Les compartimos dos cuentos de estos dos grandes escritores, uno maestro del cuento latinoamericano, de prosa vívida, naturalista y modernista y el otro un renovador del cuento gótico moderno y del terror fantástico
Confieso que cursar en el secundario Literatura Argentina primero y luego Sudamericana casi me quita el gusto por las letras. Entre los argentinos sólo disfruto de Horacio Quiroga, Borges y Soriano. Salvo Fernando Vallejo, pobre es lo que este continente tiene para dar. Esa es mi opinión ácrata, apátrida y antinacional. Menuda tarea, decía hace sólo un párrafo.
Borges y Soriano fueron citadinos hasta la náusea; ¿cómo aunar eso con la última palabra del título de esta publicación: "montaña"? Si a cualquiera de ellos le hubiera dado un síncope de sólo pensar en una. Quiroga, en cambio, vivió el mundo salvaje en primera persona más que Hemingway, más que nadie; pero lo hizo en la selva misionera. Complicada tarea la que tengo en frente, insisto.
Luego me acordé de las Cartas de un cazador que Quiroga publicó en el Billiken entre enero y abril de 1924, casi como una continuación de sus relatos "para niños". Verá el querido lector que estos no son los mejores cuentos de Quiroga y que no terminan de hacerle justicia a su prosa, tal vez la mejor del Río de la Plata, o no: me rectifico, sí le hacen justicia. Y es que no puedo separar a Quiroga de Cuentos de la selva para los niños, uno de los pocos recuerdos gratos que tengo de mi padre, y me viene a la mente como marcaron mi infancia contándome la vida tal cual es: salvaje, violenta, implacable y hermosa. En Quiroga, el término "para niños" puede ser tomado casi como un contrasentido: la Disney nunca hará una película con ellos.
Algunos Borges y Bioy se burlan de la prosa de Quiroga por simplona, como tanto y tan despiadadamente lo han hecho. Todavía hoy, como en sus días, se destroza al escritor de El Cóndor diciendo: "La selva puso a sus pies / (Kipling) le puso al revés / los puntos sobre la íes". Pero son sus cuentos los que me hicieron amar lo salvaje y lo real por sobre lo industrial y lo virtual; y los que leía a escondidas en las clases de literatura del secundario. El lector montañista, o sus hijos, que lean, o escuchen antes de saber leer, este cuento sabrán de lo que hablo: valga ésta por única invitación.
Martín Paiva
Por Horacio Silvestre Quiroga
Chiquitos:
Lo que les conté en mi carta anterior sobre los zorritos que quise criar y no pude, estuvo a punto de repetirse ayer mismo aquí, sobre el lago Nahuel Huapi. Lo que esta vez quise criar fueron tres pichones de cóndor. Yo los había visto días atrás en la grieta de una montaña que cae a pico sobre el lago, formando una lisa pared de piedra de 50 metros de altura. Ese acantilado, como se llama a esas altísimas murallas perpendiculares, forma parte de la cordillera de los Andes. A la mitad de la altura del acantilado existe una gran grieta en forma de caverna. Y en el borde de esa grieta yo había visto tres pichones de cóndor que tomaban el sol, moviéndose sin cesar de delante a atrás.
Ustedes saben, porque se los he contado, que en el momento actual no hay cóndores en nuestro jardín Zoológico. Parece mentira, pero así es. Los que había murieron de reumatismo y otras enfermedades debidas a la falta de ejercicio. Y por más que se ha hecho, no ha podido conseguirse más cóndores.
Al ver aquellos tres pichones con su pelusa gris, tomando juntos el sol moribundo, deseé cazarlos vivos para ofrecérselos a Onelli.1 Los pichones de aves carnívoras como los pirinchos y los cóndores, se crían muy bien en cautividad.
¿Pero cómo cazarlos, chiquitos? Era imposible trepar por aquella negra y fantástica muralla de piedra, sin una saliente donde poder hacer pie. Iba pues, a perder las esperanzas de poseer mis condorcitos cuando un muchacho chileno, criado entre precipicios y cumbres de montaña, se ofreció a traérmelos vivos, siempre que yo lo ayudara con mis compañeros.
El plan del muchacho era tan arriesgado como sencillo. Consistía en atarse una cuerda a la cintura y descender desde lo alto del acantilado hasta el nido de cóndores. Nosotros iríamos soltando la cuerda hasta que el muchacho alcanzara la grieta. Se apoderaría entonces de los pichones que, con seguridad, le lastimarían las manos con sus garras, y después de meterlos en una bolsa que llevaría atada al cuello, daría tres tirones a la cuerda para avisarnos que todo estaba listo.
Como ven, chiquitos, el plan no podía ser más simple. Con un cazador de cordillera como él, no había que temer el mareo o vértigo. Sólo quedaba, y muy grande, el peligro de que los cóndores padres regresaran antes de hora a su nido.
Nosotros habíamos observado que el casal de cóndores se ausentaba siempre a mediodía, para regresar a la caída de la tarde. Seguramente iban hasta muy lejos, a buscar alimento para sus hijos. Pero comenzando temprano la cacería, no había miedo de que nos sorprendieran.
Tal fue lo que hicimos. A las dos de la tarde de un día nublado (ayer mismo, chiquitos: ¡qué largo parece el tiempo cuando se ha sufrido una desgracia!); a las dos, pues, atamos la cuerda a la cintura del muchacho, sujetándole a la espalda la bolsa para encerrar dentro a los condorcitos. A las dos y diez minutos aflojamos todo el primer metro de cuerda, y el muchacho chileno quedó suspendido sobre el abismo.
Esta maniobra parece fácil y rápida, hijitos míos, contada así. Pero a nosotros, que estábamos allá arriba aflojando la cuerda poco a poco, mientras el muchacho se balanceaba sobre quinientos metros de vacío, aquello nos parecía horriblemente lento y largo.
Cien... doscientos... doscientos cincuenta metros... De pronto, la súbita flojedad de la cuerda nos hizo conocer que el muchacho había por fin hecho pie en el pretil de la grieta. Y la tarde, muy nublada, comenzaba a oscurecer ya. El tiempo había cambiado también. Súbitamente, un gran frío se había abatido sobre nosotros mientras los altos picos de la cordillera desaparecían tras una borrasca de nieve.
Uno de nosotros gritó de pronto:
-¡Los cóndores! ¡Los cóndores!
En efecto: pequeños aún, se veían contra el cielo blanco dos puntitos oscuros que aumentaban velozmente de tamaño. Eran los grandes cóndores que regresaban temprano al nido ante la inminente borrasca de nieve.
La situación era tremenda para el infeliz muchacho. ¿Qué destino podía esperarle?
Otro de nosotros gritó con todas sus fuerzas:
-¡Ligero! ¡La cuerda! ¡Si dentro de diez minutos no hemos recogido toda la cuerda, el
pobre muchacho está perdido!
Como locos, nos pusimos todos a recoger la cuerda.
Chiquitos: Yo nunca he visto en mi vida posición más desesperada ni ser humano a quien amenazara muerte más atroz. El muchacho podría defenderse un instante con su cuchillo; pero sin contar los terribles picotazos de los cóndores que al fin lo destrozarían, tampoco podría resistir a sus tremendos aletazos.
Y mientras tirábamos y tirábamos con furia, llegó a nuestros mismos oídos el silbido del aire cortado por las inmensas alas de los cóndores. Los dos cóndores habían ya oído también el graznido de sus pichones, encerrados en la bolsa. Ambos lanzáronse como una flecha sobre el cazador; y al estar ya sobre él, con un golpe de ala desviaron bruscamente el vuelo. El primer cóndor alcanzó asimismo al muchacho con la extremidad de sus potentes alas, mientras el segundo lo alcanzaba de pleno lanzándolo al vacío de un terrible aletazo.
Yo y otros más nos habíamos tendido de boca sobre el mismo pretil de la muralla, desesperados de poder salvar al desgraciado. Y vimos a la infeliz criatura sacudida, golpeada, girando sobre sí misma en la extremidad de su cuerda, mientras los cóndores, con sus rojas pupilas fulgurantes de ira, giraban sin cesar alrededor de un tremendo aletazo.
El desgraciado muchacho, con los brazos pendientes y la cabeza doblada, había perdido el conocimiento. Y nosotros tirábamos de la cuerda, ¡ay!, demasiado lentamente.
-¡Más ligero, por Dios! -gritaba sollozando el hermano del desgraciado muchacho-. ¡Faltan cien metros solamente! ¡Ochenta! ¡Faltan cincuenta nada más! ¡Valor, por amor de Dios!
¡Ay, chiquitos! Ni por el amor de Dios, pudimos salvar a la pobre criatura. Ante la amenaza de que el ladrón de sus hijos pudiera escapárseles y ante nuestra vista misma, los cóndores cayeron uno tras otro sobre la víctima, y por un momento pudimos ver las garras, rojas de sangre, hundidas en la infeliz criatura, mientras sus picos de acero se alzaban y hundían en el vientre con la fuerza de un martinete.
Algunos de nosotros, que nada veían, gritaron aún:
-¡Animo! ¡Faltan sólo diez metros! ¡Ya está! ¡Ya está aquí!...
¡Pobre chilenito! ¡Sí; ya estaba! Pero lo que estaba por fin en nuestras manos, atado aún por la cuerda a la cintura, era sólo el cadáver destrozado de un chico de gran valor. Mas no era únicamente él el muerto.
Dentro de la bolsa colgada al cuello yacían también muertos a picotazos los tres pichones de cóndor. Las gatas, las leonas y muchos otros animales matan a veces a sus crías cuando han sido tocadas por el hombre.
Triste destino, en verdad, el de los cóndores, chiquitos, pues si nosotros habíamos perdido a un heroico cazador, ellos, los cóndores habían perdido el año, su nido y sus tres hijos, sacrificados por ellos mismos.
Por Edgar Allan Poe
Traducción de Julio Cortázar
Ser el inventor del cuento moderno fantástico y policial es poco homenaje para el mejor cuentista. Poco más se podrá agregar acerca de Allan Poe. La traducción ineluctable al castellano de las Obras Completas es de Julio Cortázar. Culpo a la bestia bicéfala Cortázar-Allan Poe de tiranizar con mi propia prosa y condenarme a la mediocridad literaria; reto a leerlos y no ser del mismo parecer.
El montañista recordará de alguna travesía propia la sensación de ser el primer aventurero, el primerísimo y único aventurero que penetró en sus reconditeces.
Quien haya subido de más en un día de marcha sabrá acerca de la sensación de alucinación y lo real que ésta se torna cuando las cosas no son ya lo que solían ser en el mundo real. Sabrá del desconcierto posterior.
Allan Poe describe en este cuento sensaciones que yo viví y que él no experimentó jamás; demuestra, cuando no, que la imaginación es más realista que la percepción.
Martín Paiva
Durante el otoño del año 1827, mientras residía cerca de Charlottesville (Virginia), trabé relación por casualidad con Mr. Augustus Bedloe. Este joven caballero era notable en todo sentido y despertó en mí un interés y una curiosidad profundos. Me resultaba imposible comprenderlo tanto en lo físico como en lo moral. De su familia no pude obtener informes satisfactorios. Nunca averigüé de dónde venía. Aun en su edad -si bien lo califico de joven caballero- había algo que me desconcertaba no poco. Seguramente parecía joven, y se complacía en hablar de su juventud; mas había momentos en que no me hubiera costado mucho atribuirle cien años de edad. Pero nada más peculiar que su apariencia física. Era singularmente alto y delgado, muy encorvado. Tenía miembros excesivamente largos y descarnados, la frente ancha y alta, la tez absolutamente exangüe, la boca grande y flexible, y los dientes más desparejados, aunque sanos, que jamás he visto en una cabeza humana. La expresión de su sonrisa, sin embargo, en modo alguno resultaba desagradable, como podía suponerse; pero era absolutamente invariable. Tenía una profunda melancolía, una tristeza uniforme, constante. Sus ojos eran de tamaño anormal, grandes y redondos, como los del gato. También las pupilas con cualquier aumento o disminución de luz sufrían una contracción o una dilatación como la que se observa en la especie felina. En momentos de excitación le brillaban los ojos hasta un punto casi inconcebible; parecían emitir rayos luminosos, no de una luz reflejada, sino intrínseca, como una bujía, como el sol; pero por lo general tenía un aspecto tan apagado, tan velado y opaco, que evocaban los ojos de un cadáver largo tiempo enterrado.
Estas características físicas parecían causarle mucha molestia y continuamente aludía a ellas en un tono en parte explicativo, en parte de disculpa, que la primera vez me impresionó penosamente. Pronto, sin embargo, me acostumbré a él y mi incomodidad se desvaneció. Parecía proponerse más bien insinuar, sin afirmarlo de modo directo, que su aspecto físico no había sido siempre el de ahora, que una larga serie de ataques neurálgicos lo habían reducido de una belleza mayor de la común a eso que ahora yo contemplaba. Hacía mucho tiempo que le atendía un médico llamado Templeton, un viejo caballero de unos setenta años, a quien conociera en Saratoga y cuyos cuidados le habían proporcionado, o por lo menos así lo pensaba, gran alivio. El resultado fue que Bedloe, hombre rico, había hecho un arreglo con el doctor Templeton, por el cual este último, mediante un generoso pago anual, consintió en consagrar su tiempo y su experiencia médica al cuidado exclusivo del enfermo.
El doctor Templeton había viajado mucho en sus tiempos juveniles, y en París se convirtió, en gran medida, a las doctrinas de Mesmer (hipnotismo). Por medio de curas magnéticas había logrado aliviar los agudos dolores de su paciente, que, movido por este éxito, sentía cierto grado natural de confianza en las opiniones en las cuales se fundaba el tratamiento. El doctor, sin embargo, como todos los fanáticos, había luchado encarnizadamente por convertir a su discípulo, y al fin consiguió inducirlo a que se sometiera a numerosos experimentos. Con la frecuente repetición de éstos logró un resultado que en los últimos tiempos se ha vulgarizado hasta el punto de llamar poco o nada la atención, pero que en el período al cual me refiero era apenas conocido en América. Quiero decir que entre el doctor Templeton y Bedloe se había establecido poco a poco un rapport muy definido y muy intenso, una relación magnética. No estoy en condiciones de asegurar, sin embargo, que este rapport se extendiera más allá de los límites del simple poder de provocar sueño; pero el poder en sí mismo había alcanzado gran intensidad. El primer intento de producir somnolencia magnética fue un absoluto fracaso para el mesmerista. El quinto o el sexto tuvo un éxito parcial, conseguido después de largo y continuado esfuerzo. Sólo en el duodécimo el triunfo fue completo. Después de éste la voluntad del paciente sucumbió rápidamente a la del médico, de modo que, cuando los conocí, el sueño se producía casi de inmediato por la simple voluntad del operador, aun cuando el enfermo no estuviera enterado de su presencia. Sólo ahora, en el año 1845, cuando se comprueban diariamente miles de milagros similares, me atrevo a referir esta aparente imposibilidad como un hecho tan cierto como probado.
El temperamento de Bedloe era sensitivo, excitable y exaltado en el más alto grado. Su imaginación se mostraba singularmente vigorosa y creadora, y sin duda sacaba fuerzas adicionales del uso habitual de la morfina, que ingería en gran cantidad y sin la cual le hubiera resultado imposible vivir. Era su costumbre tomar una dosis muy grande todas las mañanas inmediatamente después del desayuno, o más bien después de una taza de café cargado, pues no comía nada antes de mediodía, y luego salía, solo o acompañado por un perro, en un largo paseo por la cadena de salvajes y sombrías colinas que se alzan hacia el suroeste de Charlottesville y son honradas con el título de Montañas Escabrosas.
Un día oscuro, caliente, neblinoso de fines de noviembre, durante el extraño interregno de las estaciones que en Norteamérica se llama verano indio, Mr. Bedloe partió, como de costumbre, hacia las colinas. Transcurrió el día, y no volvió.
A eso de las ocho de la noche, ya seriamente alarmados por su prolongada ausencia, estábamos a punto de salir en su busca, cuando apareció de improviso, en un estado no peor que el habitual, pero más exaltado que de costumbre. Su relato de la expedición y de los acontecimientos que lo habían detenido fue en verdad singular.
Recordarán ustedes -dijo- que eran alrededor de las nueve de la mañana cuando salí de Charlottesville. De inmediato dirigí mis pasos hacia las montañas y, a eso de las diez, entré en una garganta completamente nueva para mí. Seguí los recodos de este paso con gran interés. El paisaje que se veía por doquiera, aunque apenas digno de ser llamado imponente, presentaba un indescriptible y para mí delicioso aspecto de lúgubre desolación. La soledad parecía absolutamente virgen. No pude menos de pensar que aquel verde césped y aquellas rocas grises nunca habían sido holladas hasta entonces por pies humanos. Tan absoluto era su apartamiento y en realidad tan inaccesible -salvo por una serie de accidentes- la entrada del barranco, que no es nada imposible que yo haya sido el primer aventurero, el primerísimo y único aventurero que penetró en sus reconditeces.
»La espesa y peculiar niebla o humo que caracteriza al verano indio y que ahora flota, pesada, sobre todos los objetos, servía sin duda para ahondar la vaga impresión que esos objetos creaban. Tan densa era esta agradable bruma, que en ningún momento pude ver a más de doce yardas en el sendero que tenía delante. Este sendero era sumamente sinuoso y, como no se podía ver el sol, pronto perdí toda idea de la dirección en que andaba. Entre tanto la morfina obró su efecto acostumbrado: el de dotar a todo el mundo exterior de intenso interés. En el temblor de una hoja, en el matiz de una brizna de hierba, en la forma de un trébol, en el zumbido de una abeja, en el brillo de una gota de rocío, en el soplo del viento, en los suaves olores que salían del bosque había todo un universo de sugestión, una alegre y abigarrada serie de ideas fragmentarias desordenadas.
»Absorto, caminé durante varias horas, durante las cuales la niebla se espesó a mi alrededor hasta tal punto que al fin me vi obligado a buscar a tientas el camino. Y entonces una indescriptible inquietud se adueñó de mí, una especie de vacilación nerviosa, de temblor. Temí caminar, no fuera a precipitarme en algún abismo. Recordaba, además, extrañas historias sobre esas Montañas Escabrosas, sobre una raza extraña y fiera de hombres que ocupaban sus bosquecillos y sus cavernas. Mil fantasías vagas me oprimieron y desconcertaron, fantasías más afligentes por ser vagas. De improviso detuvo mi atención el fuerte redoble de un tambor.
»Mi asombro fue por supuesto extremado. Un tambor en esas colinas era algo desconocido. No podía sorprenderme más el sonido de la trompeta del Arcángel. Pero entonces surgió una fuente de interés y de perplejidad aún más sorprendente. Se oyó un extraño son de cascabel o campanilla, como de un manojo de grandes llaves, y al instante pasó como una exhalación, lanzando un alarido, un hombre semidesnudo de rostro atezado. Pasó tan cerca que sentí su aliento caliente en la cara. Llevaba en una mano un instrumento compuesto por un conjunto de aros de acero, y los sacudía vigorosamente al correr. Apenas había desaparecido en la niebla cuando, jadeando tras él, con la boca abierta y los ojos centelleantes, se precipitó una enorme bestia. No podía equivocarme acerca de su naturaleza. Era una hiena.
»La vista de este monstruo, en vez de aumentar mis terrores los alivió, pues ahora estaba seguro de que soñaba, e intenté despertarme. Di unos pasos hacia adelante con audacia, con vivacidad. Me froté los ojos. Grité. Me pellizqué los brazos. Un pequeño manantial se presentó ante mi vista y entonces, deteniéndome, me mojé las manos, la cabeza y el cuello. Esto pareció disipar las sensaciones equívocas que hasta entonces me perturbaran. Me enderecé, como lo pensaba, convertido en un hombre nuevo y proseguí tranquilo y satisfecho mi desconocido camino.
»Al fin, extenuado por el ejercicio y por cierta opresiva cerrazón de la atmósfera, me senté bajo un árbol. En ese momento llegó un pálido resplandor de sol y la sombra de las hojas del árbol cayó débil pero definida sobre la hierba. Pasmado, contemplé esta sombra durante varios minutos. Su forma me dejó estupefacto. Miré hacia arriba. El árbol era una palmera.
»Entonces me levanté apresuradamente y en un estado de terrible agitación, pues la suposición de que estaba soñando ya no me servía. Vi, comprendí que era perfectamente dueño de mis sentidos, y estos sentidos brindaban a mi alma un mundo de sensaciones nuevas y singulares. El calor tornóse de pronto intolerable. La brisa estaba cargada de un extraño olor. Un murmullo bajo, continuo, como el que surge de un río crecido pero que corre suavemente, llegó a mis oídos, mezclado con el susurro peculiar de múltiples voces humanas.
»Mientras escuchaba en el colmo de un asombro que no necesito describir, una fuerte y breve ráfaga de viento disipó la niebla oprimente como por obra de magia.
»Me encontré al pie de una alta montaña y mirando una vasta llanura por la cual serpeaba un majestuoso río. A orillas de este río había una ciudad de apariencia oriental, como las que conocemos por las Mil y una noches, pero más singular aún que las allí descritas. Desde mi posición, a un nivel mucho más alto que el de la ciudad, podía percibir cada rincón y escondrijo como si estuviera delineado en un mapa. Las calles parecían innumerables y se cruzaban irregularmente en todas direcciones, pero eran más bien pasadizos sinuosos que calles, y bullían de habitantes. Las casas eran extrañamente pintorescas. A cada lado había profusión de balcones, galerías, torrecillas, templetes y minaretes fantásticamente tallados. Abundaban los bazares, y había un despliegue de ricas mercancías en infinita variedad y abundancia: sedas, muselinas, la cuchillería más deslumbrante, las joyas y gemas más espléndidas. Además de estas cosas se veían por todas partes estandartes y palanquines, literas con majestuosas damas rigurosamente veladas, elefantes con gualdrapas suntuosas, ídolos grotescamente tallados, tambores, pendones, gongos, lanzas, mazas doradas y argentinas. Y en medio de la multitud, el clamor, el enredo, la confusión general, en medio del millón de hombres blancos y amarillos con turbantes y túnicas y barbas caudalosas, vagaba una innumerable cantidad de toros sagrados, mientras vastas legiones de asquerosos monos también sagrados trepaban, parloteando y chillando, a las cornisas de las mezquitas, o se colgaban de los minaretes y de las torrecillas. De las hormigueantes calles bajaban a las orillas del río innumerables escaleras que llegaban a los baños, mientras el río mismo parecía abrirse paso con dificultad a través de las grandes flotas de navíos muy cargados que se amontonaban a lo largo y a lo ancho de su superficie. Más allá de los límites de la ciudad se levantaban, en múltiples grupos majestuosos, la palmera y el cocotero, y otros gigantescos y misteriosos árboles añosos, y aquí y allá podía verse un arrozal, alguna choza campesina con techo de paja, un aljibe, un templo perdido, un campamento gitano, o una solitaria y graciosa doncella encaminándose, con un cántaro sobre la cabeza, hacia las orillas del magnifico río. «Ustedes dirán ahora, por supuesto, que yo soñaba; pero no es así. Lo que vi, lo que oí, lo que sentí, lo que pensé, nada tenía de la inequívoca idiosincrasia del sueño. Todo poseía una consistencia rigurosa y propia. Al principio, dudando de estar realmente despierto, inicié una serie de pruebas que pronto me convencieron de que, en efecto, lo estaba. Cuando uno sueña y en el sueño sospecha que sueña, la sospecha nunca deja de confirmarse y el durmiente se despierta de inmediato. Por eso Novalis no se equivoca al decir que “estamos próximos a despertar cuando soñamos que soñamos”. Si hubiera tenido esta visión tal como la describo, sin sospechar que era un sueño, entonces podía haber sido un sueño; pero habiéndose producido así, y siendo, como lo fue, objeto de sospechas y de pruebas, me veo obligado a clasificarla entre otros fenómenos.»
-En esto no estoy seguro de que se equivoque -observó el doctor Templeton-, pero continúe. Usted se levantó y descendió a la ciudad.
«-Me levanté -continuó Bedloe mirando al doctor con un aire de profundo asombro-, me levanté como usted dice y descendí a la ciudad. En el camino encontré una inmensa multitud que atestaba las calles y se dirigía en la misma dirección, dando muestras en todos sus actos de la más intensa excitación. De pronto, y por algún impulso inconcebible, experimenté un fuerte interés personal en lo que estaba sucediendo. Sentía que debía desempeñar un importante papel, sin saber exactamente cuál. La multitud que me rodeaba, sin embargo, me inspiró un profundo sentimiento de animosidad. Me aparté bruscamente, deprisa, por un sendero tortuoso, llegué a la ciudad y entré. Todo era allí tumulto, contienda. Un pequeño grupo de hombres vestidos con ropas semiindias, semieuropeas, y comandado por caballeros de uniforme en parte británico, combatían en desventaja con la bullente chusma de las callejuelas. Me uní a la parte más débil, con las armas de un oficial caído, y luché no sé contra quién, con la nerviosa ferocidad de la desesperación. Pronto fuimos vencidos por el número y buscamos refugio en una especie de quiosco. Allí nos atrincheramos y por un momento estuvimos seguros. Desde una aspillera cerca del pináculo del quiosco vi una vasta multitud, en furiosa agitación, rodeando y asaltando un alegre palacio que dominaba el río. Entonces, desde una ventana superior de ese palacio bajó un personaje, de aspecto afeminado, valiéndose de una cuerda hecha con los turbantes de sus sirvientes. Cerca había un bote, en el cual huyó a la orilla opuesta del río.
»Y entonces un nuevo propósito se apoderó de mi espíritu. Dije unas pocas palabras apresuradas pero enérgicas a mis compañeros y, logrando ganar a algunos para mi causa, hice una frenética salida desde el quiosco. Nos precipitamos entre la multitud que lo rodeaba. Al principio ésta se retiró a nuestro paso. Volvió a unirse, luchó enloquecida, se retiró de nuevo. Entretanto nos habíamos alejado del quiosco y nos extraviamos y confundimos en las estrechas calles de casas altas, salientes, en cuyas profundidades el sol nunca había podido brillar. La canalla presionó impetuosa contra nosotros, acosándonos con sus lanzas y abrumándonos a flechazos. Las flechas eran muy curiosas, algo parecidas al sinuoso cris malayo. Imitaban el cuerpo de una serpiente ondulada y eran largas y negras, con púa envenenada. Una de ellas me hirió en la sien derecha. Me tambaleé y caí. Una instantánea y espantosa náusea me invadió. Me debatí, jadeando, hasta morir.»
-No puede usted insistir ahora -dije, sonriendo- en que toda su aventura no fue un sueño. No se dispondrá a sostener que está muerto, ¿verdad?
Al decir estas palabras esperaba de parte de Bedloe alguna vivaz salida a modo de réplica; pero, para asombro mío, vaciló, tembló, se puso terriblemente pálido y permaneció silencioso. Miré a Templeton. Estaba rígido y erecto en su silla, daba diente con diente y los ojos se le salían de las órbitas.
-¡Continúe! -dijo por fin con voz ronca.
-Durante varios minutos -prosiguió Bedloe- mi único sentimiento, mi única sensación fue de oscuridad, de nada, junto con la conciencia de la muerte. Por fin mi alma pareció sufrir un violento y repentino choque, como de electricidad. Con él apareció la sensación de elasticidad y de luz. Sentí la luz, no la vi. Por un instante me pareció que me levantaba del suelo. Pero no tenía presencia corpórea, ni visible, ni audible, ni palpable. La multitud se había marchado. El tumulto había cesado. La ciudad se hallaba en relativo reposo. Abajo yacía mi cadáver con la flecha en la sien, la cabeza enormemente hinchada y desfigurada. Pero todas estas cosas las sentí, no las vi. Nada me interesaba. El mismo cadáver era como si no fuese cosa mía. Voluntad no tenía ninguna, pero algo parecía impulsarme a moverme y me deslicé flotando fuera de la ciudad, volviendo a recorrer el sendero sinuoso por el cual había entrado. Cuando llegué al punto del barranco en las montañas donde encontrara la hiena, experimenté de nuevo un choque como de batería galvánica; las sensaciones de peso, de voluntad, de sustancia volvieron. Recobré mi ser original y dirigí ansioso mis pasos hacia casa, pero el pasado no había perdido la vivacidad de lo real, y ni siquiera ahora, ni siquiera por un instante, puedo obligar a mi entendimiento a considerarlo como un sueño.
-No lo era -dijo Templeton con un aire de profunda solemnidad-, y sin embargo sería difícil decir de qué otra manera podría llamárselo. Supongamos tan sólo que el alma del hombre actual está al borde de algunos estupendos descubrimientos psíquicos. Contentémonos con esta suposición. En cuanto al resto, tengo alguna explicación que dar. He aquí una acuarela que debería haberle mostrado antes, pero no lo hice porque hasta ahora me lo impidió un inexplicable sentimiento de horror.
Miramos la figura que presentaba. Nada le vi de extraordinario, pero su efecto sobre Bedloe fue prodigioso. Casi se desmayó al verlo. Y sin embargo era tan sólo un retrato, una miniatura de milagrosa exactitud, por cierto, un retrato de sus notables facciones. Por lo menos esto fue lo que pensé al mirarlo.
«-Advertirán ustedes -dijo Templeton- la fecha de este retrato. Aquí está, apenas visible, en este ángulo: 1780. En ese año fue hecho el retrato. Pertenece a un amigo muerto, a Mr. Oldeb, de quien fui muy íntimo en Calcuta, durante la administración de Warren Hastings. Entonces tenía yo sólo veinte años. La primera vez que lo vi, Mr. Bedloe, en Saratoga, la milagrosa semejanza existente entre usted y la pintura fue lo que me indujo a hablarle, a buscar su amistad y a llegar a un arreglo por el cual me convertí en su compañero constante. Al hacer esto me urgía en parte, y quizá principalmente, el dolido recuerdo del muerto, pero también, en parte, una curiosidad con respecto a usted, incómoda y no desprovista de horror.
»En los detalles de su visión entre las colinas ha descrito usted con la más minuciosa exactitud la ciudad india de Benarés, sobre el Río Sagrado. Los tumultos, el combate, la matanza fueron los sucesos reales de la insurrección de Cheyte Sing que ocurrió en 1780, cuando la vida de Hastings corrió inminente peligro. El hombre que escapaba por la cuerda de turbantes era el mismo Cheyte Sing. El destacamento del quiosco estaba formado por cipayos y oficiales británicos, comandados por Hastings. Yo formaba parte de ese destacamento e hice todo lo posible para impedir la temeraria y fatal salida del oficial que cayó, en las atestadas callejuelas, herido por la flecha envenenada de un bengalí. Aquel oficial era mi amigo más querido. Era Oldeb. Lo verán ustedes en estos manuscritos -aquí sacó un cuaderno de notas donde había varias páginas que parecían recién escritas-; en el mismo momento en que usted imaginaba esas cosas entre las colinas, yo estaba entregado a la tarea de detallarlas sobre el papel, aquí, en casa.»
Aproximadamente una semana después de esta conversación, en el periódico de Charlottesville aparecieron los siguientes párrafos:
«Tenemos el penoso deber de anunciar la muerte de Mr. AUGUSTUS BEDLO, caballero cuyas amables costumbres y numerosas virtudes le habían ganado el afecto de los ciudadanos de Charlottesville.
»Mr. B. había padecido durante varios años neuralgias que con frecuencia amenazaron con un fin fatal; pero ésta no puede ser considerada sino la causa mediata de su deceso. La causa próxima es especialmente singular. En una excursión a las Montañas Escabrosas, hace unos días, Mr. B. tomó un poco de frío y contrajo fiebre acompañada por gran aflujo de sangre a la cabeza. Para aliviar esto, el doctor Templeton recurrió a la sangría local, por medio de sanguijuelas aplicadas a las sienes. En un período terriblemente breve el paciente murió, viéndose entonces que en el recipiente de las sanguijuelas se había introducido por casualidad una de las vermiculares venenosas que de vez en cuando se encuentran en las charcas vecinas. Ésta se adhirió a una pequeña arteria de la sien derecha. Su gran semejanza con la sanguijuela medicinal fue causa de que se advirtiera demasiado tarde el error.»
N. B. La sanguijuela venenosa de Charlottesville siempre puede distinguirse de la medicinal por su color negro y especialmente por sus movimientos reptantes o vermiculares, que tienen una semejanza muy estrecha con los de la víbora.
Estaba hablando con el director del diario en cuestión sobre este notable accidente, cuando se me ocurrió preguntar por qué el nombre del difunto figuraba como Bedlo.
-Supongo -dije- que tienen ustedes autoridad suficiente para escribirlo así, pero siempre imaginé que el nombre se escribía con una e al final.
-¿Autoridad? No -replicó-. Es un simple error tipográfico. El nombre es Bedloe, con una e, y en mi vida he sabido que se escribiera de otro modo.
-Entonces -dije entre dientes mientras me alejaba-, entonces realmente ha sucedido que una verdad es más extraña que cualquier ficción, pues Bedlo, sin la e, ¿qué es sino Oldeb, a la inversa? Y este hombre me dice que es un error tipográfico.
FIN
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