- 10/07/2016 -
Foto: Mariano Muriel
Mariano Curiel tenía 23 años cuando descendió por la planchada del crucero ruso Lyubov Orlova y se aferró con sus grampones por primera vez al hielo antártico. Quería trepar glaciares y escrutar desde la costa a las skúas en su vuelo veloz hacia los témpanos. Pero aquel pasatiempo sobrecogedor terminaría convirtiéndose en una forma de vida durante los próximos 13 años. En el medio, irrumpió la magia del Ártico, y allí pudo auscultar el silencio abismal de los campos de hielo y fiordos en las islas de Groenlandia y Svalbard.
En ambos extremos del planeta-allí donde el hombre asimila su pequeñez-, Curiel, un bonaerense radicado en Bariloche, sumó destrezas hasta convertirse en un avezado guía polar. Meses atrás, se impuso el desafío de su vida: cruzar de costa a costa Groenlandia, el terruño de los inuits, la geografía todavía no del todo explorada. Deseaba seguir los pasos inaugurales del noruego Fridtjof Nansen, el aventurero que en 42 días, en 1888, abrió esa ruta yerma en la latitud del círculo polar.
Tras 26 días y un trasiego de 564 km sobre grampones y esquíes, Curiel, de 35 años, logró finalmente igualar aquella hazaña y semanas atrás, se convirtió en el primer argentino en atravesar la desértica Groenlandia. De oeste a este, arrastrando 90 kilos de peso en dos trineos, guió a su expedición, integrada por cinco europeos.
Soportó las veleidades de un clima casi esquizofrénico: jornadas de noches blancas con un sol de fuego y 25° de sensación térmica y, enseguida, principios de congelamiento en la nariz y en sus manos por el descenso brusco a 35 grados bajo cero. Enfrentó tormentas de nieve, con vientos de 120 km/h y nula visibilidad, que durante casi tres días lo inmovilizaron en una carpa en el hielo. También días de calma monotonía. Del blanco tiza al azul intenso, la región polar le mostró todos los matices de su paleta. Sorteó grietas, luego piletones, que se transformaron en ríos subterráneos y más tarde en ciclópeas lagunas. No sin asombro, Curiel fue testigo en el terreno del récord histórico del derretimiento polar en Groenlandia.
"Hubo días en que debimos cruzar más de 200 arroyos y ríos con el agua hasta la cintura. Y ese fue, quizá, el mayor desafío -relata a LA NACION, recién arribado a Buenos Aires-, porque aunque parezca una nimiedad, al mojarnos los pies y estar obligados a seguir andando, para no enfriarnos, las ampollas no terminaban nunca de cicatrizar".
Junto a su amigo sueco David Berg, emprendieron la aventura el 14 de mayo pasado desde el fiordo de Kangerlussuaq, 318 km al norte de Nuuk, la capital groenlandesa. Los acompañaban otra guía noruega, un inglés y dos alemanes. El punto de inicio, 66 km al norte del círculo polar, marcó a partir de allí, los esfuerzos por hallar una ruta segura, apenas zigzagueante, hasta la otra costa en el Atlántico Norte. El grupo, de entre 23 y 55 años, llegó a su meta, en el pueblo de Isortoq, a orillas del estrecho de Dinamarca -unos 100 km al sur del círculo polar-, el 8 de junio, en plena primavera boreal.
Guiados por una brújula, más un GPS, a los dos días de iniciada la travesía, irrumpió el primer imponderable. Una lesión en los ligamentos que no modificaron torcer la voluntad férrea de Curiel: sorteaban una grieta, cuando los trineos sujetos a la cintura del argentino se desbarrancaron en desnivel. La soga pegó un chicotazo y con ese empujón, los grampones aferrados al suelo le hicieron rotar casi 60 grados las rodillas. El sopor parecia brotar del suelo como un ciclon. La inflamación, junto a un dolor punzante, lo acompañó el resto de la travesía. Dosificó los calmantes. Tenía los suficientes sólo para 15 días. En los recesos, de 10 minutos cada hora, intentaba disimular el dolor y dedicarse a ingerir grasas y calorías. Curiel temía que lo evacuaran. Abandonar su trajín a la meta no era una opción. Así continuó su marcha de 25 km diarios. Un trajín casi marcial y transversal; un tanto mecanico. El paso firme, cadencioso, siempre buscando encontrar en el horizonte a la costa este.
A medida que el terreno se afirmaba y la gradiente se elevaba como en un domo hasta los 2600 msnm, percibía que en el vaivén sobre esquíes se aceleraba la marcha, de entre ocho a diez horas diarias. Avanzaban a un promedio de 21 km por día. Aunque hubo otros en que se anotaron la marca de 35 km. Ocho horas de descanso riguroso guarecidos en carpa, seguidos por desayunos veloces y suculentos, en base a avena y frutos secos. Sólo los snacks, para los intervalos, sumaban nueve kilos de peso: chocolate, queso y salame tandilense y hasta manteca en barra. El peso de los víveres se fue alivianando más rápido de lo que esperaba. Los bloques de hielo para derretir en una pequeña cocina a bencina ocho litros de agua (para él y para su compañero), insumían una hora y media de espera.
"De tanto caminar uno se vuelve un poco como un hombre-máquina. Y la expedición se convierte en algo muy mecánico, donde el único elemento cambiante lo aporta el clima. Por lo demás, como no hay árboles, ni vegetación, todo es como un desierto blanco", relata Curiel. "Por eso, tenés que estar bien psíquicamente, porque la «carrera» es un 60% mental y un 40 %, física. Y para sobrellevarla, la alimentación es clave. Si no parás y comés cada hora, un total de 5000 calorías diarias, no podés avanzar".
Muy bien entrenado, Curiel supo de entrada que debía comenzar la travesía con sobrepeso. En el trayecto bajó 10 kilos y entre los que mejor performance demostraron sobresalieron lo que partieron con más sobrepeso.
No fueron necesarios los disparos disuasivos de escopetas. Ni osos polares, ni zorros ni ninguna otra forma de vida animal los secundó en el viaje. La excepción fue un gorrión solitario y perdido, que se sumó al grupo durante una parte breve del trayecto, según cuenta.
La convivencia fue buena y cooperativa y los liderazgos marcados y consensuados de entrada. Por la pérdida de peso, dos integrantes del equipo quedaron sin fuerza hasta el punto que no podían arrastrar sus trineos. Por eso, el resto se repartió la carga.
"Creo que estas experiencias, son como un retiro espiritual en el hielo -dice Curiel-. Sirven mucho para fortalecer el liderazgo, entender lo que es el verdadero trabajo en equipo y asumir todo con humildad y respeto por esa naturaleza, a veces hostil, que te rodea".
¿Qué empuja a un hombre a ponerle el cuerpo a semejante exigencia? "Creo que siempre es lo mismo: el desafío personal, la posibilidad de exigencia y el traspasar los límites para encontrarse uno. Pero, a la larga, en estas expediciones, lo más importante son las personas con las que uno comparte. Porque llega un punto en que el lugar y el objetivo pasan a un segundo plano", señala.
El último día, en el horizonte se avistaba el mar. Ese fue un momento de emoción profunda. Alcanzar esa costa, llegar a la meta, fue una gran lección del poder de la propia resiliencia. El festejo fue un abrazo mancomunado y unas fotos. No mucho más. Extenuado, el grupo se trasladó luego en barco hasta Islandia.
Entre las expediciones polares, el cruce de Groenlandia -explica Curiel- se ubica en el tercer puesto entre las aventuras más extremas. Llegar al Polo Norte, trajinando 800 km de hielo marino, desde el continente, (en Canadá o Rusia), es sin dudas la de mayor exigencia. Le sigue el Polo Sur completo, que supone un recorrido sobre esquíes de 1130 km por el hielo continental desde la costa antártica.
Ahora, tras su hazaña, regresará a su primer amor: se embarcará otra vez en un buque para guiar una expedición estadounidense y fotografiar la interacción de la fauna marina en las costas recortadas de las Georgias. Sólo después de allí, volverá a la Antártida, ese continente que, al igual que el Ártico, escapan a toda escala humana.
Fuente: www.lanación.com.ar
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