En marzo 2025, un grupo de montañistas logró ascender con éxito hasta la cumbre del cerro del Bolsón de 5.552 metros de altura, el punto más alto de la cordillera del Aconquija, al Norte de la República Argentina.
Integrantes: Iván “Tanque”Soria, Marcos “El Chapu” Villa Kenning, Miguel “Pera" Pereyra, Jorge “Coco” Martino, Cristian"Coche" Ariel Buczek, Claudia Luján La Nasa, Lourdes Paces, Milagros Slotti, Juan María Segura, Maxi Marcone, Norma Mendelek y Karina Juárez.
El cordón montañoso que separa a la provincia de Tucumán de Catamarca se llama Nevados del Aconquija, también me esperaba a mí, siendo muy joven para llevar a cabo una conquista soñada.
Esta noticia o historia está marcada, para mí, por la nieve de los nevados e iluminada por aquella luna tucumana que apareció en los bocetos nocturnos…
El día previo al inicio de la expedición tenía nervios, revisaba constantemente la mochila y mi lista de cosas que tenía que llevar. Uno de mis grandes sueños había llegado a la puerta de mi vida como montañista: poder ir al cerro del Bolsón era mucho más que una meta, sobre mis hombros cargaba una mochila de dudas, incertidumbres y curiosidad por lo que iba a pasar.
Hijo de un montañista y amante de la naturaleza, apoderado desde niño por aquellas colosales montañas que aparecían en libros, siempre me habían llamado la atención específicamente “Los Nevados del Aconquija” por las historias de mi papá y por anécdotas de otras personas que habían estado en aquellas montañas.
Por fin había llegado el momento de ver esos cerros con mis propios ojos y de transitarlos personalmente por cada filo y quebrada que sé que me estaban esperando.
No era un jueves cualquiera aquel 20 de marzo, era un jueves de emociones, sentimientos y un sueño a punto de cumplirse : poder conquistar el techo tucumano, que está a 5.550 metros de altura. ¡Una odisea de aquellas! para mí.
Era el primer día y la primera salida del curso avanzado de alta montaña del CMT (Club de Montañistas de Tucumán), liderado por Marcos Villa Kenning, o más conocido como el “Chapu”, un montañista con vasta experiencia en alta montaña que había formado su club de montaña para fomentar el deporte y enseñar todo lo que había aprendido en sus 15 años de montañismo a otras personas.
El grupo estaba conformado por 13 personas, incluyéndome; venían de varias partes de la Argentina: Buenos Aires, Córdoba, Santa Fe y pocos de Tucumán.
La expedición empezó el 21 de marzo en El Tesoro, provincia de Catamarca, en la casa de una familia de arrieros conocidos del lugar, de apellido Escudero. Al arribar, preparamos los petates que llevarían las 4 mulas y 4 caballos hasta el campamento 1, llamado Ruinas.
Cada animal iba cargado con un aproximado de 40 a 50 kilos, liderados por Alfredo y su hija Sofía Escudero, que llevarían a través de las quebradas nuestro equipo más pesado.
La caminata se inició a las 15:22 horas por problemas de logística de los ómnibus que traían a algunos compañeros, lo que hizo que se retrasara unas dos horas el horario oficial.
A partir de ese momento, mis ojos empezaron a divisar nieve en aquella cumbre a lo lejos. Era el cerro del Bolsón, y como si de magia se tratase, cada vez que levantaba la mirada parecía que más nieve tenía la cumbre.
El camino del primer día no fue nada fácil: la noche nos atrapó y nos envolvió, mostrándonos un cielo estrellado. La montaña nos mostró la dureza de sus subidas y nos hizo comprender que aquí nada está dicho hasta que se llega a destino.
Caminamos 8 horas y alrededor de unos 14 kilómetros y llegamos a las 00:15 horas al campamento de Ruinas, donde nos encontramos con nuestro equipo más pesado ( que nos habían dejado los Escudero).
En este sitio y de manera rápida cada dupla armó su carpa, comió y se fue a la bolsa de dormir. Mi compañero de carpa era mi gran amigo, Maxi Marcone, ya nos habíamos conocido en el cerro Bonete Chico y había una estrecha relación entre nosotros, lo que permitió que nuestro trabajo en equipo rindiera al 100%, a pesar de la paliza que nos había dado la montaña en su primer día.
Antes de dormir, le dije a Maxi unas palabras que me quedaron marcadas: “Esto recién comienza”.
El día 22 de marzo, nuestro segundo día de marcha, nos levantamos a las 08:30 a.m. con un sol que parecía decirnos: “llegó el momento de seguir”.
La noche anterior habíamos logrado descansar bastante bien. Mientras preparábamos el desayuno, sabía perfectamente que la ligereza que había tenido en mi mochila el día anterior iba a ser reemplazada por todo mi equipo: carpa, comida extra, crampones, entre otras cosas.
La jornada del día 2 era más mental que física, aunque por más que uno llegue a sentirse “espectacular”, hay que saber que la montaña tiene la última palabra.
Casi al inicio de la caminata, dos compañeras del curso decidieron no seguir porque sentían que no iban a llegar, quedando de esta manera 11 personas en marcha hacia el campamento Islas Malvinas.
Durante nuestro trayecto, el sol nos acompañó, la montaña nos mostraba por momentos una sonrisa que se traducía en buen clima.
Subimos extensas quebradas, quenqueamos (faldeamos) subidas y dimos el 100% de cada uno en esta extensa jornada.
La montaña no regaló ni un centímetro, mostrándonos que la fama de dureza era real.
Cuando levantaba mi cabeza no lograba ver realmente hacia dónde íbamos, pero al mirar el track en el reloj sabía que faltaba mucho.
En un momento específico, en la subida de una quebrada, me di cuenta de la inmensidad de la montaña. Aquellos relatos que de niño había escuchado parecían fantasiosos, pero eran más que ciertos: subidas duras acompañadas por grandes piedras, que eran las guardianas de la montaña y nos observaban mientras subíamos.
Cada paso en la marcha costaba por el peso que cargábamos en nuestros hombros. Algunos compañeros ya empezaban a sentirse fatigados y las dudas empezaban a aparecer con el atardecer que nos cubría, y aún no habíamos llegado al campamento. Arribamos a destino, pero no al que queríamos.
El grupo estaba tan cansado que “el Chapu” decidió armar campamento 500 metros antes del lugar original al que íbamos a ir, dando así por finalizado el segundo día.
Nos tomó unas 9 horas y ya estábamos a 4.700 metros de altura.
Con Maxi armamos la carpa un poco más alejada del grupo central y comimos en paz. Sabía perfectamente que mi compañero se encontraba en óptimas condiciones para subir y yo también. Charlamos, nos reímos, nos preparamos y me aconsejó sobre ciertas cosas que podrían ocurrir al día siguiente.
Apagué la luz tenue de mi linterna y cerré los ojos.
La alarma sonó a las 03:00 a.m., abrí los ojos y automáticamente percibí que me sentía demasiado bien. Había logrado descansar casi al 100%, así que mientras preparaba el desayuno para mí y mi compañero, mi cabeza solamente se enfocaba “en el momento presente”. No quería que ni la duda ni el miedo me invadieran, y mucho menos la ansiedad. Con una gran sonrisa, acompañada de mucho coraje, abrimos la carpa y salimos para reunirnos con el grupo. ¡El gran día había llegado!.
El cielo estaba cubierto de estrellas y una gran luna tucumana nos iluminaba la cara con ilusiones. Siempre hay que recordar que la montaña tiene la última palabra.
Nos acomodamos en una ronda, “el Chapu” dio unas palabras de aliento y aclaró que el que no se sintiera en condiciones para ir a la cumbre no tenía que ir, porque ponía en riesgo a la propia persona y también grupo mismo.
Solo 8 de los 13 integrantes decidimos seguir hacia la cumbre, y se produjo el silencio. El frío se apoderó de cada uno de nosotros, pero no podía contra el corazón de ese grupo de montañistas y ante mis ojos vi a los seres humanos más decididos del mundo.
Nos pusimos en marcha a las 04:00 a.m., y a los 15 minutos, con la luz de mi linterna, empecé a ver cómo las piedras del piso se tornaban monstruosas y grandes. Ante mí estaba lo que yo llamé “El Acarreo del Infierno”. Una subida de tal vez 200 o 300 metros, la cual nos tomó una hora subir, con complicaciones, ya que constantemente estaba la posibilidad de derrumbe o el peligro de caída.
Ya arriba del acarreo, divisé con las primeras luces del amanecer, la cumbre: blanca, imponente, lejos pero tan cerca… ahí estaba mi sueño.
Las fábulas y las historias de mi papá ya eran parte del pasado porque yo las estaba viviendo en la montaña, estaba sintiendo con mis propios pies la tierra de las alturas, con mis ojos era testigo de la belleza de ese lugar, mi nariz olía la pureza del aire y mi piel sentía ese gélido viento que me atravesaba de par en par.
Caminamos otros 40 minutos hasta el inicio del filo cumbrero, donde descansamos. Mientras los demás dormitaban, yo tomaba fotos mentales con mis ojos, pero volví a concentrarme cuando empezamos a preparar los crampones para subir.
El filo estaba con mucha nieve y era bastante empinado, así que yo seguí la orden del Chapu : “Seguílo a Maxi, que tiene experiencia”. Y eso hice. Mi compañero me dio ciertos consejos técnicos de cómo subir por la inclinación que tenía el suelo, y empezamos a subir.
Detrás nuestro el resto del equipo iba a su ritmo.
Repentinamente, a los 20 minutos, a Maxi se le desajustó un crampón y me dio la seña de seguir subiendo. Mi sonrisa debe haber sido tan grande que me devolvió la sonrisa de camaradería. Ahí estaba yo, liderando la subida de la montaña que más había anhelado subir en mi vida, mucho más que el K2 o el Aconcagua.
La nieve quemaba parte de mi piel, fuertes ráfagas de viento me golpeaban, pero yo no me detenía. Estaba decidido a hacer cumbre y estaba dispuesto a ser paciente en cada paso para no gastar energías extras, ya que sabía que faltaba el regreso. Pasaron unos largos 30 minutos y a las 11:50 a.m. estaba en la cumbre más alta de Tucumán.
El techo tucumano me recibió con un clima espectacular, lograba ver más allá y parecía estar tan cerca del cielo. Las lágrimas se apoderaron de mí, todo tipo de emoción dentro mío rebasó y exploté en llanto de alegría. Había cumplido mi sueño.
A los pocos minutos llegó Maxi, y en ese abrazo de hermandad le dije gracias por acompañarme en cada paso de esta expedición. Todos los miembros que habían atacado ese día la cumbre lograron su cometido.
Todos volvimos sanos y salvos al campamento a las 16:00 horas, con un sol que nos acompañó desde el amanecer hasta el atardecer.
Nuestros compañeros que se habían quedado nos recibieron con abrazos y sonrisas. Decidimos que íbamos a bajar directo al día siguiente hacia El Tesoro, así que, con eso en mente, sabíamos que otro día duro nos esperaba.
Una vez más la alarma sonó, eran las 03:00 a.m. y estábamos preparándonos para volver a casa. Un día con más de 21 kilómetros nos esperaba, y la marcha comenzó a las 04:30 de la mañana, aproximadamente.
Detrás mío dejaba a la montaña más inhóspita, salvaje, bella y desafiante a la cual me había enfrentado hasta ese momento.
En el regreso, pensé millones de cosas, experimenté la alta montaña en su máximo esplendor, había dejado un pedazo de mí en esos caminos.
La cumbre se había apoderado de mi corazón, veía en detalle cada cosa posible : piedritas, tarucas a lo lejos, espinas, verde, arena, el cielo inmenso sobre mí y algunas otras cosas que no quería que solo fueran recuerdos de una foto. Quería recuerdos sensoriales.
La montaña siempre pide algo a cambio de su cumbre, y esa vez se llevó una parte de mí. Cada lágrima, cada pisada, cada sonrisa y cada gota de transpiración fue el precio que tuve que pagar para lograr llegar. El precio fue ameno a comparación del precio que exigen otras montañas.
Tardamos unas 12 horas en llegar a El Tesoro. Exhaustos pero felices, logramos terminar la primera salida del Curso Avanzado de Alta Montaña.
Mi sonrisa se plasmó en cada palabra que escribí, en mis recuerdos todas las sensaciones regresaron y se hicieron presentes… sentí el frío, el viento y regresé de nuevo a esa montaña.
Centro cultural Argentino de Montaña 2023