El siguiente artículo es una reproducción del publicado en la revista "Weekend" en diciembre de 1996 en el que se relata la experiencia de Alfredo Rosasco, Agostino Rocca, Jose Luis Fonrouge, Daniel Hirsh y Sebastián Letemendía
Una de las tantas cosas que tiene la montaña es la oportunidad de verse con los amigos, de compartir unos instantes el milagro de la Creación y, a través de los gestos o miradas, entender que la vida es sencillamente maravillosa cuando se la vive intensamente.
Alfredo Rosasco, sempiterno compañero de mis expediciones; Agostino Rocca, inclaudicable esquiador alpino; Daniel Hirsh, entusiasta aventurero que siempre busca más y Sebastián Letemendía, gran amante de la naturaleza, como él se define, conforman esta pequeña banda de cazadores de la felicidad.
En el centro de esquí de Caviahue, nos recibe una simpática familia de perros huskies y, enseguida de llegar, bajamos nuestro equipamiento de la camioneta y comenzamos a organizar la enorme cantidad de cosas que habremos de utilizar en los cuatro días de permanencia en el Volcán Copahue. Parece mentira que finalmente todo quepa en una mochila de solamente quince kilos.
El año pasado, en una travesía que hicimos a los Alpes suizos, nos acercamos a la montaña en un trencito que nos dejó a 3.000 metros de altura; aquí aprovechamos una telesilla doble que nos ahorró 300 metros de desnivel y unos 1.500 metros de distancia. Salvando las diferencias, bienvenida sea.
Mientras íbamos en la aerosilla, miraba toda esa deslumbrante belleza de la montaña y pensaba que, interpretando algunos de sus matices, construimos en nosotros una obra de arte.
El paisaje es muy sugestivo, imagino que estamos en una especie de Jurassic Park: el volcán humeante, el rugido de una gran fumarola, un leve aroma a sulfuro y las araucarias centenarias ambientan el lugar de manera tal que no me sorprendería la aparición por estos lugares de un auténtico saurio.
Adherimos las pieles sintéticas a los esquís, gesto que ya se ha convertido en rutina, ajustamos las mochilas y cada uno toma su ritmo y emprende su itinerario.
Las pendientes son suaves y serpentean entre morenas y escoria volcánica. Enseguida, la fila se estira y nuestras huellas se entrecruzan en la nieve: cada uno disfruta de su propia traza. A la distancia, mis compañeros semejan templarios enfundados en sus armaduras de colores, los bastones son sus espadas y los esquís sus vehículos etéreos, que simulan flotar en el aire.
Luego de varias horas de marcha, llegamos al lugar del campamento, al lado de un viejo refugio de madera que estaba con la puerta y las ventanas rotas y, por lo tanto, con nieve en su interior. Con un trozo de madera, comienzo a limpiar mientras llegan mis amigos.
La temperatura ha bajado muchísimo y el movimiento me mantiene el calor. El sol, o lo que queda de él, está muy al Norte, bajo y perdiéndose en el horizonte acerado.
Armamos las dos carpas afirmándolas con piedras a la nieve, que estaba muy dura, producto de la acción del viento y el frío. Ateridos, apresuramos una sopa y enseguida el duvet de las bolsas es un bálsamo que agradecen nuestros cuerpos.
Durante la noche comienza una pertinaz nevada que al día siguiente nos inmoviliza. La incertidumbre sobre el tiempo también forma parte del programa del montañismo, y permite recordar anécdotas casi olvidadas.
Comemos y bebemos sin misericordia: estas excursiones cortas nos autorizan a traer tartas y pollos rotisados que son, sin duda, un lujo muy apreciado.
Los -15° C nos hace despertar tarde, pero felices porque el día, despejado y calmo, anuncia una exitosa ascensión. Nuestra intención es pasar por el cráter, que continúa humeando, antes de alcanzar la cumbre. Nuevamente se repite la rutina de enhebrar trazas sobre la nieve poco profunda y de óptimas condiciones.
Hay en el entorno una gran claridad, y cada uno de nosotros se pierde en sus propias cavilaciones. El cráter derrama un líquido espeso, verdoso y humeante, lo que nos habla de una montaña viva y de un planeta en formación. Luego de unos minutos, las emanaciones pestilentes nos impulsan a continuar nuestro camino hacia la cumbre, para la que faltaban unas dos horas de marcha.
La cumbre vino hacia nosotros en medio de tules y gasas que la brisa formaba arrebolando las nubes. Felices de estar nuevamente juntos en la cima, gracias a los auspicios de una empresa telefónica, nos comunicamos, celular mediante, con nuestros otros afectos, que, a miles de kilómetros de distancia, eran también partícipes de estos grandiosos momentos que nos regala la naturaleza.
Partiendo desde la ciudad de Neuquén, se toma la ruta nacional Nº 22 hasta el poblado de Las Lajas a 200 kilómetros, pasando por Zapala. Luego se desvía hacia el norte por la ruta Nº 21, unos 120 kilómetros hasta Caviahue.
Caviahue esta ubicado a 1647 metros. en plena Cordillera de los Andes al noroeste de la provincia de Neuquén. En lengua Mapuche significa “Lugar de Fiesta o Reunión”. Es es un pueblo de montaña al pie del Volcán Copahue, a orillas del lago Caviahue. Enclavada en el Parque Provincial Copahue de 28.300 hectáreas, con bosques de Araucarias, Lagos, Lagunas y Cascadas, ofrece un espectáculo único.
Centro cultural Argentino de Montaña 2023