Rodrigo Fica, autor del libro " No me olviden", en el que realiza un meticuloso registro desde el año 1900 en adelante de todos los accidentes fatales sucedidos en la República de Chile, nos comparte en esta nota las reflexiones en su valiosa investigación.
Por razones que si gustan otro día podríamos conversar, mucho tiempo atrás nació en mí la curiosidad por saber más acerca de los accidentes de montaña. Un interés que al principio fue desordenado, pero que, con el paso de los años dio lugar a un serio esfuerzo de investigación que, bajo la excusa de responder preguntas tan simples como ¿cuánta gente ha fallecido?, ¿dónde? y ¿por qué?, pudiera entregar antecedentes verosímiles a deportistas, la sociedad o los interesados en general. Para, entre otras cosas, ayudar a una toma de decisión informada.
A través del tiempo fui comunicando de diversas maneras lo que esta iniciativa iba encontrando, incluyendo la publicación en el 2020 de “No me olviden”, un libro que resumía lo realizado y contenía el registro (desde el año 1900 en adelante) de todos los accidentes fatales sucedidos en Chile por interacción humana; incluyendo, pero no limitado a, el montañismo, la escalada, el esquí, el excursionismo y otras actividades relacionadas. Una faceta de difusión que aún continúa, siendo lo último una serie de artículos detallando lo sucedido tras la aparición de la pandemia del COVID-19.
Inserto en tal tarea es que se entiende la invitación que recibí para usar este espacio. Para lo cual, y sabiendo que es imposible resumir en 3 o 4 páginas la labor efectuada durante 25 años, me pareció que, en vez de llegar y comenzar a tirar números, aportaba más el compartir con ustedes ciertos pensamientos que normalmente no tengo la oportunidad de desarrollar. Reflexiones que sospecho pueden ser particularmente reveladoras para quienes se interesan en el tema y/o están realizando esfuerzos similares.
Para comenzar, advertirles que desconozco cuánto de mi investigación puede ser aplicada a otras realidades. Por un lado, se tiende a pensar que el problema de la accidentabilidad tiende a ser el mismo en cualquier área de montaña del mundo; por otro, que el contexto también afecta, refiriéndome no solo a aspectos contingentes, como legislaciones o políticas de acceso, sino que también a intangibles como la idiosincrasia o la cultura. Definitivamente, ustedes estarán en mejor posición que yo para dilucidar este punto.
Lo segundo es insistir en una condicionante que describí en un párrafo previo pero que puede haber pasado desapercibida: que todo lo hecho se refiere a víctimas fatales. Infortunadamente, modelar los accidentes no-fatales es complicado, representando una tarea mayúscula que excede las capacidades de un proyecto de índole personal. Lo que conduce a una nueva pregunta: cuánto de los hallazgos acerca de los eventos fatales se pueden extender a los no‑fatales. Y, de nuevo, me declaro incompetente para entregar una respuesta al respecto.
El tercer punto es acerca del contexto en el cual la investigación se llevó a cabo. Más allá de las apariencias, propaganda o palabras gentiles, deben saber que en Chile no existe cultura de montaña. Sí, lo sé, este es un concepto de complicada definición, no obstante, quienes conocen de cerca las naciones de tradición alpina, entenderán a qué me refiero. Y, en el caso de mi país, aquí no se dan ninguna de las características legales, educacionales, cognitivas o sociales como para justificar rotularlo como “de montaña”. Los accidentes, luego, no se escapan a este escenario, dándose su discusión y entendimiento en un descampado de ignorancia.
Y si no me creen, aquí tienen un ejemplo que lo ilustra:
Nunca Chile pudo llevar a cabo un estudio sistemático del fenómeno de la accidentabilidad, nii histórico o actual ni público o privado. Sí, es cierto, hubo en el pasado nobles intentos, pero ninguno de ellos duró en el tiempo por un sinnúmero de variadas razones, siendo la más importante la inexistencia de apoyo oficial.
Esto no solo se refiere a recursos, sino que también a cierta potestad para acceder a la información; es decir, acceso responsable a las pericias policiales o judiciales para poder registrar correctamente lo sucedido.
Sin embargo, como esa opción nunca existió (hoy tampoco), los datos se generaban (y se generan) en base a filtraciones, manipulaciones o mentiras, con lo cual no hace más que socavarse la credibilidad global del esfuerzo. Dicho de otra manera, ¿por qué le voy a creer a las conclusiones de una investigación que se construye sobre rumores?
Ahora, no todos los problemas que enfrentaron tales pretéritos estudios se debieron a la falta de apoyo; también tenían deficiencias propias. Siendo la más habitual el clásico error de abocarse a recopilar datos sin adscribirse a una estructura conceptual. ¿Qué entendemos por un accidente de montaña? ¿Qué actividades están incluidas? ¿Cuáles no? ¿Cómo se clasifican las causas? ¿Qué pasa con las montañas limítrofes? ¿Se consideran a los extranjeros? Y así. O sea, cuando un accidente ocurre, de nada sirve llegar y simplemente anotar datos (fecha, lugar, nombre, lesiones), si después esta información no es clasificada e interpretada bajo un conjunto consecuente de definiciones, reglas y criterios explícitos; idealmente por escrito. Un marco conceptual sin el cual las recopilaciones se transformaban (y transforman) en bolsas de gatos que comparaban (y comparan) peras con manzanas.
Por si desean saber, esta falencia no es solo de Chile, sino que también la observé en otros trabajos provenientes de Europa y Norteamérica. Por supuesto, no los he visto todos (lejos de eso), pero la mayoría de los que llegaron a mis manos no eran más que una entrega de cifras ordenadas en cuestionables agrupaciones, con lo cual se dejaba ver que el marco teórico utilizado no estaba depurado o bien que no existía del todo.
Esta particular reflexión de rimbombantes palabras puede darle a Ud., estimado lector, la impresión que esto no es más que una mera discusión académica, sin consecuencias reales para los escaladores, montañistas o esquiadores que deseen aprender del pasado. OK, punto anotado, pero no; nada más alejado de la realidad.
La descrita carencia generó consecuencias tangibles, siendo la más relevante de todas, la que generalmente menciono primero llegado el momento de conversar, es que precisamente fueron estos pobres o inexistentes modelamientos los que nunca identificaron la razón más importante por la cual las personas fallecen en las montañas de Chile. No; no son las avalanchas. No; no son las tormentas. Tampoco el frío, el estado físico, tener mal equipo o perderse. Son las caídas.
¿Obvio? Bueno, podría ser. Pero tal obviedad no justifica que nunca apareciera mencionada explícitamente, por sí sola, en alguna tabla o listado. Ausencia que no permitió identificarla como relevante mecanismo de lesión y, con ello, impidiendo trabajar de manera preventiva críticos aspectos que están relacionados. Por ejemplo, en que para participar en estas actividades se requiere una apropiada coordinación sicomotora; de lo contrario, ante el primer obstáculo topográfico serio (una pendiente, un filo, un resalte), la persona se caerá y, claro, nada bonito saldrá de aquello. O en lo importante que es estar bien entrenado antes de ir a una zona de montaña, un reforzamiento que es vital para desincentivar a las personas que insisten en practicar estas disciplinas sin la apropiada condición física.
También podría aprovechar para comentar que fue de esta súbita realización, las caídas como peligro primario, de donde nació mi tajante opinión de que entrar a la nieve sin crampones es negligente; no obstante, esto es ya entrar demasiado en detalles y requiere una explicación más larga que dejaré para otro día.
Cambio de tema, las drogas. Para lo cual, no deseo ingresar en el pantanal terreno de las definiciones, pero ustedes saben a qué me refiero: cocaína, marihuana, anfetaminas, LSD, barbitúricos, ácidos u otros; cuyo consumo existe en la sociedad y, por ende, en las actividades de aventura también. ¿Cuánto? Pues... nadie sabe. Lo que es un problema porque, como la información circunstancial disponible hace creer que ellas efectivamente inciden en la accidentabilidad, al no aparecer cuantificada en investigación alguna, queda la duda acerca de que tan verosímiles serán entonces los resultados entregados. Me refiero a que, por ejemplo, si un esquiador se cae por una pista y fallece al impactarse contra una barrera de nieve, lo más seguro es que se indiquen como causas de su deceso factores como “caída esquiando”, “golpe traumático”, “exceso de velocidad” u otros similares. Cuando a lo mejor todo se produjo porque el tipo estaba tan drogado (o ebrio) que ni siquiera sabía dónde estaba parado.
Lamentablemente, aquí no se ve una solución. Si bien en ocasiones hay casos en que se puede aseverar responsablemente que una víctima estaba bajo la influencia de substancias, en la mayor parte de las ocasiones es imposible determinarlo; ya sea porque las autopsias tienen limitaciones (tecnológicas o de recursos), hay aspectos legales involucrados (sus resultados no son públicos) o porque los consecuencias sociales también inciden (pocas familias estarían dispuestas a que se dijera que su ser amado estaba drogado). Lo anterior llevando a que este tema calce perfecto con lo que se entiende es un tabú: nadie sabe, nadie lo conversa, todos actuando como si no existiera.
Por último, que ya me he alargado más de la cuenta, nunca olvidar el concepto basal bajo el cual estas actividades se realizan: que se trata de acciones de riesgo. Un hecho que parte importante del mundo desarrollado ha interiorizado, pero que en Chile aún no entra porque este majaderamente insiste en verlo bajo la lupa de la “seguridad”.
Los accidentes, consecuentemente, no se libran de tal tontera, lo que explica por qué cada vez que fallece una persona en un área silvestre, se mire lo sucedido como producto de una irresponsabilidad o un error, siendo que muchas de ellas se deben a decisiones de libertad individual y riesgo asumido. Esto es, yo hago estas actividades porque quiero y yo decido cuánto riesgo estoy dispuesto a tolerar. Yo.
Una adecuada forma de terminar porque, dado que los accidentes continuarán sucediendo no importando lo que yo opine, al menos deseo que, de ocurrir, estos afecten a personas que estaban en el lugar que amaban, haciendo lo que ellos realmente querían.
RODRIGO FICA (aruficax@yahoo.com). Con múltiples certificaciones y ex-ingeniero Civil Industrial UC, en sus 34 años de práctica ha escalado en lugares tales como Alaska, Antártica, Asia, Himalaya, Europa, Perú, Bolivia, Australia, EE.UU., Canadá, México, África, Patagonia y otros. Miembro del equipo que realizó el primer cruce longitudinal del Campo de Hielo Sur en 1998-1999, recibió el Premio Estímulo Germán Maccio 1994 al Mejor Montañista Joven, la Medalla del Congreso en 1999, Mejor Montañista 2005 Revista Outdoors y el Piolet de Oro 2015 DAV-Chile. Autor de los libros "Bajo la Marca de la Ira", "Crónicas del Anticristo", "La esclavitud del miedo", "No me olviden" y “El Ajo de Molibdeno”.
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Los recuentos semestrales de accidentes previos al año 2013 fueron incluidos en el libro digital “Crónicas del Anticristo” (Apple Books, Amazon y Google Play); los posteriores están disponibles en el blog del Anticristo en la revista Escalando (escalando.org/anticristo). El desarrollo completo de la investigación, incluyendo datos, gráficos, ensayos y el detalle del marco conceptual, se encuentra en “No me olviden” (480 páginas, Editorial Versalita), disponible para el extranjero (buscalibre.cl/libros/editorial/versalita-ediciones) y Chile (@versalitaediciones).
Centro cultural Argentino de Montaña 2023