En esta hermosa y profunda reflexión el montañista e historiador Jorge Gonzalez nos comparte su reflexión sobre su tránsito por el maravilloso mundo de las montañas
La historia de la pregunta nace cuando un programa de radio me propone, junto a un geólogo, conversar sobre el tema. La propuesta de escribir una nota para el Centro Cultural Argentino de Montaña, me permito desarrollar este título con mi visión personal y recorrer pensamientos y experiencias que han dejado el tránsito por este maravilloso mundo de las montañas. Mundo que, a partir de lo que he conocido, me genera un eterno agradecimiento y me hace sentir menos ordinario.
Decididamente, una montaña es un compacto de rocas y de hielo, y creo que así lo debe entender quien se vea atraído por sus secretos y sus formas, y por quien sienta el deseo de encaramarse en ella para alcanzar su cima. Ante la tendencia de salir a defender una suerte de “agresión”, especialmente ante la expresión algo burda de “cacho de piedra”, es preciso calmarse y pensar como si uno estuviera ante esos metros finales sobre el filo hacia la cumbre frente a la nieve recién caída. Efectivamente, la montaña es un conglomerado de rocas elevadas sobre una llanura y posee una fuerte personalidad según su aspecto y sus formas. El escalador desarrolla, como producto de la observación, una primera capacidad para, de esas rocas, construir un panorama visual que va a determinar la ruta o la vía de ascenso, sus dificultades y peligros.
Por supuesto, en esa acción, debe uno estar totalmente concentrado, dominar las maniobras y los tiempos y ser consciente de los riesgos y objetivos que se plantean. Hacia qué lado se asientan los bloques, si hay indicios de derrumbes, si esa roca se presenta inestable, segura o con corredores de hielo o vegetación que hay que considerar.
Habrá quienes se interesen en aspectos que hacen a su génesis, pero la ubicación de los tiempos geológicos no es lo común en un escalador nato y cuesta, a la mayoría de los mortales, asimilar esa información. Hablar de terciario, devónico o las cifras de 250 o 300 millones de años para convertirlos en conceptos entendibles y de aplicación práctica, es complicado.
El escalador comienza a subir con el deseo de alcanzar el punto más alto y la montaña será eso: roca y hielo, frío, viento, altura, una prueba de voluntad y capacidad. Y, recién al bajar, va a adquirir otros significados.
De algún modo y para quien lo intenta, sí. Mientras la visual desde su base será sólo el resultado de una idea estética, de una aventura o de una fantasía. Hay montañas que, como expresión pura de la roca, siguiendo el contenido de la pregunta original, son verdaderos símbolos de la belleza en sus formas. El granito de las agujas de la Patagonia fue definido como verdadero “alarido” lanzado al cielo. Un “grito de piedra”, como fue llamado el Cerro Torre. Y estamos hablando de más de 1500 metros de roca cortada a pique y de perfecta verticalidad golpeada por los vientos. Mi experiencia personal, la primera vez que llegué a la Patagonia, fue esperar para que bajaran las aguas del río y para cruzarlo a las 4 de la mañana. De pronto el viento se llevó las nubes y, bajo la luz de la luna, “se presentó” el cerro Torre que parecía de plata y me llevó a expresar “Esto no se puede escalar”. No era en referencia a una evaluación técnica que yo emitía esa expresión, sino a causa de la magia que parecía transmitir esa figura.
Sería justo señalar que desde siempre a las montañas se les ha atribuido un significado asociado a lo sacro, a lo religioso. La montaña como elevación y por ende por su aproximación al cielo, siempre ha sugerido ser el vehículo de conexión entre lo terrestre y lo celestial, lo superior, lo perteneciente al mundo intangible de Dios. Este es un tema que, con propiedad y un riquísimo lenguaje, ha tratado Maurice Herzog en el capítulo específico de su obra “La Montaña” o que desarrolla Christian Vitry con incuestionable autoridad dentro de mi propio título “Ecos de la Montaña”. Pero en esta nota yo deseo hablar de mi experiencia personal en este campo que entra en el terreno de la “espiritualidad” de las montañas.
La primera noción concreta que tuve sobre este aspecto fue cuando vi al Volcán Lanín asomarse entre las araucarias, interminable y nevado, y sentí que era una imagen “elevada” y que tocaba con su cumbre la morada de los ángeles. ¿Y dónde estaba la “otra” montaña? En el viento aquel que me obligó a tirarme al piso a poco de llegar al refugio, en esa tremenda furia desatada y en los pedacitos de hielo golpeándome en la cara. En el descenso de aquel intento, fue la inconmensurable blancura del bosque nevado y el silencio definitivo en ese paisaje. Algo único que le llevó a decir a mi compañero Félix: “Subiría de nuevo para solamente volverlo a bajar”.
En el Chañi, allá en el Norte, entrando por Moreno, desde la llamada “Jefatura de los Diablos”. La decisión de ir a la cumbre fue tomada por mis compañeros a las 5 de la mañana. Yo salí solo cerca de las once y cada paso me confirmaba que el avance no era sólo producto de los músculos y la convicción sino, decididamente, un dictado íntimo, espiritual, algo superior, que me llevó hasta el col a 5400 metros de altura.
Cuando escalé la pared Norte del Uritorco, en donde no había antecedentes del paso anterior de escaladores. Sentí fuertemente la energía de un lugar no tocado por la mano humana y eso, a mí y a mis compañeros, nos invadió con una extraña e intensa emoción que aún perdura.
El volcán Llullaillaco fue otra experiencia en la que su altura, su nieve, su roca, su distancia, no son producto de sentimientos y percepciones fuertes. En el inicio de la ruta normal, la llamada “ruta del sarcófago”, y en los primeros “tambos” de ese recorrido sentí la presencia muy fuerte de seres, de algo que “habitaba” esa soledad. Esto lo remarco porque fue antes del hallazgo de los llamados “niños del Llullaillaco” que descubrió el arqueólogo norteamericano Johan Reinhard en 1999.
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Siempre recuerdo en las sierras, en una bajada al Río Pinto, un comentario que me hizo Alejandro Vicente: “Pensar -decía- que estas rocas están desde mucho antes que nosotros y seguirán estando después que nosotros hayamos muerto”. Eso daba dimensión al paisaje. Nadie representa esa fortaleza ni permanece en el tiempo como la roca. Pero a pesar de que la roca es la síntesis de la dureza y de lo aparentemente indestructible, el agua la horada y puede convertirla en polvo. A la larga, el concepto es que todo está en manos del tiempo.
No sólo es eso. Es un vivac. Es el tiempo en el que uno comprende lo que tarda una noche, donde una bóveda poblada de estrellas deja dormir si uno anda con sentimientos calmos, momento en el que el tiempo pasa tan lento o tan rápido como sean las ansiedades y los ojos de quien espera. Es también la visión de un valle. La visual desde lo alto de un río serpenteando entre manchones verdes, algún techo y corral de una casa sencilla donde uno se pregunta qué hará o cómo será esa alma que la habita. Es la nieve.
El ruido de los grampones a la madrugada sobre el silencio blanco ganando altura hacia la oscuridad azul de la noche. Un mundo que no ve todo el mundo y que después solo lo recuerda el vuelo silbador del cóndor. Es la gratitud. Porque al bajar uno agradece cuando es la razón la que actúa y las buenas costumbres las que se insertan en lo social. Uno extraña aquel tiempo de las alturas en el que los verdaderos dueños de los actos eran los sentidos y un latido en el pecho. Es la comprensión de los grandes ciclos de la vida y nuestro lugar como especie.
El entendimiento de que caerá la nieve en el invierno, que llegará el tiempo de la primavera, que nevará para darle vida a los arroyos, que nacerán las flores y habrá sombra en los bosques y de nuevo, en nuestro junio, habrá un bostezo más temprano. Y que allí radica el sentido de todo.
Es aprender sobre la espera, sobre la paciencia, sobre las dimensiones, sobre las otras criaturas. Todo es tan grande que parece imposible y, sin embargo, con el lento andar pie a pie de pronto se está en lo alto. Parecería que sólo es posible con la íntima convicción de que así será y así son las horas en la altura.
La mirada se vuelve mansa y comprensiva ante las otras criaturas que en hilera ganan los senderos o bajan a los corrales cuando cae el sol. Nada es producto de un capricho. Todo es debido a algún capricho del destino y aún en esa soledad sin horizonte, llega una suerte de razón que da tranquilidad y justifica.
Hay una anécdota que encuentro vinculada a estos paisajes y reflexiones. En el tiempo de un curso de pintura y dibujo con el maestro Remo Bianchedi, él nos pidió que trabajáramos en un autorretrato.
Debíamos llevar a la clase siguiente lo que hubiéramos hecho con esa consigna. Yo llevé una piedra. Fue lo que sentí. No había hecho ningún trazo sobre un papel. Yo creía estar definido en esa piedra. Bastante tiempo después visitamos a Remo con Melquíades Magnano y Remo recordó esa anécdota e incluso conservaba esa piedra.
Dureza, fragilidad, calor, frío, síntesis, expresión, silencio. Todo estaba allí. En una piedra. Como la montaña quizá, a fin de cuentas, será solo rocas o será lo que cada uno haya definido de ella.
Centro cultural Argentino de Montaña 2023