Transitando por quebradas, mesetas y cumbres, donde conviven y conversan pueblos precolombinos, cazadores de guanaco, pirquineros, arrieros, cuatreros con sobrevivientes de accidentes aéreos, montañistas y exploradores.
No pudiendo hallar un paso por el portezuelo de las Damas al Cerro de Azufre que formaba el segundo objeto de nuestro viaje, bajamos por el río Tinguiririca hasta su confluencia con el río de Azufre i fuimos ascendiendo por este río hacia el Este. Este rio i su valle ofrecen al viajero vistas mas hermosas, vejetación pintoresca, mejor clima i camino mas blando que el de Tinguiririca: es un paseo agradable, no solamente para jeólogo i un naturalista, sino también para los turistas aficionados a las vistas i para los fotógrafos [sic].
Ignacio Domeyko. Febrero, 1861
Los tres tiros de escopeta resonaron largamente, como truenos subiendo por cada uno de los tres valles que confluyen en Casa de Lata: el estero Los Baños, los arroyos Fray Carlos y Los Humos. Es bastante probable el sobresalto del León allá arriba Sin duda, provocan su huida inhibiendo así su plan de arrojarse nuevamente al cuello de un par de ovejas perdidas. El “Amigo Carlos” le cede a Miguel la escopeta monotiro calibre 12 marca Baikal, de origen ruso (nuestra pequeña Ucrania). El pastor le tiene miedo al arma, por lo que nuestro joven arriero y guía se ofrece entusiasta para repercutir y espantar al puma.
Don Tono y Carlos siguen atizando el fuego y preparando algo de mate y rolando tabaco. Ambas yerbas almacenadas por kilos en sendos sacos harineros, junto a un tercero a mitad lleno de hojas de té. El viejo baúl al costado del fogón sirve de despensa y, más allá, varias botellas de 2 litros de Coca-Cola y unas cuantas de vino en caja se confinan en el rincón del improvisado “bar”. Carlos me ofrece buen jote fresco, el cual es bien recibido en esta segunda y agotadora jornada de dura cabalgata, coronada por la cumbre del volcán Tinguiririca.
Horas atrás, al atravesar el portezuelo de las solfataras, divisamos por primera vez las largas filas de ovejas corriendo en los riscos sobre los altos de los humedales del Fray Carlos. Algunos metros más abajo, el vuelo rasante de cóndores sobre los filos, completaba un cuadro evidente que se repetiría en los tres días restantes de nuestra travesía por la cordillera del Tinguiririca, antiguamente conocida como Morro del Azufre.
- Pero el León solo les chupa la sangre, murmura el “Amigo Carlos”, completando que solo les deja el cadáver a los “jotes”.
Es cierto, esta vez solamente fueron mordidas al cuello, como es usual en un primer ataque. A la noche siguiente volverían por el cadáver para esconderlo en algún refugio, protegido de los cóndores. Así se aseguran buen alimento para la manada por un par de días. Y por la forma del ataque, es probable que la madre haya estado enseñando cómo cazar a sus crías, me complementa el guía Nicolás Echenique algunos días después. Los cóndores, por su parte, tampoco aprovechan solos la carroña en el primer hallazgo. Con el vuelo alto y circular sobre la presa, anuncian a sus pares a la distancia que la cena está servida para todos. El alimento escasea y hay que compartirlo.
La noche anterior fueron tres ovejas de Don Tono, el tercer arriero también presente con nosotros esta noche alrededor del fogón. Y una menos, contando la faenada hace algunos minutos por Miguel, el arriero joven, ayudado por los dos pastores residentes. Diego y Gerardo, de nuestro grupo, participan y hacen lo suyo.
Una certera laceada fue suficiente para Miguel, quien en una breve salida tuvo a la oveja amarrada de los tobillos. Y luego la matanza, proceso que duraría poco menos de 5 minutos. Lenta, precisa, silenciosa, un acto repetido cientos de veces de oficio.
Diego comenta más tarde que en el campo de su familia, cerca de Marchigüe, ellos preferían “dormir” a la oveja de inmediato realizando, junto al corte del pescuezo, una punzonada con el cuchillo en la cervical. Aquí, montaña adentro, se sigue la vieja tradición del desangrado. La recolección de la sangre para el ñachi, y la última “estirada de pata”, otros 5 minutos después.
Estoy desconcertado por el limpio proceso del descuerado. El hábil cuchillo de Miguel corta la piel desde el vientre, siguiendo por las patas. Es un corte preciso y habitual. Un trabajo limpio, sin rastros de sangre. El cuero, mullido aún, se deja secar sobre la piedra, mientras que el cuerpo envuelto en la grasa blanca, como una crisálida con la cabeza aun unida, es colgado en el palenque del garrón del animal, para terminar el desangrado.
El sol empieza a ponerse detrás del cordón montañoso que cierra el valle del Azufre por el poniente, al sur de la mítica Sierra del Brujo, mientras que a nuestras espaldas, en nuestros tres valles aledaños, los colores explotan. Los humedales más verdes, las solfataras más amarillas, los gigantes centinelas de granito arrojando su sombra sobre las piedras rojas y las filas de ovejas que se contrastan en este escenario, van componiendo paisajes similares a las que pintara Antonio Smith 180 años atrás.
Por mi parte, decido alejarme algunos metros y filmar la faena desde cierta distancia, y a contraluz. La cámara fija encuadra y contextualiza esta perspectiva arcaica, creando una escena andina sin tiempo.
Casa de Lata es en realidad una “Casa de Piedra”, como se conoce en montaña a los refugios armados bajo una gran roca. Históricamente, estos gigantes bloques de piedra plantados en la mitad del valle han sido la habitación de tribus cordilleranas y arrieros, quienes continuando una tradición de siglos, han habitado esta indomable cordillera cazando guanacos, recolectando minerales, comercializando con el otro lado de la frontera y cuidan el ganado en veranda.
Hoy este refugio se yergue completado por una serie de construcciones efímeras, pero bien provistas para pasar más de cuatro meses en la cordillera. Los restos de la casa de lata original — algunas planchas de zinc y alambres oxidados — están acumulados como vestigios metros más abajo, elementos de un museo de sitio dejados ahí para justificar el nombre de este emplazamiento.
La ubicación de este refugio no es casual, y la presencia de la gran roca dispuesta en este lugar es casi providencial. La vista y acceso a los tres valles facilitan el trabajo del baqueano, consistente en recorrer estos parajes en el control del ganado que se le ha encargado. Estas quebradas, a diferencia de la mayoría de la cordillera central en esta época del año, son muy verdes y contienen varios vergeles y humedales, consecuencia no solo de los constantes flujos de agua superficiales que se desprenden de los glaciares del Volcán Azufre y el Fray Jorge sino que de los diversos manantiales que emergen aquí. Varios de estos son aguas termales con emanación de azufres y otros minerales ocre, que terminan por configurar una paleta de colores intensa. De ahí sus nombres: los Baños y los Humos. Río arriba, un campo de géiseres antecede a una veranada flanqueada por piedras “boulder” y más baños termales.
Este paraje es magnético. Más allá de su belleza sublime y del encuentro con la cultura arriera, sus elementos susurran una presencia anterior. Esta zona ha estado claramente habitada desde mucho antes que se usara como sitio de veranadas, parador de naturalistas o estación de las solfataras explotadas en el siglo XIX.
El arqueólogo Ruben Stehberg sostiene la hipótesis, planteada en una charla sobre los asentamientos en la cordillera central, de que estos suelen ubicarse en la confluencia de cursos de agua, como en el caso de los hallazgos en las inmediaciones del Salto de Apoquindo y el morro El Tambor (o Morro el Tambo) en Santiago. Las huellas del guanaco vistas en la mañana nos recuerdan indirectamente el monumento instalado río abajo, en las cercanías de Agua Buena y Puente Negro, el cual rememora la feria que se celebraba hasta bien entrado el siglo XX, donde los últimos chiquillanes-pehuenches bajaban a comercializar justamente pieles de guanaco.
Diego Vergara se baja de su Royal Enfield modelo classic 500, la reproducción de las motos inglesas fabricadas en India, utilizadas en los años 40s y 50s por el ejército para patrullar Cachemira. Jeans, botas y morrales de cuero, pañuelo al cuello y boina gaucha, Vergara evoca más a un Clint Eastwood de la era Leone que al montañista, explorador, promotor de la cultura andina, forjador y artista marcial. Rápidamente, se une al grupo liderado por nuestro anfitrión Roberto Franck, el guía Gerardo Monje, el arriero Miguel Cepeda y su tío Bernardo, quienes ensillan las mulas y caballos que nos llevarán a esta expedición de 4 días por las faldas del Tinguiririca, Fray Carlos y Azufre.
El emprendimiento Glaciares de Colchagua, impulsado por Franck, busca desarrollar un turismo de baja intensidad y de impronta conservacionista, poniendo en relieve la diversidad de atractivos naturales e históricos en los extensos terrenos pertenecientes a su familia y socios. Glaciares, termas, humedales, cumbres y… por supuesto: un paraíso para el esquí de travesía.
Dos años atrás, explorando junto a mi amigo austríaco Wolfhart Totschnig los valles de los ríos Palacios y Damas, divisamos a lo lejos una gran meseta nevada, oculta a nuestros ojos por los grandes farellones que la escondían del camino. Un par de semanas después, esta vez junto a “Pipo” Inostroza, exploramos el sector, coronando con la primera subida integral en esquí y splitboard, la cumbre del cerro Los Guzmanes, del cual se descolgaban estos extensos campos esquiables.
Desde la cima logramos apreciar toda la meseta que se descuelga del Tinguiririca hacia el sur. Más allá el Seler, Moño, Alto del Azufre, la cordillera de San Hilario, el Brujo y lejos el Palomo. Y hacia el poniente, un campo de suaves pendientes nevadas que se dirigen hacia el río Azufre. Justamente, el objetivo de la travesía que estamos prontos a empezar.
Nuestra presencia aquí busca validar las múltiples conversaciones e intercambios de información sobre experiencias y ejemplos que pudieran servir de modelo para este necesario proyecto. En el centro de la conversación, es consenso que el humano ha demostrado ser un depredador implacable de los entornos naturales no controlados, y que urge encontrar una propuesta para combinar el ansia de libertad y soledad que entrega la experiencia de montaña, con un estricto control del impacto. Promover y compartir el acceso a estos verdaderos paraísos geológicos, evitando su desnaturalización debido a la presencia humana.
En efecto, vivimos igualmente de animales y vegetales; destruimos a los crueles carnívoros por rivalidad, y hacemos gravitar la destrucción sobre las plantas y sobre los animales que se nutren de estas, los cuales aventajan en fecundidad a los otros. Pero tal vez la naturaleza hubiera tenido que arrepentirse de su indulgencia, dejando crecer sin límites nuestra supremacía en detrimento de las demás especies. Tal vez las hambrunas y las pestes forman un contrapeso en el sistema del mundo, y hacen nuestro despotismo menos grave a la Tierra. ¿Qué digo? El hombre mismo tiene cuidado de destruir al hombre, y de vengar con sus propios furores los atentados contra la naturaleza, su sangre fertiliza las campiñas que su ambición ha desolado, y su cadáver alimenta a los buitres y a las fieras, con quienes compite en crueldad.
Mientras documento el proceso de preparación, veo que el grupo se aparta y se concentra en un punto sobre el río. Roberto señala una roca, en la ribera opuesta.
- En ese lugar volvió a aparecer Catalán a la mañana siguiente, y ahí fue donde finalmente le tiraron la roca con el papel, nos cuenta Roberto al resto del grupo, absortos por el paisaje dominado por la implacable pared sur del Brujo.
La próxima semana haremos una ceremonia para recordar a don Sergio, por eso estamos reconstruyendo su cabaña, insiste.
Roberto se refiere a un conjunto de maderas apiladas bajo el bosque de maitenes, unos kilómetros más abajo, cerca donde se encuentra el “cuartel general” de Glaciares de Colchagua.
Roberto Canessa y Fernando Parrado, dos de los sobrevivientes del accidente aéreo del grupo de rugbistas uruguayos, se encontraron finalmente con el arriero Sergio Catalán luego de varios días de caminar río abajo por el Azufre. Desde la cima del Tinguiririca, tendremos una panorámica más clara del recorrido de los sobrevivientes, de los glaciares, de los acarreos, de las cimas y de los riscos que tuvieron que atravesar sin los equipos adecuados, pero también de la trayectoria final del Fairchild FH-227D, remontando de sur a norte desde el Planchón por sobre el río Damas, colisionado en el paso entre ese valle y el de Las Lágrimas, del lado argentino. Este octubre se cumplirán 50 años de la tragedia.
La historia de “los uruguayos” aparece como un capítulo adicional de esta cordillera colchagüina. Varios años antes, ya en el siglo XIX, fueron diversos los relatos donde los principales naturalistas que trabajaron en este país en pleno proceso de construcción, en su misión de establecer el inventario geográfico, geológico, botánico y zoológico, estudiaron y documentaron particularmente bien este sector de la cordillera: el geólogo francés Claude Gay hasta su compatriota Louis Liboutry 100 años después; el sabio polaco Ignacio Domeyko y el naturalista alemán Rodulfo Philippi son solo algunos connotados nombres que estuvieron acá. Probablemente atraídos por la presencia de sus aguas termales, sus estudios se han centrado en los diversos tipos de emanaciones volcánicas (solfataras, géiseres, aguas), y los ecosistemas asociados. Los restos de rieles de acero en la mina de azufre río arriba, a 3.500 m de altura, confirma una actividad de cierta relevancia, en otras épocas, donde los glaciares que la rodeaban, deben haber doblado su magnitud.:
Estuvimos también en el interior de los Baños del Flaco, en unas minas que se encuentran en la cordillera de Tinguiririca, naciente del río del mismo nombre, en esta escursion llegamos hasta la República Arjentina [sic].
Miguel lleva años trabajando en estos parajes, y es la primera vez que asciende al Tinguiririca.
Está emocionado y algo excitado al ver como anotamos su nombre en el testimonio de cumbre. Saca su teléfono y se toma varias selfies, incluso graba un video para su familia.
Desde arriba, una vista sobre las cumbres limítrofes — ahí frente nuestro, el Seler y el Moño, testigos de accidente aéreo — las mer de glace, que rodean por el oriente y sur al volcán, extensos campos de penitentes y pequeñas lagunas esmeralda productos de los deshielos, se pierden por los valles hacia el río Palacios y Damas. Más abajo de uno de esos bordes debería estar la Punta Wolfhart, bautizada así en honor a mi amigo austríaco.
La historia del primer ascenso del Tinguiririca no es del todo clara. El primer registro de un ascenso a su cumbre corresponde al de 1930 por el francés Lalive d’Epinay y la alemana de apellido Kuhn von Boembley (lamentablemente su nombre de pila no ha quedado registrado, puesto que en los relatos existentes solo se la llama Frau o señora Kuhn von Boembley). Como curiosidad, cabe agregar que en el relato de este ascenso se menciona la posibilidad de que se trate de la primera ascensión con un signo de interrogación y que la señora Kuhn habría batido el récord de altura femenino en Chile tras alcanzar la cumbre del Tinguiririca a la que erróneamente se le atribuyeron 5400 m de altitud. En el relato se le asigna el récord anterior a la baronesa von Meyendeorf por haber ascendido el cerro Tolosa de 5300 msnm a pesar de estar ubicado éste en territorio argentino.
Conversando con Álvaro Vivanco, de la Sociedad Geográfica de Documentación Andina, le hago saber mis dudas sobre la inscripción de Epinay y Von Boembley como primeros vencedores de la cumbre. Como es sabido, en sus laderas se explotaba una azufrera en el siglo XIX, de cuyos vestigios aún se encuentran rieles de acero y otros pertrechos. De este lugar a la cumbre, deben ser dos horas de caminata relativamente fáciles. El esfuerzo de transportar material desde y hacia esa mina, claramente es infinitamente mayor a un eventual paseo de montaña exploratorio. Si bien no hay registro de eso, sí existe literatura sobre el eventual ascenso que Claude Gay habría realizado en 1831. En el ya citado informe de Ignacio Domeyko sobre su excursión al Tinguiririca de 1861, el naturalista polaco recordaba como Gay proseguía su viaje al morro del azufre, como llamaban los arrieros al volcán por esos años. Por su parte, el historiador Carlos Stuardo Ortiz, en su extensa obra Vida de Claudio Gay 1800-1873, precisa la fecha del ascenso del naturalista francés entre el 8 y 11 de febrero de 1831 y su geolocalización.
Por último, en la introducción al libro Geografía Botánica de Chile, el botánico alemán Karl Reiche afirma que Gay se puso a la obra con toda su energía y ese mismo año hacía investigaciones sistemáticas en las cercanías de Rancagua, San Fernando, Cordillera de Cauquenes y Talcarehue, donde escaló el Volcán Tinguiririca. A pesar de la evidencia, Vivanco estima que no se cumplen los requisitos y estándares para validar la cumbre. El eslabón faltante sería algún diario donde el mismo Gay confirme su ascenso.
En los corredores de una vieja casa-quinta en Paredones de Auquinco, el sol de la tarde de un otoño próximo -luz filtrada por las hortensias y enredaderas que suben por los pilares- se construye una atmósfera típica de casa de campo de la zona central de Chile. El sonido de la tibia brisa que sube por la cuenca del Tinguiririca es interrumpido por los gritos distantes de un par de Queltehues, también conocidos como Tué Tué. No estamos lejos de la casa de Don Tono, el arriero. Hoy visitamos la antigua hacienda Ross, y pasamos por fuera de la hacienda de Cunaco, que fue colindante en su época con la importante hacienda el Huique. No puede ser errado pensar que la presencia de gran parte de la élite de esos años, establecida en el valle de Colchagua, haya favorecido de cierta manera las excursiones de los naturalistas a esta cordillera. No lejos de aquí, ya en los alrededores de 1840, Carmen Arriagada aconsejaba al pintor alemán Johan Moritz Rugendas a ir de paseo a la montaña, al Descabezado Grande. Pero esa cuenca del Tinguiririca aparece frecuentemente en los escritos de los científicos. Sus boletines dan cuenta de ello, sean los publicados en el Diario El Araucano, en los Anales de la Universidad de Chile, o en los Boletines del Museo de Historia Natural. Pero al mismo tiempo, la conexión ganadera entre el valle y las veranadas, una tradición de antaño que aún persiste hasta nuestros días, sin duda permitía asegurar, no solo una logística de aproximación, sino que un traspaso de información relevante:
A pesar del gran interés que presenta al estudio la Cordillera de San-Fernando por sus solfataras i depósitos de azufre, sus aguas termales, sus volcanes apagados i un terreno de sedimentos con fósiles marinos, colocado a unos 3000 metros de altitud en la línea divisoria, esta cordillera ha sido hasta ahora menos visitada, menos conocida por los viajeros que la de Uspallata i del Portillo, al norte, i del Descabezado i el Antuco, al sur de San-Fernando. En balde en ellas buscará el jeografo los volcanes del Peteroa y del Tinguiririca, marcados en todos los mapas jeográficos y en las obras mas sabias modernas; los únicos jeógrafos de estas cordilleras, que son los vaqueros, los capataces, los cuidadores de animales, señalarán con sus verdaderos nombres, en lugar del primero de los dos mencionados volcanes, el Planchón, i en lugar del segundo el Morro del Azufre [sic].
Cordillera adentro, en Casa de Lata, interrogo a los arrieros sobre la gestión y el proceso del arreo del ganado. Es una vieja tradición, sin duda, la organización previa entre los diferentes dueños de los piños. La caravana se va formando a medida que los primeros grupos provenientes del secano costero van subiendo por el valle: Marchigüe, Palmilla, Santa Cruz, Chépica, Paredones, Chimbarongo. Suben por caminos interiores y por las noches pernoctan en campos previamente coordinados. Más de 10 mil cabezas de ovejas, vacunos, cabras y caballos desfilan por la cuenca del Tinguiririca el mes de noviembre, más los arrieros, sus mulas y caballos:
- Y cómo cruzan la autopista? pregunto yo atónito al imaginar la caravana enfrentada a la ruta 5 sur.
- Por las pasarelas, pueh! me responde Don Tono como si fuera lo más natural.
Imaginar un tropel de cinco mil ovejas atravesando sobre la autopista es, qué duda cabe, una imagen desplazada en el paisaje construido por la modernidad. Evitan subir por el lecho del río Tinguiririca, que desde mi perspectiva es el camino lógico, seco en esa época del año, sin interrupciones viales. Prefieren los caminos interiores, en una procesión que en dos momentos del año consolida la cultura campesina y tradicional.
Día 3. Soy el primero en levantarme. La noche estuvo muy tranquila y ahora el sol estalla tras esas espléndidas torres de granito arriba por el valle.
Los ecos de las historias contadas anoche por los arrieros, aún resuenan en un universo onírico que se diluye mientras aclara. Brujos, montañas que respiran, el componedor de huesos, el “tuetue” que pasa a tomar el té, el cachudo. Fuegos fatuos y el Monstruo de la desaparecida laguna de Tagua Tagua:
Para algunos vecinos de San Vicente, río abajo, la leyenda que dio origen al monstruo era, posiblemente, el reflejo de los temores, las pesadillas y las angustias de los habitantes de la época. Después de todo, no era la primera vez que se sospechaba de la existencia de fantásticos seres en la zona. Y a veces con razón. Allí, donde terminaba el imperio Inca, se han encontrado restos de 14 mastodontes de hace 11 mil años, lo que convierte a San Vicente en uno de los sitios más ricos de América para la Arqueología actual. En la laguna, drenada en la segunda mitad del s. XIX, eran característicos los chivines: islotes flotantes formados por una tupida y firme red de raíces, tan resistentes que hasta podían soportar el peso de un caballo.
En el imaginario del escritor Carlos Franz, sobre esos mismos chivines, una liberada Carmen Arriagada le haría perder la virginidad a un avergonzado joven inglés llamado Charles Darwin.
El Amigo Carlos aparece con parsimonia a encender el fuego, e hidratarse con una cerveza. El resto del grupo, poco a poco, se despereza, olvidando por completo nuestro plan de salir al alba.
Se prevé una larga jornada en la cual pretendemos realizar un circuito que nos llevará a los pies del Cerro Los Guzmanes, buscando un paso hacia la cuenca que esquiamos en el pasado. Conectar ambas laderas oriente y poniente, las cuencas del Damas y del Azufre, puede potenciar significativamente las opciones de este proyecto.
Luego de un buen desayuno con café de grano con leche, huevos y pan con cordero, ensillamos los caballos y enfilamos río abajo y luego, quebrando ladera arriba hacia el sur, remontamos la ladera hacia el sector de los petroglifos, unos de nuestros principales objetivos de esta travesía.
A no mucho andar, nos detenemos sobre un plateau que recibe el desmoronamiento de los últimos farellones antes de la meseta de las vegas, un par de metros más arriba. Carlos, nos señala una piedra, y luego otra. Llegamos.
El magnífico sitio, si bien en contenido y extensión es de talla mediana, se abre en una magnífica perspectiva en 180º. Varios de los dibujos estampados en las rocas, son fácilmente asimilables a las geometrías y formas del circo de montañas y quebradas que nos envuelve: el imponente Brujo, la cordillera de San Hilario, el potente glaciar colgante del Alto del Azufre, y el desfile de volcanes Montserrat, Tinguiririca, Azufrera y Fray Carlos. En la época de estos grabados, es muy probable que las manchas amarillas y rojas de los faldeos del volcán se hayan visto alternados con las lenguas hoy retraídas de los glaciares aun existente tierra arriba.
Varios dibujos que registramos acá son muy similares a los que vi en Pedernal, cerca de Petorca, 200 km al norte de Santiago. Y también los del Achibueno, en la cordillera de Linares.
Los tatuajes en la cordillera nos vuelven a confirmar cómo este territorio habría estado bastante más habitado que el de nuestro imaginario moderno. Probablemente, la cultura española en la época colonial haya estado más arraigada a los valles y su agricultura, lo que explica las reflexiones de visitantes como el pintor y compañero de Rugendas, el alemán Robert Krause en 1936 o más recientemente el glaciólogo francés Louis Lliboutry en 1950, a quienes le llama la atención la escasa habitación de nuestros cerros.
Hace pocos años que se ha despertado el interés por la Alta Cordillera.
Chile es uno de los países más montañosos del mundo, y sin embargo hay aún solo una minoría de chilenos que se interesa por ella. En países con semejante porcentaje de montañas, como Suiza o Austria, con una mayor densidad de población ha obligado a la gente a vivir en ellas, trabando mayor conocimiento con rocas, quebradas, nieves y rodados. En Chile, el fértil Valle Central será aún suficiente para alojar a toda la población durante siglos. Si se exceptúan a ciertos mineros, para los chilenos la cordillera es solo un marco, un "baluarte" como reza el himno patrio: no viven en ella.
En esta perspectiva, no deja de resonar la intención de algunos constituyentes de establecer un territorio marítimo donde “el Estado de Chile reconozca la existencia del maritorio como una categoría jurídica que, al igual que el territorio, debe contar con regulación normativa específica, que reconozca sus características propias en los ámbitos social, cultural, medioambiental y económico”. Desde cierta perspectiva, podría ser bastante más fácil encontrar argumentos en las piedras y sus signos para reconocer la cordillera como un territorio ancestral digno de ser protegido. El músico Ernesto Holman, muy comprometido con la cultura mapuche, entiende la particular sabiduría del que está arriba del cerro, donde la distancia y la perspectiva permiten intuir las trayectorias de los objetos valle abajo.
Seguimos en el ascenso por el Valle de las Vegas, el mismo que observé con ambición desde la cima del Cerro Los Guzmanes hace dos años. Corroboro que este abanico de pendientes ofrece interesantes y variadas alternativas con buena nieve. Trazo imaginariamente las rutas, los tiempos. Hoy se develan en una alternada paletas de humedales y acarreos ocres donde crece una interesante vegetación de altura, pero pintada de blanco, esta cuenca sin duda será un interesante programa invernal para Glaciares de Colchagua.
De pronto, Miguel apura el tranco de su mula. A lo lejos, una manada de caballos parece no estar en el lugar correcto. Como si hubiésemos desaparecido de su ocupación, el arriero vuelve a ser arriero. Con gritos y silbidos, apretando las ancas de su animal, empieza el arreo y la persecución cuesta arriba. En pocos minutos ya está a varios metros de distancia, y somos testigos del antiguo oficio en todo su esplendor. No le tomará más de 20 minutos, y los caballos desaparecen tras el portezuelo hacia el sur. El resto del grupo prosigue su marcha en dirección a Los Guzmanes, y perdemos de vista a Miguel por un momento, pero se nos reúne con la misma velocidad con la que nos dejó minutos atrás.
Carlos lidera ahora la tropa, llevándonos a la cima del valle. Ya estamos cerca de los tres mil metros de altura cuando súbitamente el terreno se quiebra en un largo borde que cae hacia un nuevo valle que corre hacia Termas del Flaco. Estamos sobre la meseta, desde la cual emergen en fila y bien ordenados cerros y volcanes hacia el norte.
Avanzamos algunos minutos más y se abre a nuestros ojos la laguna de aguas azules a los pies del “Guzmán” donde almorzaremos.
Es usual que en la mayoría de los relatos de montaña, se haga alguna referencia a la emoción que nos producen los colores de la cordillera. El inventario de minerales que emergen a la corteza, tiñe de rojos, ocres y amarillos, a veces el verde agua de las rocas de cobre, delatando la alquimia que se produce en el corazón de la tierra. En la vida todos hacemos un viaje al corazón de algo, nos recuerda el escultor Francisco Gazitúa, quien relata en su manifiesto “viaje al corazón de la Piedra” como mientras trabajaba la piedra blanca de “La Basílica” en Quito, escuchó a los canteros hablar en quechua de la búsqueda, del corazón de la piedra, el “shungo” de las piedras, la esencia misma de las piedras, fondo espiritual de las canteras. Este corazón del granito se disuelve en la división del granito, fluye por los ríos y es ingerido por los habitantes de las cuencas andinas.
Este shungo también es absorbido bajo tierra por las raíces de las viñas que encuentran estos diferentes sustratos de granitos. La geología no es matemática, nos recuerda el experto en terroir Pedro Parra. Muchas veces los análisis no sirven. Hay que centrarse en las reacciones entre la roca, el suelo y las raíces. Así las cosas, alimentados por un renovado país o un malbec trasandino, si somos los que comemos, somos los Andes.
De pronto, entre granitos, azufres y piedras volcánicas, surge un verdor cautivador y letal (ese color casi fluorescente no puede ser bueno para la salud humana) que se desparrama por el curso del estero, y contra el sol de la tarde genera un espectáculo visual conmovedor. Verdes, amarillos, rojos también, son producidos por una emanación de aguas termales, generando algas que crean una atmósfera sublime e irreal, que nos atrae y nos hace sincronizar con nuestra obsesión local por fijar un color químicamente inestable a un entorno geográfico semiárido, como afirma la arquitecta e historiadora del paisaje Romy Hecht, quien además remarca el ímpetu republicano de domesticar un ambiente reseco e intercambiar su paleta ocre y amarillenta por una representativa de un futuro esperanzador y cosmopolita.
¿Será acaso esta una ensoñación de un paisaje por construir? ¿Algún signo de algo venidero? Pocos días después, el ejército ruso invade Ucrania, y hasta el momento de escribir este texto, rogamos porque no se esparza nuevamente una nube verde sobre las estepas ucranianas.
El último día de nuestra travesía la dedicamos al sector de la cantera. Un desmoronamiento de piedras laja, donde se han encontrado vestigios de puntas de flecha y otros artefactos. No llevamos más de un cuarto de hora cuando aparecen pedazos de vasijas y restos de piedra obsidiana, con la cual hacían las flechas. La obsidiana es también conocida como vidrio volcánico, y llamó poderosamente la atención de los conquistadores españoles por su poder de penetración en la piel:
Bernal Díaz del Castillo las describe como "espadas de a dos manos de navajas que no se pueden quebrar ni quitar", y, según explican las descripciones de la época, eran capaces de decapitar o de aplastar la cabeza de un enemigo de un solo golpe. Y no sólo de los hombres: el Conquistador Anónimo narra cómo un "indio asestó tal golpe en el pecho al caballo de su antagonista que lo abrió hasta las entrañas". Díaz del Castillo, por su parte, describe una escena en la que tres indios descabalgaron a Pedro de Morón de su montura “y entonces dieron una cuchillada a la yegua, que le cortaron el pescuezo redondo y, colgada del pellejo, allí quedó muerta”.
Esta roca no pertenece a este lugar, y es probable que en su tiempo la hayan bajado de más arriba, de alguna cantera de los volcanes. Por su parte, las vasijas encontradas no son necesariamente precolombinas. Más bien parecen artefactos modernos, no necesariamente recientes. Diego se detiene en las marcas en las rocas: no son petroglifos de los pueblos originarios. Son más bien Yerras, las marcas del ganado. Algunas de éstas parecen bien antiguas por lo desgastado de la piedra. Están marcadas una debajo de la otra, como si fuera una especie de contabilidad año tras año. De vuelta en su casa en Marchigüe, Diego descubre que varias de esas yerras están en poder de su familia como objetos antiguos.
Sitios que nos hablan de la superposición de tantas historias. En estas quebradas, mesetas y cumbres conviven y conversan pueblos precolombinos, habitantes cazadores de guanaco, pirquineros y arrieros. Montañistas. Cuatreros y sobrevivientes de accidentes aéreos. Esquiadores, exploradores y naturalistas. La tierra respira, se humedece, y cambia de color. Sabe esconderse del tumulto, elevando su lomo sobre los valles mil metros más abajo, como un animal gigantesco y prehistórico, generando farellones infranqueables que ocultan su belleza. Su shungo sigue aquí, palpitando, conservando la gramática andina que apenas somos capaces de conjugar.
Paredones de Auquinco, marzo 2020
Centro cultural Argentino de Montaña 2023