillas y como siempre, las rojizas llamas invitaron a la reflexión. De a poco fuimos conociéndonos los del Norte y los del Litoral. Hablamos de nosotros, de los antiguos y de los caminos. Dormimos a 2200 metros.
Una suave llovizna nos abrumó durante toda la noche. Cuando desde la carpa se veía que estaba todo más claro decidimos salir de nuestras confortables bolsas de dormir para dejarnos abrazar por la niebla. Comenzamos a buscar la senda que se notaba que hace mucho que no se la usaba por lo que de a ratos se perdía. A los machetazos le fuimos “dentrando” al paisaje que estaba bastante húmedo. El camino se ponía empinado de vez en cuando y luego bajaba suavemente. Vinimos por lo bajo hasta que salimos a un abrita y allí nos dimos cuenta que un abra, para los del Litoral, es un lugar sin vegetación y para nosotros es un paso entre dos montañas. Sacamos el queso gruyere y la bondiola y con el pan lactal hicimos una comida reparadora. El viento se combinaba con la remera transpirada. Por eso no nos podíamos quedar mucho tiempo parados y decidimos continuar. Bajamos un trecho y encontramos un campamento de paisanos al lado de un río con una aceptable explanada para acampar. Decidimos seguir un poco más. De a ratos se despejaba mínimamente, la neblina que estaba encaprichada en acompañarnos. Convenimos en acampar en una parte plana que había arriba de una mesadita y donde estaban los mínimos sectores que encontrábamos secos en el barrial adornado por todos lados con bosta de vaca. Armamos el campamento, buscamos leña que íbamos pelando con el machete para encontrarle una parte seca y hacer unos pequeños rulos de madera, que los mojábamos en aguardiente y así pudimos hacer el fuego que es una bendición en las noches de la montaña.
Siempre salen las conversaciones y las conjeturas sobre los originarios. ¿Cómo se habrán ido abriendo camino en estas selvas? ¿Tendrían buena relación los de la selva con los de la parte alta? ¿Serían los mismos? ¿Cambiarían objetos, mercaderías? ¿Qué cara habrán puesto cuando llegaron los Incas con toda su tecnología? Los sitios que están en el valle, ¿estarían todos relacionados? ¿Conoceremos todos los sitios enclavados en el Aconquija y las otras montañas del Norte? ¿Realmente tenemos idea de la magnitud de la cultura prehispánica?
Hace años venimos caminando la montaña y viendo toda esa evidencia del pasado. Da la impresión que conocemos poco, casi tanto como de los romanos que es una cultura muy interesante pero foránea. Para entender nuestro presente, es esencial leer en los misterios que estas montañas guardan y es eso lo que nos lleva a visitarlas constantemente. Además de las innumerables y majestuosas vistas con las que nuestros ojos y espíritu se reconfortan. Dormimos a 2500 metros.
Nos levantamos haciendo fuerza para que las nubes se elevaran y poder ver mejor el paisaje. Salimos a un alto por una senda que iba al costado del río. Apareció el bosque de alisos y luego el de queñuas. Llegamos a una parte alta justo en el momento en que “se despejaba” y nos mostraba un gran acantilado del otro lado. Pensamos que tendría que haber una apacheta si andábamos por algún camino conocido. Justo en ese momento encontramos unas construcciones de piedra de forma rectangular y cubierta de pastos.
Seguimos para el Norte, aunque al sitio donde queríamos ir, ya nos quedaba al Oeste.
Los pastizales se ponían más grandes e íbamos bordeando el bosque. Intuíamos el camino mirando los mapas en el celular pero no podíamos ver las montañas de referencia. De vez en cuando se despejaba por unos minutos. Nos llamó la atención una piedra que parecía la aleta de un tiburón, nos acercamos para observarla y consideramos que sería mejor ir buscando un lugar para acampar. Un poco más lejos divisamos una isla de queñuas adornada por una gran piedra al costado.
Buscamos agua de una vertiente que encontramos no muy lejos de ahí. Otros prepararon el fuego, enseguida rodaron los mates y un poco más tarde, unos fideos. Secamos al fuego, como todas las noches, medias y zapatillas.
Por suerte siempre nos las ingeniábamos para hacer una gran fogata. Diferentes incursiones por los alrededores inmediatos nos abastecían de madera de queñua, la que costaba que encendiera, pero luego, cuando lográbamos que ardiera, nos acompañaba entusiastamente en nuestras tertulias.
El cielo se estrellaba y nos daba la ilusión de que amanecería despejado al otro día. Dormimos a 2800 metros.
Amaneció nublado y de a ratos se abría el panorama, mostrándonos las montañas de alrededor. En la mateada matutina decidimos que ese día no desarmaríamos el campamento. Cargaríamos agua, los fiambres, pan y algún abrigo, nos dirigiríamos al sitio pretendido y luego volveríamos al mismo campamento. Era una suerte no tener que desarmar la carpa y a la tarde, cuando regresamos, encontrarla armada. Seguimos subiendo una montaña, luego costeamos otra, encontramos una botella de vidrio y más adelante leña cortada.
Andaríamos por los 3.000 metros de altura, pasamos arriba de las nubes y nos comenzó a acariciar el sol. A lo lejos se podía observar el cerro Candado y el Dos Lagunas. El río que venía por la quebrada lo hacía desde el Norte y algunos grados al Oeste. Por las nacientes imaginamos que tendríamos que encontrar el paso para rodear la montaña del frente y poder llegar al lugar que habíamos planeado. Era una vuelta de uno o dos días más.
Desde esa ladera donde almorzamos decidimos que ya no nos alejaríamos más. Estábamos sentados sobre unas piedras mirando a lo lejos grandes ciudadelas de piedra, de las que nunca habíamos escuchado hablar. El Tano decidió, pese al fuerte viento, mandar al dron en busca de las ruinas, tratando de lograr esas imágenes que nos interesaban. Lo elevó bastante alto porque creía que ahí arriba corría menos viento que contra el piso. Se fue como una nave exploradora buscando el lugar al que no podíamos acceder con nuestros pies. Lamentablemente, una nube tapó el misterioso lugar permitiéndonos ver sólo unas construcciones al final de toda esa gran ciudadela. Era ese sitio el causante de la unión, en Yunca Suma, entre nuestras dos expediciones. Ese sitio que nos alentó a caminar durante unos días en medio del barro y la neblina imaginando caminos. Desde ese punto en que estábamos, ya sin el velo de la neblina, imaginamos otras rutas y planificamos recorrerlas en otra oportunidad desde más al Sur. El sol en su descenso nos invitó para que comencemos a regresar al campamento.
Antes de llegar a la isla de queñuas fuimos buscando leña de los pocos árboles que encontrábamos cerca del campamento, sabiendo que la cantidad sería equivalente al tiempo de sosiego en la noche.
La cena fue polenta y ya era la última que nos quedaba en nuestras provisiones. Una salsita de salamines con nuez acompañó el deleite. Conformes, comimos, tomamos té, satisfechos de haber logrado el objetivo de una manera diferente.
Nos levantamos temprano pretendiendo hacer en un día todo lo que habíamos recorrido. Hicimos casi el mismo camino que de ida. En esa jornada tuvimos mayor visibilidad, encontramos otro campamento de baqueanos justo cuando termina el bosque. Se veía una pava, una parrilla, varias botellas de vino y fernet, era una buena explanada rodeada de piedras.
Descendíamos a buen ritmo. Ya a esa altura del partido estábamos bien aclimatados y más livianos. Como corzuelas nos movíamos con familiaridad por la Yunga. Tomamos algunas imágenes con el dron, filmándonos a nosotros. En el almuerzo comimos lo último que nos quedaba de un fiambre de lomo ahumado y de pan. Es muy bueno cuando la comida calculada se acaba el último día porque comprendés que la planificación estuvo bien y no llevaste ni de más, ni de menos.
Cruzamos el río varias veces, cada vez más cancheros y mojándonos menos. Cada uno con su estilo, por arriba de los árboles caídos, por las piedras resbaladizas o sacándose las zapatillas.
Bien abajo y a pocos minutos de Yunca Suma, encontramos una gran piedra llena de morteros enigmáticos. Imaginamos para qué servirían, si para moler algún grano o para llenarlos de agua y a modo de espejos observar el firmamento por las noches. O ambas cosas quizás. Misterios que siempre nos regala la montaña y que a nosotros nos permite divertirnos debatiéndolos.
Al atardecer llegamos a donde descansaba la camioneta, celebramos el estar de vuelta sanos y contentos y también festejamos la armoniosa integración de los dos grupos.
Esa noche, compartiendo un asado y también unos vinitos, observamos desde la computadora del Tano las imágenes del dron.
Durante el invierno nos quedamos pensando en esas ruinas por las que no habíamos podido caminar porque sólo las conocimos por un dron. La idea de volver estuvo rondando por nuestra cabeza.
Les propusimos a nuestros amigos del Chaco volver para fines de Agosto. Edu, no podía ir pero Ricardo “el Tano” sí y llegó unos días antes de la expedición para “ aclimatar” en Amaicha, a casi 2.000 metros de altura. Esteban tampoco iba a poder ser parte de esta expedición y se sumarían Mariano Riccio y Walter Sotelo, otros dos montañistas con los que compartimos varias subidas y travesías.
Integrantes : Mariano Hevia, Ricardo “el Tano”, Nicolás Mema, Mariano Riccio, Walter Sotelo, Eliseo Jantzon, Santiago Aragón
Serían como las 5 de la tarde del 31 de agosto cuando llegamos a Buena Vista en Las Estancias. En el auto de Mariano Riccio, que era uno de los nuevos integrantes de la expedición, venía el Tano que hace unos días había llegado del Chaco y también venía Eliseo. En la camioneta estábamos Nico, Mariano, Walter y yo.
Siempre es emocionante ese encuentro de gente que va a la aventura en búsqueda de algo desconocido, metiéndose en la montaña, cruzando ríos, sintiendo el viento, escuchando pájaros, admirando las estrellas y cocinando con fuego.
Habíamos planeado llegar temprano con la intención de hablar con algunas personas del pueblo que nos podían sacar las dudas del camino. Previamente el Chapulín, un conocido montañista tucumano, nos había brindado buena data,de cuando hizo su expedición al Cerro Candado pasando por las Ruinas Choyanas.
Bajamos las cosas de los vehículos, unos preparaban el asado, otros veían el equipo en común para distribuirlo. Pusimos arriba de la mesa, los víveres y otras partes de “equipo”: quesos, fideos, salsas, arroz, polenta, verduras, frutas, bondiola, jugos, yerba, azúcar, tés, pan lactal, salsa inglesa, equipo de marmitas, calentador, termos, garrafas, aguardiente (y seguramente algo más que se me pudo estar olvidando). En esos momentos uno piensa que está llevando de más, se ve abrumado por la cantidad y quiere dejar algo; luego, en los últimos días de la expedición se acuerda con desazón de esa austeridad anticipada.
Siempre es bueno salir temprano, pero el primer día tiene sus complicaciones y más después de un gran asado.
Estaba nublado cuando tranquilamente comenzamos a caminar. Cruzamos un alambrado y pasamos por el costado de una finca en dirección al Ñuñorco. Nos reencontramos con la mochila, percibiendo su peso y su forma, tratando de llevarla en orden como un anexo del cuerpo.
Subíamos pausadamente. Llegamos a la gran piedra que descansa sobre los pastos y pudimos ver que estaba cargada de morteros esculpidos en su lomo.
-¿Qué harían aquí los antiguos? – volvíamos a preguntarnos.
En uno de esos morteros hicimos un ritual pidiendo permiso a la montaña, al Universo y protección a la Santa Madre.
A los pocos metros nos encontramos con unos paisanos de a caballo, que nos preguntaron qué hacíamos, adonde íbamos y nos contaron de unos turistas que habían matado una vaca. Intercambiamos unas palabras, unos cigarrillos y continuamos la marcha.
Nos íbamos metiendo en la Yunga a los 2000 metros de altura y comenzamos a cruzar el río, 4 ó 5 veces. Siempre encontrábamos una piedra para ir pisando y -con destreza y equilibrio- pasar a la otra banda. A veces se mojaba algún pie y siempre había una cierta adrenalina por no caerse.
La senda iba por la ladera de la montaña cerca del río. Subimos hasta el abra angosta, continuamos por el filo hasta que llegamos al campamento de la tarima, así lo habíamos bautizado la vez anterior que anduvimos por ahí.
Organizamos una comida y prendimos un fuego con la leña húmeda. Aprovechamos para secar medias y zapatillas mientras comíamos. La llovizna no cesaba y se intensificó más, invitándonos a que nos metamos a las carpas. Dormimos a 2.400 metros.
Amaneció nublado y húmedo. Tuvimos que guardar la carpa mojada y comenzar a caminar entre las nubes. De a ratos se despejaba y verdaderamente estaba muy agradable el camino. De a poco se iba acabando la Yunga e iba llegando el pastizal y en esos lugares se pierde la senda. Pero por el costado del bosque de alisos se puede caminar más cómodamente y se aprecia más de cerca ese bosque que nos invita a estar atentos a la presencia de algún duende -porque ese sería el lugar ideal para encontrarlos-. También se puede ver alguna queñoa, colada entre los alisos, como una embajadora del bosque que se encuentra un poco más arriba.
Estábamos seguros que teníamos que llegar hasta el lugar que habíamos bautizado la “aleta de tiburón” porque desde allí hacia abajo por los pastizales estaba el río. Con dudas y aciertos llegamos hasta la senda que por la ladera vertical, nos condujo hasta la gran piedra al lado del río y que llaman campamento Ahucones. Había leña pero estaba húmeda. Preparamos el lugar para poner las carpas, el fuego demoró en arrancar pero al final pudimos comer un buen guiso con la carne que traíamos cocinada del asado. Dormimos a 2.500 metros.
El día arrancó nublado y un poco más frío. Enseguida tuvimos que cruzar el río y subir bastante, buscando el abra que nos iba a llevar a la otra quebrada, la del Río Potrero.
Una vez en el abra dudamos por dónde seguir, no encontramos una senda definida. Nos bajamos por el filo de la montaña vecina. En un momento nos dimos cuenta que nos estábamos alejando demasiado de nuestro objetivo y decidimos buscar un lugar menos empinado para bajar a una quebrada por la que corría un arroyo que de a ratos llevaba agua. Quedamos muy encajonados, pero enseguida encontramos una antigua senda que estaba cortada por un derrumbe. La seguimos y pudimos cruzar una lomada y llegando a otra quebrada con un hermoso río, donde estaríamos en el lugar que habíamos planeado estar. En esos momentos en los que la incertidumbre nos visita y le sigue la queja, es donde la tranquilidad y la fe tienen que guiar nuestros pasos interiores.
Armamos las carpas en una mesadita y entre las queñoas hicimos el fogón, se había armado un gran living natural. Estaba un poco inclinado pero nos permitía recostarnos alrededor del fuego y ver las estrellas que se colaban entre las hojas de las queñoas. Teníamos leña y había fuego. Y esos dos elementos en la montaña y en la noche estrellada, nos invitaban a buenas conversaciones. Siempre el grupo necesita afirmarse y no perder la calma, hay veces que los desgastes y los desaciertos crispan el ánimo y pueden llegar a alterar o a poner de mal humor. Y en la montaña, al igual que en otros lados, para tener mejores resultados hace falta estar juntos y darse cuenta que todo es una creación colectiva. Dormimos a 2.600 metros.
De mañana encaramos río arriba, enseguida encontramos una senda que nos llevaba a otra quebrada que luego de irse poniendo empinada, nos llevó hasta la parte alta, al Sur de la cabeza de la serpiente que tantas veces habíamos visto en los mapas. El sitio es como un gran reptil contorneado por profundas quebradas, donde alguna vez hubo un gran pueblo, una gran fortaleza. Caminábamos por los pastizales al costado del barranco, sabiendo que en algún momento aparecería la mágica entrada. Un toro salvaje parecía cuidar el lugar y nos miraba atentamente, a veces se acercaba y se quedaba parado raspando sus pezuñas en el arenal.
Encontramos la bajada y caminamos unos metros por el río. Enseguida apareció un círculo de piedra, seguramente hecho por los paisanos cazadores de vacas salvajes y con certeza construido arriba de alguna edificación antigua, que cumpliría la función de ser la puerta de entrada y admisión al lugar.
Armamos campamento y salimos a recorrer el mágico lugar. Estábamos en la parte de atrás, opuesta a la cabeza de la serpiente. Una planicie descendía con algunas lomitas. En las partes más planas se veían círculos de piedra de diferentes tamaños agrupados de a 3 ó de a 4. Se apreciaban pircados rectangulares de diferentes tamaños.
En esos lugares y en esos momentos uno se siente permeable al viento suave, al silencio de nuestros pasos y a la comunicación con lo antiguo, con lo que pasó, con lo que fue. Y también de alguna manera sigue siendo, viviendo en esas cerámicas, en esas piedras, en las bateas trabajadas en la piedra, en las puntas de flechas, en las astillas de obsidianas que se encuentran y que provienen de más al norte, hablándonos de caminos, de intercambios, de organización, de civilización, de pueblos, de gente… ¡y cómo siempre llega la sorpresa de lo poco que sabemos de nuestros antepasados y de estos lugares! Dormimos a 3.500 metros.
Nos levantamos, desayunamos y fuimos a caminar nuevamente por arriba de la serpiente. Cada uno por su lado y cada tanto nos encontrábamos para conversar sobre nuestros pareceres del misterioso lugar, para compartir las dudas. Encontramos mucha cerámica, puntas de flecha, algunas de obsidiana, otras de cuarzo. Una cabeza de serpiente de cerámica que, según los entendidos, podría ser de la cultura Alamito.
Una energía particular flota en el lugar, no dan ganas de irse.
Al mediodía teníamos planeado el regreso, levantamos campamento y comenzamos a bajar. Viniendo de arriba fue más fácil encontrar una senda que por empinados y húmedos barrancos nos dejó en el río al que fuimos cruzando varias veces hasta llegar al campamento del living entre las queñoas. Esa noche corrió mucho viento.
Decidimos continuar por una senda que habíamos visto el día anterior y estuvo bien la elección porque por ella llegamos justo al abra que luego nos guiaría a la parte más alta y de ahí comenzaríamos a bajar sin tregua, casi todo en bajada, hasta Ahucones.
En la cima tuvimos el privilegio de ver una familia de tarucas que, a los saltos, nos miraba sorprendida. Llegamos al campamento de la tarima ya con el último medio kilo de fideos.
A la siesta llegamos a Buena Vista, contentos de haber podido regresar sanos y salvos, todos amigos y de haber podido cumplir el objetivo de visitar esas ruinas que están en la incógnita de lo que fueron. Se sabe muy poco de ese lugar, sólo algunos registros mineros y unas crónicas de Stewart Shipton (un inglés que vivía en Concepción y cabalgó todo el Aconquija) que relata haber visto un campamento de unos mineros chilenos a fines del siglo XIX.
Este es uno de los tantos misterios que encierran nuestras montañas y que esperan ser develados para comprender nuestro presente, porque quien no sabe de dónde viene, no sabe hacia dónde va.
Centro cultural Argentino de Montaña 2023