Una vida inspiradora de un humilde y sobresaliente andinista y militar, fundador del Club Andino Jujuy en 1954
Biografía de Guillermo Arnaldo Poma
Por José Herminio Hernández. Montañista, Coronel (RE)
Restauración Fotográfica: Centro Cultural Argentino de Montaña, Natalia Fernández Juárez
Nació en Metán, provincia de Salta, Argentina, el 17 de septiembre de 1917. Fue el segundo de cuatro hijos. Lo bautizaron en la iglesia de Metán, con los dos nombres; con el tiempo los amigos y parientes le comenzaron a llamar con el apelativo Mito. Para mí es un honor y orgullo de poder sacar a la luz, es decir, contar la vida de este camarada y amigo de montaña, sacando sus datos más sobresalientes de su libro: Las aventuras de Guillermo Poma.
Su padre, con ancestros de origen suizo, se llamaba Guillermo Modesto Poma, muy respetado por su alcurnia y su fortuna; se casó en tres oportunidades, en la primera tuvo cinco hijos, René, Luis, Martín, Luisa y Velia; con la segunda cuatro, Stella Haydeé, Guillermo Arnaldo, Rolando Oscar y Raúl Cristóbal; y en la tercera nupcias, cuatro más, Aldo, René, Miriam y Miguel Ángel. La madre de Guillermo, se llamaba Felisa Stela Álamos Arancibia, segunda esposa de don Modesto, de origen chileno, Guillermo, la describía, como: Muy hermosa, de largo cabellos rojizos que usaba sueltos, tenía una preciosa voz que lucía cuando cantaba acompañándose con la guitarra que ejecutaba con maestría. Era muy solicitada en las tertulias familiares por su gracia, y su belleza aumentada por sus grandes ojos azules. Los hermanos de Guillermo fueron Stella Haydee, Rolando Oscar y Raúl Cristóbal, este último quedó huérfano, cuando tenía un mes, cuando falleció Felisa, su madre.
Guillermo Arnaldo, con su sencillez llana y atractiva, describía de su niñez los escenarios y ambientes del pueblo y de su casa, nos contaba: Cuando quedamos huérfanos, mi abuela tuvo que comprar una burra para que el pequeño tuviese alimento, lo más parecido a la leche materna. Luego, lo llamábamos “borriquito”, por haber sido criado con leche de burra, lo cual, lo enfurecía y nos perseguía para vengar eso que para él era un insulto. Su niñez continúo con los altibajos propios de una niñez normal de una familia de clase media, no sin tener algunas anécdotas propias de un niño soñador y en donde las películas ayudaban a escaparse de la realidad y fantasear con los personajes y actividades de la época; en los noticieros que pasaban entre las películas de los cines, se veían tramos de la guerra que se desarrollaban en el viejo continente.
El propio Arnaldo, contaba que parte de su experiencia de combate y como paracaidista, la había imaginado de chico y nos decía: La guerra se desarrollaba en Europa con todo su furor y los noticieros del cine mostraban los avances de la ciencia bélica. La invasión de paracaidistas copaba el terreno tomando por la retaguardia a los ejércitos que esperaban un desembarco enemigo. En mi mente me daba vueltas el heroísmo de los paracaidistas y eso llegó a su plenitud una mañana, que dispuse probar esta técnica. La casa de la abuela, donde a la sazón vivíamos, era de construcción alta. La fachada tan alta como se puede imaginar en una construcción del siglo XIX. Tenía balcones salientes con un alfeizar bastante ancho. En el vestíbulo, haciendo juego con sillones, también había una percha paragüero, donde en los días de lluvia se colgaban los perramus mojados en el gancho inferior y el chambergo en el superior, al tiempo que los paraguas, apoyados con la punta hacia abajo, chorreaba en una bandeja de bronce muy pulida, sujetos por un aro de la misma madera. Sin pensarlo dos veces, me apoderé de un paraguas, subí al piso superior, trepé al balcón y parado en el alfeizar, hice mis preparativos aéreos, luego de los cual, abrí el paraguas y me lancé al espacio dispuesto a disfrutar de un suave y balanceado descenso. Pero el paraguas estaba muy lejos de ser un paracaídas, se abrió tanto que pasó la línea horizontal, cambiándose de cóncavo a convexo y sin darme sustento en el aire, pasé a toda velocidad los balcones yendo a rebotar en un toldo y de allí en unos sillones que finalmente me deslizaron al suelo sin ningún daño. Mire para todos lados para ver quien había sido testigo de mis experimentos, pero estaba solo. Después de esto tenía dos problemas a resolver: uno, descifrar porqué siendo de la misma forma, el paraguas no actuaba como paracaídas y el otro, como devolver el paraguas sin que se notara su destrozo. Mi otra aventura aérea fue cuando habiendo subido al techo de esa misma casa para recuperar una pelota que había quedado encajada junto a un pequeño muro que dividía la caída del agua. Cuando ya arriba quise recuperarla, me agache a tomarla y el ángulo que formó mi cuerpo, chocó con el muro lanzándome violentamente techo abajo, patiné en las tejas, mis manos intentaban agarrarme de algo, pero seguía tomando velocidad, hasta que me aferré de la canaleta del desagüe fluvial, la cual me frenó y se fue desprendiéndose lentamente y se fue doblando hasta posarme en la vereda sin tener ningún rasguño. ¡Dos salvadas de películas! ¡Cuánto trabajo le di a mi ángel custodio!
A lo largo de su vida, la cual nunca fue fácil, podemos observar que siempre estuvo realizando alguna actividad de riesgo y vemos también, que fue un gran creyente,.Nos contaba Arnaldo, que una tarde su padre lo mandó a llamar a su escritorio, para esa época estaba llegando a los 12 años. Cuando llegó al lugar vio sobre el escritorio, una pelota de futbol y una pila de libros y le dijo: Hijo, ya eres mayorcito y tienes que pensar en tu futuro. Yo deseo para ti todo el éxito que se puede lograr con estudio y sacrificio. Confío en que tú sensatez y prudencia te encamine hacia lo mejor. Elige pues, ahora, tu futuro. Dime que quieres para tu vida, ¿la pelota o los libros? Y me miró a los ojos. Sin un instante de vacilación él indicó con la mano, al mismo tiempo que lo decía con firmeza y gran resolución, ¡la pelota! Pero esa misma noche partió en tren hacia Tucumán para realizar sus estudios, interno en el Colegio Tulio García Fernández, cuyo director era el sacerdote Ambrosio Bonfanti.
Nos decía: Allí pase gratísimos y lindísimos momentos y encontré a Dios, sirviendo como monaguillo en la iglesia que era muy grande, con una nave central y dos laterales con un segundo piso que asomaba como los palcos de un teatro. Durante las noches, dormitaba serenamente contemplando una imagen de la Virgen María Auxiliadora, mientras un sacerdote vigilaba paseando toda la noche entre las camas, leyendo o rezando, pero solicito y atento a nuestro descanso. Allí estuvo interno por espacio de algunos años hasta que volvió a su tierra natal. Al poco tiempo de su arribo falleció su madre y estos momentos los relataba así : Al morir nuestra madre, fue mi abuela paterna quien se hizo cargo de nosotros. Era una mujer enérgica y llena de vida a pesar de su avanzada edad. De tez muy blanca, ojos y cabellos retintos y nos tenía a todos bajo un régimen militar, pero que rezumaba el cariño que no podía ocultar aún con el ceño fruncido. Nos levantaba a la salida del sol para ir al puesto, junto al cerro El Crestón, con el carrito de mano y los tachos vacíos para traerlos llenos de leche.
El camino era largo, pero jugando se hacía breve y allí, nos esperaba un suculento vaso de leche al pie de la vaca. Delicia que no he vuelto a gustar, desde aquellas épocas, porque la tecnología del progreso avasalló la sencillez de la naturaleza. Nos hacía silbar todo el tiempo que transitábamos por la cocina, para saber que no comíamos los dulces que había reposando en los mesones. A la oración, debíamos hincarnos delante de una imagen de la Virgen, para rezar el Ángelus, so pena de no poder volver a jugar. Si el tiempo estaba bueno, salíamos todos los chicos, muy de mañana para hacer largas cabalgatas por los senderos de la fincas. Cada uno teníamos nuestro caballo manso, al que montábamos a veces con silla y otras en pelo. A la hora del almuerzo volvíamos rojo como manzanas y sedientos, y nos esperaba en la mesa del comedor una gran jarra de plata con agua fresca del filtro de piedra. Nos decían que el uso de la jarra de plata era porque esta genera una pequeña corriente eléctrica que mataba los parásitos. Mientras bebíamos, relatábamos a la abuelita, nuestras hazañas del día, entre ellas la habilidad que teníamos mi hermano Rolando y yo, para cabalgar parados en el lomo del animal, como los acróbatas del circo. Pero llueva o truene, los miércoles a la tarde, íbamos todos a la estación del ferrocarril, para esperar la llegada del tren que traía, el Tit-bis, el Billiken y el Purrete, que leíamos ávidamente en el zaguán de la casa, gozando con las maravillosas aventuras de Tarzán, Jim de la selva, Cristian y el capítulo continuado de “El estuche de Jade”.
Para los grandes traíamos Caras y Caretas, que entregábamos apresuradamente, para no perder un instante de la lectura de nuestras historietas, después de lo cual, todos nos identificábamos con algunos de estos personajes adoptando las posturas con que representaban y repitiendo sus dichos y contestaciones. En cada cambio de estación, especialmente a la entrada de la primavera, debíamos formar fila para recibir en ayunas una cucharada sopera de aceite de ricino. A todos nos repugnaba, pero a mí, me saltaba de inmediato hacia afuera, impulsada por la involuntaria contracción de mi estómago, hasta que mi abuelita se convenció de que era inútil dármela. A la entrada del otoño, recibíamos cada uno una cinta de la que colgaba una bolsita del alcanfor, que había que llevar colgada al cuello para evitar contagios y librarnos de las pestes. La abuelita, parecía que tenía el don de la bilocación, pues estaba allí, donde hubiera alguien haciendo de las suyas. Manejaba al personal del servicio de la casa, como un general a su tropa, con el agregado de que en esa época todo se hacía casero, es decir, en la casa. Cuando abundaban las naranjas, se ponían en un galpón cientos de ellas enterradas en arena, para conservarlas frescas hasta la época de escasez de cítricos. Enormes pailas cocían el dulce de leche o la mazamorra a fuego lento de carbón, mientras una chica revolvía constantemente con una larguísima cuchara de madera hasta que, al pasar la cuchara, dejara verse el fondo de la olla. Se fabricaban quesos y quesillos y dulce de cayote para las empanadillas.
Otra tarea era la que se encargaba de la ropa tanto de lavar como de almidonar, especialmente, las sabanas y los manteles. Micaela, era quien nos cuidaba, era una mujer mayor, encargada de nuestro aseo y vigilancia y a pesar de ser rezongona, la queríamos mucho por su paciencia y fidelidad. Nuestra madre sustituta, la abuelita, por las tardes, luego de la siesta, repasaba nuestro vestuario. Sentada en una mecedora en la galería, entre enormes macetones con azaleas, amarantos, y jazmines, con el mate e hilos de todos los colores que guardaba en un canastillo, emprendía la titánica tarea de zurcir nuestros sonrientes calcetines y con una habilidad propia de las matronas de principios del siglo XX, hacía en nuestros pantalones zurcidos invisibles utilizando como hilo, su propio cabello. A mí me remordía la conciencia cada vez que venía con un siete en la ropa, pensando que acabaría con el cabello de mi abuelita. De tanto en tanto aparecía quién sabe de qué ropero, una pieza de género. Entonces se quitaba la carpeta de la mesa grande, y allí, con unos moldes de papel, cortaba pantaloncitos y camisas, modificando el tamaño de unos a otros, por el margen que dejaba alrededor del patrón. Y como por arte de magia, brotaban trajecitos que estrenábamos el domingo siguiente.
Pero llegó un día, el cinco de enero, vísperas de Reyes, sin que se amasaran las riquísimas roscas con sorpresas. Nuestra abuelita estaba en cama y preguntó: ¿Qué han hecho de comer? Empanadas, le respondieron. ¡Qué bien! Hagan muchas porque hoy va a venir mucha gente. Luego nos llamó a todos los chicos separadamente y nos entregó a cada uno, un billete grande, para que lo guardásemos bien, y ordenó que nos mantuvieran jugando afuera todo el día. Así lo hicimos y todos los chicos pasamos el día jugando y discutiendo sobre los regalos que nos dejarían esa noche los Magos de Oriente.
Cuando al atardecer llegó Micaela y nos hizo entrar, algo raro se notaba en su trato, excesivamente cariñoso. Nos dijo que debíamos lavarnos y vestirnos bien hasta con zapatos. A las niñas les habían puesto vestido azul marino y cintas negras en el pelo y a nosotros, corbatas negras. Alguien nos dijo: “Abuelita se ha ido al cielo. Tienen que verla y besar su frente”.
Después nos llevaron al salón, donde ya había mucha gente sentada en numerosas sillas adosadas a las paredes. Una gran cruz delante de una cortina que tapaba el balcón presidía la escena. Todos rezaban. Nos acercamos y mi hermano Rolando, comenzó a reírse incesantemente y unas señoras dijeron: Pobrecito, son los nervios, es demasiado para el chico…
Yo vi entre encajes y con un ramo de flores a los pies y un rosario en sus manos entrelazadas. Tenía puesto un anillo reloj al que ya nunca daría cuerda. Al día siguiente, una carrosa negra tirada por cuatro caballos negros empenachados se la llevó y recién entonces supimos lo que era la orfandad.
A pesar de que había muerto su madre, su abuela ocupó el rol de madre, y como recordaba Guillermo, fueron años sin privaciones materiales y de afectos, pero cuando la abuela falleció, la familia sintió el cimbronazo de la ausencia materna. Su padre se volvió a casar y Guillermo, como sus hermanos fueron a vivir con parientes, a veces juntos y otras veces separados. Finalmente, quedaron Rolando y Guillermo, juntos en la casa de un pariente, unos tíos, que tras alguna falta provocada por los jóvenes, fueron sancionados quizás más de la cuenta, lo que provocó la idea de buscar nuevos horizontes, fue así que, nos relataba Guillermo: Yo conocía Tucumán, por el tiempo que estuve en el Colegio Tulio García Fernández y también conocía la casa y la familia de nuestro primo Guillermo Leavy, que había sido mi tutor. Le hablé a mi hermano Rolando, maravillas de Tucumán, y decidimos irnos de la casa. Esa noche abandonamos nuestro querido Metan, los dos juntos. Permanecimos un día en Rosario de la Frontera, y al siguiente, tomamos el tren hacia Tucumán.
Llegamos a la tarde y cuando nos presentamos en casa de Guillermo Leavy, ya nos estaba esperando, pues nuestro padre le había telegrafiado avisando nuestra fuga. Nos dieron ropa limpia, baño caliente y cama para descansar esa noche, ya que al día siguiente nos llevarían de regreso a Metan.
Decidimos escaparnos nuevamente y al acostarnos, ya teníamos casi madurado el plan. A la mañana siguiente, muy temprano me levanté un momento para cumplir una urgencia de la naturaleza. Rolando, vio la cama vacía y pensando que yo ya me había ido, se fue apresuradamente. Muchos años después me enteré que se unió a un circo para hacer piruetas a caballo.
Salí por la ventana con un pequeño atado de mis pertenecías y busqué mi hermano sin hallarlo. Desorientado por la inesperada situación, fui a la plaza, donde me acerqué a un lustrabotas, y mientras charlaba con él, llegó un señor bien parecido para hacerse lustrar los zapatos. Entonces, obedeciendo quien sabe a qué impulso, le pregunté si necesitaba un chico para los mandados. Él, luego de escudriñarme exhaustivamente con la mirada, me dijo que lo siguiera. Era periodista del diario La Gaceta, hijo del gobernador Lucas Córdoba. Vivía con su hermana Noemí, en una lujosa casa de la calle Sarmiento. Había en esa casa cuatro dormitorios y uno de ellos, lo asignaron para mí.
Ya hacía de todo en la casa; limpiaba, hacia las compras, arreglaba el jardín y por supuesto los mandados, pero me trataban como un hijo y me vestían muy bien, pues debía acompañar a su hija al cine y asistir con ellos a las reuniones de alta alcurnia, donde conocí lo más granado de la sociedad tucumana. Fue con ellos, que refiné mi educación y comprendí muchos aspectos de los buenos modales, a los que no había dado importancia en mi niñez, a pesar de los rezongos de mis tías y mi abuelita.
Este remanso en el torbellino de mi vida, duró cerca de un año, hasta que un jueves me descubrió en la calle un primo y me avisó que ese sábado iba a venir mi padre. Otra vez el fantasma de la fuga me estrangulaba. Reuní calladamente las pocas cosas verdaderamente mías y el dinerillo que tenía ahorrado. Me dolía mucho abandonar a esa noble familia que tan generosamente me había acogido y que tan bueno fueron conmigo, pero estaba entre la espada y la pared. Hubiese querido explicarles mi situación o por lo menos despedirme como correspondía, agradeciendo su buen trato, pero esto hubiese sido entregarme a las redes del cazador, así que en secreto fui a la estación y abordé el tren para el Sur.
Llegué a Rosario para el carnaval, y esa noche dormí debajo de los palcos instalados para el corso. Durante tres días trabajé en cualquier cosa hasta que pude reunir el precio del pasaje a Buenos Aires.
Dentro de mí había un torbellino de emociones encontradas; la sensación de libertad empañada por el temor de ser descubierto; el entusiasmo del viaje y la angustia del mañana; la alegría de vivir y la pena de la separación de mi hermano, tal vez para siempre.
Sumido en este caos, llegue a Retiro, ¡Cuánta gente!, parecía que el mundo entero se había dado cita en ese lugar. La Torre de los Ingleses, los enormes edificios, las escaleras mecánicas, los letreros luminosos, el inmenso Río de la Plata, todo era maravilloso y mi asombro no tenía límites.
Lo primero que hice fue dirigirme al puerto, pues yo quería ver un barco de verdad y allí encontré muchos de gran calado que me parecían arrancados de un libro de cuento. Aún tenía algunas monedas que me alcanzaron para almorzar en un carrito.
Había allí un buque brasilero descargando bananas y necesitaban estibadores. Pagaban un centavo por cacho y yo me ofrecí. Ese fue mi primer trabajo en la gran urbe. Trabé amistad con otro muchacho y juntos fuimos en tranvía hasta la avenida Leandro Alem, donde en un residencial alquilamos una habitación a razón de un peso moneda nacional por día.
Tenía quince años, pero me sentía todo un hombre hecho y derecho, dispuesto a vivir con dignidad de quien sabe ganarse el pan con el sudor de su frente, así que me sentí orgulloso cuando conseguí un empleo de cadete en la sastrería Apolo, sita en calle Uruguay, pleno centro. Allí trabajaba por cama y comida. Mis funciones eran diversas, mandadero, sereno, carpintero, mensajero, cafetero, etc., siendo el principal, llevar los trajes a los clientes, los cuales me daban unas propinas, a veces generosas y otras muy mezquinas, pero siempre muy bien venidas, pues esa era mi única entrada.
En una de mis salidas, llegué a la vieja cancha de Boca y vi empezar un partido entre Boca e Independiente, donde jugaban Erico, Vicente, de la Mata, Benito Cáceres, Varallo y otros. Apenas iniciado el partido, quien sabe por qué causa se desplomó la tribuna donde yo estaba, siendo aplastado un hombre.
La policía nos llevó en un celular a todos los que estábamos en ese sector. Ya en la seccional 24, comenzó la tarea de identificación de todos los detenidos y cuando me tocó el turno, temeroso de delatar mi paradero, di falsamente mi nombre de Juan Cuello, que era el arquero de River, los policías no eran tan ingenuos como para creerlo, así que insistieron durante varios días hasta que no tuve más remedio que confesar la verdad. Unos días después, mi padre, citado por la policía, me sacó de allí y me puso interno en la Escuela de Agronomía de la Paternal.
Era un colegio de doble jornada y allí aprendí apicultura, avicultura, floricultura, horticultura y lo más importante valoré la naturaleza y admiré la Obra del Creador.
Mi vida en la Escuela de Agronomía, transcurría apacible y alegre. Por la mañana se desarrollaba el área intelectual y nos dictaban clases como en cualquier establecimiento educacional, y por la tarde era el área técnica que realmente me apasionaba.
Era un mundo paradisiaco, donde transcurría las horas como agua de un manantial, plácidamente, pero trayendo siempre algo nuevo, fresco, beneficioso, todo esto, me apasionaba!
Allí podía observar cuanto quisiera; la disciplina inigualable de una colmena de abejas, el diario progreso de un almacigo, las maravillas simétricas de las nervaduras, el silencioso lenguaje de los bigotes de un conejo o el maternal afán de las aves para alimentar sus pichones o los requiebros de un pájaro preparando el nido. Allí me sentía como un alquimista buscando la piedra filosofal, cuando preparaba injertos entre flores o guiando el crecimiento de las ramas de un arbusto. Aprendí a leer los signos de la naturaleza y a percibir señales infalibles para otros incomprensibles.
Permanecí un año en el Edén, hasta que un día, el director me llamó para decirme que ignoraba las causas o los problemas que estaría afrontando mi padre, pero que dado el tiempo transcurrido sin abonar las cuotas de mi educación, no podían tenerme más en ese establecimiento, así que tendría que abandonar sin terminar la carrera.
Para no dejarme en el aire, me habían conseguido un empleo en la granja de don Guillermo Kraff, que tenía un gran frigorífico donde se procesaban patos pekinés, que se enviaban en cajas de tres aves cada una a Inglaterra, mientras que las plumas se exportaban a Alemania. Trabajé en mi nuevo hogar donde conseguí granjearme el aprecio y la confianza de mis patrones.
Al cumplir los dieciocho años, saqué mi carnet de conductor y entonces me trasladaron a la imprenta del mismo dueño, que se llamaba Anuario Kraff, para hacer reparto de los impresos de cada día. Por la tarde me daban las direcciones donde debía hacer las entregas y un mapa para estudiar el recorrido. Así conocí muy bien la ciudad de Buenos Aires.
Por fin, transcurrido el primer mes nos llamaron a todo el personal, yo ya tenía mi jerarquía, mínima pero cierta; y un empleado que estaba en un escritorio me hizo firmar unos papeles y me dio con toda naturalidad un sobre conteniendo mi sueldo, ¡mi primer sueldo! Eran noventa pesos ¿Cómo podía ese hombre con tanta tranquilidad darme todo ese dinero junto? Lo recibí con el temblor interno que no podía disimular, ¡noventa pesos! Míos, ganados con mi trabajo, los tenía apretados en el puño cerrado y éste en el bolsillo del pantalón, que aseguraba con la otra mano también.
Así, desconfiando de todos y delatando con mi actitud el tesoro que llevaba, fui hasta Adrogué, donde vivía. Jamás me pareció tan largo el viaje y tan inseguro. Guardé el dinero con todas las precauciones y esa noche me levanté varias veces para asegurarme que nadie me lo había quitado.
Hacía bastante tiempo que una muela me molestaba, así que decidí gastar los cinco pesos que costaba una extracción sin dolor y fui al dentista. La espera en la antesala me puso tan nervioso que cuando me senté en el sillón me dolía todo. El dentista me miró, hizo ascender el sillón con el pedal, lo inclinó hacia atrás y haciéndome abrir la boca, mientras mantenía el espejito dentro, me preguntó cuál era la muela que me torturaba y yo, con todos esos inconvenientes le señalé lo que pude. Aguanté como un valiente la inyección en la encía, el ruido de huesos y finalmente, el tirón. Volvía a la casa mordiendo el rollo de algodón para detener la hemorragia, y cuando se me pasó la anestesia ¡oh desventura! El dolor era más intenso porque señale mal y al equivocarme de muela el dentista me sacó la sana. Así doblemente dolorido y con la frustración de haber malgastado cinco pesos de mi primer sueldo me fui a dormir.
Llegó el momento de enrolarme y de votar.
¡Era un ciudadano! Debía cumplir con mi deber y ejercer mis derechos cívicos. Ese domingo bastante desvelado por la preocupación y dada la importancia del caso, me vestí lo mejor que pude, y con pasos largos para dar más solemnidad a la ocasión me dirigí a la mesa que según lo consultado en el padrón, me correspondía. Era el año 36 o 37. Cuando me aproximaba a la urna, un caballero me pidió mi libreta y mi sobre con un convincente y cariñoso “Dame pibe, ya votaste” y me lo devolvió con un billete verde de diez pesos adentro y una tarjeta que decía “una gentileza del doctor Barceló”.
¿Así se votaba? Yo lo ignoraba, ingenuamente me había dejado robar mi derecho cívico. Eso me hizo estar molesto y preocupado por un largo tiempo. Y el tiempo es el mejor maestro y poco a poco fui aprendiendo a vivir. Debía ser alguien. Tener una carrera que me asegurara un porvenir. Eso me hizo pensar durante un tiempo, mi gustos, mi ilusiones, mis deseos y luego de ese tiempo, me di cuenta que podía ser un elemento útil a la sociedad y a la Patria, fue por eso que decidí a ser un soldado.
Averigüe las condiciones de ingreso en la escuela de Suboficiales Sargento Cabral, me preparé e ingresé. Luego de mis primeros contactos, el lugar, el grupo humano, más todo lo que si bien en propaganda me decían, estaba para mis adentro fascinado. Y fui verdaderamente feliz los años pasados en el instituto, cada vez me aferraba más a mi decisión, la cual, la creía oportuna y de mi agrado. Me destaque en las disciplinas que exigían destrezas físicas. Elegí el arma de Comunicaciones y el mundo entero estaba en mis manos y en mi trasmisor.
Conocí las leyes de la Física, asombrándome tanto como antes lo había sido con las materias de Biología y un nuevo lenguaje, el alfabeto Morse, que practicaba con tanto entusiasmo que llegué a tener una gran agilidad en mi muñeca para transmitir con el manipulador puntos y rayas sonoras, tejiendo en las ondas del espacio, frases que solo otro oído experto y refinado podía captar con la sutileza que exige esa intermitente sucesión de sonidos y silencios casi imperceptibles, pero que podían ser la diferencia entre la vida y la muerte; que podían ser el vehículo etéreo donde viaja el mensaje prosaico o un poema; donde llegaba un grito de angustia o un consuelo; una señal en claves o un saludo entre amigos del éter cuyos rostros ignorábamos.
Supe lo que es la camaradería y la amistad perdurable. Tenía a mí alrededor muchachos íntegros, capaces de jugarse por un compañero: Raúl Navarro, Oscar Lai, Humberto Gómez, Juan Oller, Ángel, Pilli, Pastor, Martínez, Romero, Beltramé, Fernández Alcoba, Farfán, Blanco, Bertoni, Cortini, Lugani, y otros, cuyos rostros juveniles aún recuerdo. Aquellos que podían comprender y apoyar mis momentos de prueba o gozar conmigo de mis éxitos. Esos nobles corazones incapaces de una traición o de una mala jugada! Compañeros en quienes se podía confiar como un pájaro en la rama que lo alberga.
Cada año, debajo de la Bandera, que izábamos iba a continuación el banderín del arma que hubiese triunfado en las competencias deportivas y en mi primer año, yo fui uno de los que tenía que defender como integrante de mi compañía, en la prueba de salto en alto. Quedamos para los últimos saltos dos competidores y ambos habíamos llegado a la misma altura y cuando se subió la barra, ambos la volteamos, debieron bajar un centímetro para un nuevo intento. Mi rival la voltea y yo también, entonces se bajó un centímetro más abajo. Sucedió lo mismo, ambos volteamos la barra. Lo bajaron otro centímetro, lo observe a mi contrincante con los puños cerrados y cuando lo vi que lo volteó, me quité los botines y descalzo, tomando impulso a pie desnudo, lo salté… ¡y pasé!... Mis compañeros de arma me ovacionaron y llevándome en andas, me gritaban “Patoruzú”, el personaje de historieta de increíble fortaleza pero siempre descalzo o en ojotas. Luego, durante todo el año, pude sentir la enorme satisfacción de ver izar el banderín de Comunicaciones por debajo de nuestra enseña nacional, actividad esta quien me llenó de orgullo por haber sido parte de este logro.
Transcurría el año 1938, cuando escribí a mi hermana ya sin peligro de decir donde me encontraba, y relatándole mis actividades. Ella, había recibido varias cartas de mi hermano Rolando, que también se había radicado en Buenos Aires y me respondió dándome la dirección de su domicilio, en una lechería de la calle Bartolomé Mitre, donde podía ir a buscarlo y visitarlo, cuyos dueños eran don Braulio Andrés y su esposa Concepción, padres de la que iba ser su futura esposa María Asunción.
Una tarde, fui a disfrutar de mi franco bebiendo un vaso de leche helada y allí, ¡loado se Dios! Encontré a mi hermano. Nuevamente juntos otra vez, el uno para el otro, nuevamente juntos los dos mosqueteros.
Me contó todos sus infortunios desde que nos habíamos separados. Todas sus correrías que podrían llenar muchas páginas de un interesante libro, de aventuras insólitas. Largas horas fueron pocas para contarnos todo. Trabajaba además, como sereno en una construcción.
Por mi parte, lo entusiasme para que se hiciera militar y así fue que, se integró y tuvo su graduación al igual que yo. Ya nada podría separarnos, las angustias, las incertidumbres, las zozobras, habían quedado atrás.
A partir del momento de la graduación Guillermo y su hermano además de encontrase, tuvieron su profesión y un porvenir.
Para Arnaldo, su primer destino fue al Regimiento de Infantería de Montaña 20, en la ciudad de Jujuy. Su alejado destino, le hizo ir soñando de sus futuros proyectos durante el largo viaje a su nuevo destino. Luego de su experiencia en la capital del país, los últimos tramos del tren, le fueron mostrando que su nuevo domicilio iba a ser algo mucho más modesto de sus expectativas, lo cual, le produjo cierta desazón. Se hospedó en el Hotel Moderno, luego de instalarse se trasladó a la catedral para saludar al Altísimo y su Madre, su recorrido visual, le permitió ver y admirar parte de la historia del lugar, dado que se exponían recuerdos de ese pueblo norteño. De allí se trasladó caminando a la sede del Club Tiro, Gimnasia y Esgrima, donde se alegró de todas las posibilidad que le permitiría su uso. La presentación al Regimiento y sus tareas diarias, lo fueron fogueando en cada actividad. No bien llegaron los comentarios de los más viejos del cuartel, lo pusieron al tanto de las rivalidades que solía existir entre los hombres de armas y la policía de la provincia. Y la consigna de todo militar era no dar motivo de arresto a la policía y si hubiera no caer en sus manos.
Por su parte la policía, deseosa de desquitarse de ciertos cargos presentados por el Ejército, andaba en la pesca del más mínimo desliz para apoderarse de tan suculento botín, como era meter en el calabozo a un militar. Nos relataba sobre una anécdota que le ocurrió a Arnaldo al poco tiempo de llegar a su destino, nos decía: Me tocaba franco. Con un compañero, cuyo nombre no es necesario mencionar, salimos a conocer la ciudad y divertirnos. La avenida Bolivia, ancha y siempre transitada nos llevaba al parque San Martín; con sus rosedales tan bien cuidados, la estatua ecuestre del prócer que le daba el nombre, el pequeño laguito y los juegos infantiles, siempre bulliciosos. Seguimos por la calle Alvear, con sus caserones coloniales y al llegar a la heladería del Moro Muza (un árabe muy anciano de tez cetrina y cejas tupidas que, casi le tapaban los ojos), tomamos un delicioso helado de limón que se hacía en una garrafa de madera que a fuerza de dar vueltas a manivela del tambor de chapa galvanizada rodeado de hielo picado, lograba al cabo de algunas horas, dar consistencia a la crema. No sé si realmente eran tan ricos, o lo pintoresco de su fabricación, lo cual, le daba un sabor especial, o si la nostalgia de tiempos pasados los sazonaba con una dulzura particular, pero lo cierto era que no he vuelto a gustar de helados de limón como los del Moro Muza.
Luego, íbamos mirando vidrieras de los pocos negocios que existían: el café Merino, cuyo aroma de granos recién torrados y molidos caracterizaban esa cuadra, frente a la Escuela Belgrano. La contemplamos como un monumento viviente al creador de la bandera, que en su magnánime generosidad donó los 40.000 pesos fuertes, que recibiera como premio, para la construcción de cuatro escuelas, una de las cuales tenía ahora frente a mí…luego, el Teatro Mitre, la farmacia de Civeta donde atendía un caballero muy gentil, llamado Nanni, jamás pensé que poco tiempo después y por intricados caminos del destino, llegaría a conocer en Metán y convertirse en mi compadre y unos pocos meses después, se convirtió en mi cuñado, al casarse con mi hermana.
Más allá, estaba la tienda de Sadir, que competía en calidad con los Grandes Almacenes de Domingo Anún, después la sedería de Nallar y un poco más allá la de Crado y así llegamos al cine Select, con sus carteles anunciando las recientes películas, de Luis Sandrini, Ángel Magaña, de las mellizas Silvia y Mirtha Legrand, Amelia Bence, Hugo del Carril y tantos otros, que nos atrapaban con su arte, en argumentos siempre llenos de zozobra, de emocionantes situaciones dramáticas o risueñas, pero que siempre terminaban en una moraleja que penetraba en lo más hondo del corazón, imprimiendo una lección de honestidad, decencia y generosidad que aún perduran en los que ese entonces los admirábamos como ídolos de nuestra juventud. Allí estaba también, la confitería Select, que atendía la familia Serrano y allí, tomamos otro helado con mi camarada.
El calor agobiante del verano, parecía aumentar el peso del uniforme, sí por en esa época hasta cuando salíamos de paseo lo hacíamos de uniforme, era honor hacerlo. La chaquetilla botonada hasta el cuello, el brich, las polainas, los botines y la gorra, parecían de plomo candente. Seguimos deambulando hasta llegar a la playa del ferrocarril, a un remanso del Río Grande. El agua cristalina, dejaba ver las piedras en su lecho. Los sauces balanceaban sus ramas, como acariciando la corriente. Había unos matorrales cercanos y curioseando por allí caminamos lentamente hasta que el diablillo de la tentación nos mostró un lugar muy lindo pero vedado para bañarse, como lo indicaba el cartel de la prohibición.
Nos miramos y luego de un titubeo que duró una fracción de segundos, ya estábamos desvistiéndonos y escondiendo la ropa en los matorrales. Pocos instantes después, retozábamos en la frescura de las aguas prohibidas.
Poco nos duró el deleite. Alguien que nos veía gritó ¡Ahí viene la policía! Era la patrulla que andaba haciendo una batida por la zona. De un salto abandonamos el río y de un manotazo recogimos el uniforme. No caer en manos de la policía, era en ese momento nuestra única meta y corrimos desenfrenadamente entre los árboles hasta lograr desorientarlos a nuestros perseguidores.
Ya a buen resguardo, nos estábamos vistiendo mientras reíamos comentando lo sucedido, el susto que nos habíamos llevado, cuando advertí que en la precipitación de la huida, me había dejado el brich.
Volver en busca de la indispensable prenda, sería meterse en la boca del lobo, así que descarté esa posibilidad…¿A quién recurrir para rescatar la prenda?
Mi compañero se ofreció para ir en busca de alguno prestado, pero como éramos nuevos y no conocíamos a nadie, ni mucho menos sus domicilios, tampoco era solución.
Debía cruzar toda la ciudad para regresar al regimiento. Pensé en esperar la noche y caminar al amparo de las sombras, pero si no llegaba a horario, me quedaba sin cena.
Puse a funcionar todas mis neuronas para buscar una solución al problema… ¡Y la encontré! Le dije a mi compañero que regresara con toda naturalidad, sin pensar más en mí, pues posiblemente llegaría antes que él. Nos despedimos y cuando lo vi alejarse bastante, puse en práctica mi plan; hice un una pequeña mochila con mi chaquetilla, gorra, cinturón, camisa, polainas, medias y botines. Mi ropa interior era burda y blanca (como era reglamentaria) y usándola a manera de equipo de gimnasia y descalzo, tome la actitud de un maratonista en entrenamiento y sin perder el ritmo de mis pasos, realice la carrera por toda la Avenida Fascio, llena de transeúntes y parejas de enamorados, en la hora del paseo tradicional, que me miraban con cierta admiración y me habrían paso. Así llegué a mi cuartel sin llamar la atención de nadie más que como un gimnasta en preparación de algún torneo. Y la verdad es que lo gané en buena ley…
En una de las tantas salidas que se realizaban como de costumbre al terreno, tuvo un imprevisto encuentro con un pichón de cóndor, el cual lo recogió, dado que había sido aparentemente abandonado por sus padres; preludio éste, de lo que iba ser su nueva especialidad y escenario de aventuras.
Lo recogió y previo permiso del jefe de la unidad, lo llevó como mascota del regimiento, lo fue criando y domesticando y cada salida del regimiento al terreno, desde la altitud que brindaba su vuelo, los acompañaba y seguía.
Varios años fueron compartidos y en compañía de Guillermo, su protector, hasta que en una oportunidad, nefasto día, en que se le ocurrió volar solo, hacia algún recorrido si bien conocido, pero sin protección de quien lo cuidaba y siendo presa de un franco tirador, que lo consideró una fiera alada. Esta triste noticia, le dolió mucho y al mismo tiempo le provocó hacerse un compromiso, de ese momento, el propio Guillermo, nos decía: Mi cóndor, mi amigo montañés, cada vez que miro el cielo, recuerdo su vuelo en círculos sobre el regimiento al que consideraba su nido; no importa, prometo que seré el nuevo cóndor del Regimiento y lograré escalara hasta su nido, como tu viniste al mío y cuando llegue a merecer tener tu efigie en mi uniforme, te diré: Hermano cóndor, misión cumplida, a partir de ahora, me acompañarás por siempre en mi uniforme.
Su inserción en la ciudad de Jujuy, por sus actividades deportivas, no solo le valió un gran respeto en el ambiente civil, sino un gran prestigio para la unidad a la cual pertenecía y representaba.
Ya habíamos con anterioridad descripto sus experiencias como paracaidista, el de estar suspendido en el aire, mejor dicho, su experiencia intentando hacer un salto de estilo paracaidista mediante un paraguas, desde lo más alto de la vivienda donde vivía junto a su familia, con el tiempo, siguió madurando la idea de volar, y como buen soñador, apoyado en las posibilidades del lugar, para realizar el curso de piloto civil, inició a principio del año 1947, el curso práctico de piloto, y de esta experiencia nos contaba Arnaldo: Volar es maravilloso. Todos los hombres de todos los tiempos han deseado volar. Desde el legendario Icaro con alas de cera, que se derritieron al calor del sol, pasando por el Marqués de Bacqueville, que intentó cruzar el Sena, lanzándose desde un tejado, hasta los hermanos Mongolfier y su globo aerostático.
Sentirse suspendido en el aire, deprendido de las cadenas de la fuerza de gravedad y contemplando desde las alturas el suelo, donde hombres y animales parecen reptar, es algo sublime.
La sensación de libertad y plenitud es tal que deja entrever, como un esqueleto de lo que será la eternidad. Las distancias, que al nivel de la corteza terrestre, son enormes, desde arriba se dominan como un sendero de hormigas de algún jardín.
Yo no podía dejar de sucumbir a la atracción del encanto de las alas, así que luego de hacer las averiguaciones pertinentes, me sometí al examen psicofísico y me inscribí para el curso teórico-práctico de piloto civil. Todas las tardes iba al Alto Comedero, un bonito lugar a pocos kilómetros de la ciudad, en donde están las instalaciones del Aero Club Jujuy y poco a poco bajo la vigilancia severa de mi instructor Francisco Carlos Scaro, fui familiándome con los hangares, las pistas, las balizas, la torre del control, las máquinas y aprendiendo el vocabulario técnico de la aeronavegación y a leer el cielo, los signos de la Meteorología, de los cuales podía depender la vida.
Luego de realizar todas las pruebas de suficiencia y cumplir el número de horas reglamentarias, llegó el ansiado momento, pero a la vez el más temido y emocionante, de volar solo.
Lo hice utilizando un avión Piper P.A. 11. Suspendido en el aire, dependía solo de mis conocimientos, de mi habilidad, de mi poder para recordar todas las indicaciones del instructor, y por supuesto de Dios. Ya no tenía en el otro asiento al piloto veterano que podía corregir cualquier error o tomando los controles, solucionar un imprevisto o una emergencia. Ahora era yo el piloto y la máquina fiel a mis mandos se remontaba suavemente en el cielo como un pichón emancipado. Así fue que, como el 23 de agosto de 1947, recibí mi bautismo, por haber volado solo.
En el salón de la Confitería Cabildo, esa noche se preparó todo sobre una larga mesa, en cuya cabecera me encontraba yo, con las puntas del mantel atadas a mi cuello, a manera de babero y recibiendo en mi cabeza la tradicional botella de champagne derramada por mis padrinos como símbolo de recepción a la familia del aire.
Este evento para Arnaldo, fue un estímulo y al mismo tiempo un prestigio, que lo iba a destacar en el futuro; por otro lado fue una actividad que hasta los medios de comunicación social de la época, lo sacaron a la luz. Actividad que dentro de la sociedad jujeña fue también muy bien vista, prestigiando por otro lado a la propia institución a la que pertenecía este destacado suboficial del Ejército.
Esta nueva profesión que la realizaba sin distraer su tiempo correspondiente a lo que le exigía la milicia, no lo abandonó y por muchos años estuvo activo como piloto, y fueron así sus recuerdos que el mismo nos relataba: Un difícil aterrizaje tuve, cuando al pedido del Aero Club Orán, vole de esa ciudad a Santa María de Catamarca (claro está que ya tenía varias horas de práctica), llevando un gendarme que debía ver a su madre en grave estado de salud. Como no había pista en esa localidad, aterrice en la orilla del río sin problemas. Mi pasajero bajó y fue a cumplir con su madre y yo levanté vuelo nuevamente, para ir hasta Cafayate, donde sí había pista de aterrizaje. Pernocte en esa bella villa veraniega y al día siguiente regresé a Jujuy.
Realmente, me alarmé una vez cuando volando con mi hijo Jorge Nelson, de dos años de edad, en un Piper, me aprestaba para aterrizar en el Alto Comedero, cuando de la torre de control me avisaron que el tren de aterrizaje se me había desprendido, así que remonté nuevamente el vuelo, dando muchas vueltas sobre la ciudad para agotar el combustible y eludir el riesgo de incendio. Mi hijo estaba alborotado y feliz, por lo prolongado del paseo sin sospechar que el peligro afilaba sus garras, dispuesto a dar un terrible zarpazo. Cuando me autorizaron a bajar, pedí a Dios que por lo menos salvara a mi hijo. Mientras yo rezaba con todo fervor que me daba la angustia en ese momento, la tierra se aproximaba y con ella tal vez, el último instante de nuestras vidas. Mire el rostro de mi hijo tan feliz, tan confiado… ¡Dios! ¡Dios! ¡Dios!... Toque tierra con la panza del avión y realizó un trompo y finalmente se detuvo sin que sufriéramos ningún daño. Al bajar con mi hijo en brazos sanos y salvo, vi el despliegue de ambulancias, bomberos y vehículos de los amigos que habían acudido a socorrernos, fue una alegría y un respiro.
En otra oportunidad, volando con un jefe del Ejército, me asaltó una súbita descompostura que me impedía pilotear mi avión y ante esta urgencia de mi malestar, debí realizar un aterrizaje forzoso en una finca, llamada El Pongo. Busque con mi ansiosa mirada lo más parecido a una pista de aterrizaje y vi un campo recién sembrado, así que sin torre de control ni balizas, aterricé en él. Al bajar de la cabina vi que venían horrorizados los campesinos pensando encontrarme deshecho, pero vieron que solo tenía un leve malestar, del que una vez recuperado y agradeciendo a mis impensados anfitriones su hospitalidad y ayuda, levanté vuelo nuevamente, para continuar el viaje y llevar al oficial a Salta, pues ya llevábamos algunos minutos de retraso.
Años después, leyendo un libro de acrobacia aérea, supe que el luping era una de las acrobacias más lindas y fáciles de ejecutar. Entonces yo, como siempre dándole trabajo a mi ángel custodio, me fui en el avión Piper P.A. 11 a la Almona, que es un lugar muy cercano a la ciudad, pero llano y sin edificios, donde los domingos se llenaba de familias para hacer camping.
Volé un rato hasta tomar más de mil metros de altura y cuando decidí efectuar el luping, según lo leído, maniobré con el avión y quedé cabeza abajo. Allí tuve la tremenda sorpresa de que las piernas se me caían atraídas por la fuerza de la gravedad y quede dentro del avión como uno de esos contorsionistas de circo, con los pies a ambos costados de la cabeza, estorbándome para el manejo de los controles. Cinco días después, busqué un cinturón con el que me até los tobillos e intenté nuevamente la prueba, que en esta oportunidad me salió muy bien.
Así fue que durante varios años siguió ejerciendo este nuevo oficio o deporte, con la participación además, como integrante de la delegación jujeña presidida por uno de los instructores el señor José Huguenin, en el IV Centenario de la ciudad de San pablo, Brasil, entre los días 16 y 20 de junio de 1954, donde contado por el propio Arnaldo, nos decía que: Fue una gran experiencia, donde pude compartir unos bellos momentos con gente de distintas partes del mundo.
Sin lugar a dudas cuando se intenta hacer cumbre en un cerro, lo primero que busca el andinista es conocer los datos al menos básicos del mismo, las condiciones climáticas y todo detalle que pueda ilustrar sobre el objetivo a alcanzar. Es así que en su bautismo de fuego, como andinista, Arnaldo, nos describió como era el cerro al cual deseaba coronar, el Chañi; nos decía: Para llegar al pie del Chañi, existen dos rutas: una por Oratorio Moreno y otra por la Quebrada de León. En la década del 40, no había las líneas de ómnibus que existen ahora, así que saliendo de San Salvador de Jujuy, se iba hacia el Norte en mula.
Al llegar a Pumamarca, el paisaje es tan vivido y colorido como ningún pintor se hubiera atrevido de llevar a la tela de no haberlo visto con sus propios ojos. Allí se ven los cerros con tan diversas tonalidades que escapan a la paleta del artista. Las tierras áridas, de colores, aparecen en franjas que zigzaguen caprichosamente y en las otras, las plantas xerófilas, crecen tan apretadas que semejan alfombras de terciopelo con matices ocre, amarillo, lila, verde y azul, según la planta que predomina en cada zona. Entre los cerros altos y tan próximos entre sí, corre en las profundidades un río aguas transparentes, cuando su escaso caudal está tranquilo, como si cantara una nostálgica baguala con sus extremos melódicos, que saltan de lo grave a lo agudo sin acorde intermedio. Pero de aguas rubicundas y embravecidas cuando a raíz de fuertes tormentas y nevadas, crece arrastrando cuanto se encuentra a su paso y, alimentándose con las laderas arcillosas, toma ese color rojizo como si quisiera amedrentar al valle con su ira.
Siguiendo la ruta, vamos por Huachi-Chocana y Abra del Pibe hasta llegar al Oratorio Moreno, donde hay una escuela que es el último baluarte de la civilización al que concurren niños de todos los alrededores a pie o en mula, soportando las inclemencias del tiempo con su precaria alimentación y aún más precaria indumentaria como única defensa contra los rigores del clima.
Allí aprenden las nociones de las ciencias y las artes y los conocimientos básicos de agronomía regional. Además, allí se tiene un gran respeto por los símbolos patrios. Se iza diariamente la bandera y se aprenden las primeras nociones del catecismo. Es la escuela el centro cívico religioso de la región y sus fiestas patrias o patronales concentran a todos los vecinos, engalanados con sus mejores atuendos para rendir un cálido y sincero homenaje a Dios y la Patria.
Después, se continúa haciendo varios campamentos hasta llegar al pie del cerro. Este lado es más accesible para la ascensión y por allí lo hice en el año 1948 y en el año 1986, o sea la primera y última vez.
La otra ruta, por la Quebrada de León, es más cómoda. Por vía automovilística se va desde San Salvador de Jujuy a León, que es un pueblito típicamente norteño, de calles sinuosas estrechas y casas de adobe con techos de paja. Tiene la estación del ferrocarril, la comisaría, la escuela y la iglesia.
Hay cuatro cerros que se denominan según el color, diferenciándose perfectamente y ellos son: cerro Azul, cerro Colorado, cerro Negro y cerro Morado, que son quienes denominan esta región, atrás de los cuales ya se puede ver el Chañi.
Hay un puente de ferrocarril que cruza el río León, afluente del Grande y allí comienza la Quebrada de León. La primera etapa es el recorrido de este punto hasta la escuelita del Chañi, que constituye la primera jornada con su correspondiente noche. La segunda etapa es desde la escuelita hasta la casa del baqueano Fernández, quien nos brinda hospitalidad la segunda noche. Estos dos tramos no presentan mayores dificultades pero el tercer tramo es la etapa que va desde la casa del baqueano Fernández, hasta el refugio al pie del cerro. Hay que seguir por la huella junto al río León a pesar de lo tortuoso que resulta en algunos lugares este tramo, en que queda mucho más alta que el río formando un camino de cornisa a 500 metros sobre el nivel del río.
La quebrada se va estrechando tanto que parece que llegara por momento en que no habrá paso entre los cerros. La marcha es cada vez más difícil por la pendiente ascendiente y las numerosas cataratas. El paisaje es fantástico pues, como colgadas de un árbol de Navidad, se ve de cuando en cuando una casita con su corralito lleno de cabras.
La temperatura es muy baja y el sol se oculta muy pronto. Ya podemos ver el Chañi, con su pollera de nubes como el blanco tutú de una bailarina. Esas nubes, que parecen ser blancos capullos de algodón, separan los cerros como si fueran el papel de seda que protege las páginas del gran libro natural de la Geología.
Aún a los 4.000 metros, todavía hay vegetación y casas aisladas con su ganado mular y caprino. Los peligrosos sayales son grietas verticales muy profundas ocasionadas por la erosión de los deshielos, como si una enorme zarpa hubiera afilado sus gigantescas garras arañando la montaña.
En ellas se ven osamentas, probablemente de llamas, guanacos y mulas que han caído. El espectáculo es sobrecogedor aumentado por el pesado silencio que oprime tanto como la falta de oxígeno. Las mulas también sienten los efectos de la puna y hay que respetar su ritmo para que no perezcan sangrando por la nariz.
El agua es generosa en todo el trayecto. Hay ojos de agua tan fresca y sabrosa que realmente confirma aquello de que “el agua es el licor de los dioses”. Algunos de estos manantiales en alguna hora de la noche quedan congelados y amanecen como una escultura de hielo que parece una estática fotografía del chorro surgente. A eso de las diez de la mañana se va licuando y nuevamente entra en movimiento la fontana natural.
Hay algunas donde retozan los animales de la región, poniendo una nota de alegría con su bullicio, cual si fueran niños jugando a las escondidas entre los cerros.
Según la época, el viento es permanente y muy fuerte, tanto que cuando para repentinamente ocasiona a las personas, caídas por la fuerza que oponía en la marcha. Las ráfagas levantan pequeñas piedras y mucha arena que golpea sin piedad el rostro hasta el punto de dañar los cristales de las gafas.
Su ruido es tan fuerte que parece un milenario erke, tocando su eterno yaraví. El último refugio es natural. Un capricho de la naturaleza o de la Divina Providencia, han conformado cerca de las nacientes del río León, un extraño montículo hueco llamado, La Cueva. Es desde allí, luego de un prolongado descanso y frugal alimento, que se inicia el asalto a la cumbre, por lo general en las primeras horas de la madrugada para tener tiempo para el retorno.
Los lugareños creen firmemente (quizás por tradición, por la experiencia o por superstición), que quien no duerme tres noches al pie del cerro, no puede escalarlo. Hoy la ciencia ha comprobado que se necesita un período de aclimatación de tres días, para incrementar los glóbulos rojos hasta alcanzar un número necesario para oxigenar el organismo en esa altitud y hacer frente a la puna (enrarecimiento del aire), que es el enemigo número uno de esta región.
La temperatura es muy baja y el sol despunta mucho más tarde que en los lugares llanos. La amplitud térmica es muy grande pues de los 20 grados bajo cero de la noche, se llega a medio día a soportar el implacable calor de los rayos solares sin paliativos de ningún tipo.
El acceso a la cumbre es un sayal de paredes casi verticales que hay que escalar con enorme peligro de desmoronamiento por el pedregullo que recubre la roca viva.
Esta ruta es más rápida pero tiene mucho más riesgo. Lo hice en las otras cinco oportunidades. Mi amigo El Chañi, que me permitió trepar en siete veces hasta su testa coronada de nieve, como un somnoliento hipopótamo, al pajarillo que picotea su rugosa piel.
En septiembre del año 1948, el Regimiento de Infantería de Montaña 20, Cazadores de los Andes, había salido hacia el Norte, para realizar sus ejercicios finales del año militar. Y en esa oportunidad, un integrante del mismo, iba participando de esta exigencia; como integrante del grupo de comunicaciones de la unidad, se desempañaba el entonces Sargento Primero Guillermo Arnaldo Poma, quien toma su primer contacto visualmente y a lo lejos, con el coloso jujeño, El Chañi. Fue en esa oportunidad que Arnaldo, quedó prendado del cerro y tras una apuesta con el oficial de Educación Física de la unidad, se comprometió ascenderlo. Nos recordaba Arnaldo: El subteniente me dijo: ¿Con ese físico? ¡Que va ascender Ud.! Y yo aposté lo contrario. Así fue, apoyado en esos dos bastones, el misterioso atractivo de la montaña y mi amor propio, hizo lanzar un desafío al Chañi.
No contaba con autorización de mis superiores, pero me escapé. Necesitaba ayuda y allí fue cuando se me tendió una mano amiga, la del entonces joven director de la Escuela del Oratorio Moreno, el maestro Augusto Liberato Estopiñán, quien con toda gentileza me brindó su apoyo poniéndome en contacto con el baqueano Toribio Flores y consiguiéndome mulas (la fiel compañera del andinista) y otros elementos.
Finalizados los preparativos, salimos en mula desde el Oratorio Moreno, el día 14 de septiembre de 1948, a las 20,00 horas y llegamos al pie del cerro a las 08,00 horas del otro día, iniciando de inmediato la ascensión a pie, haciendo cumbre a las 14,00 horas del día 15 de septiembre, día del Señor del Milagro, a quien como buen salteño, tengo una especial devoción.
Desde la cumbre y valiéndome de espejos hicimos la señal convenida con el señor Estopiñán, quien siendo también corresponsal del diario El Intransigente, envió con toda premura la noticia de nuestro logro, gesto que quiero destacar por su generosa comprensión y eficaz colaboración.
De regreso a mi cuartel, fui recibido con un arresto de 45 días en el regimiento, al cabo del cual recibí el premio por mi hazaña en una formación especial.
Desde entonces quedé atrapado con el magnetismo de las altas cumbres, venciendo luego, el Cachi, el Llullaillaco, Socompa, Aconcagua, Ojos del Salado, Lacay, Nevado del Castillo, etc., debiendo en algunas oportunidades, renunciar a la cumbre para salvar la vida de algún compañero, pero satisfecho de la labor cumplida y agradecido al Señor por su protección. Arnaldo, en sus años de descanso y plenitud, también nos describió a cerca de Chañi, decía: Según la tradición de los lugareños, el Chañi, fue una Ara ceremonial, para sacrificios humanos. Durante estos actos se arrojaban desde altas cumbres, personas que caían en profundos abismos, luego de lo cual era desbarrancada una llama blanca. Existen en las profundidades estos restos arqueológicos, lo cual confirman esta leyenda o bien da cuenta de la caída accidental por la enorme pared que caracteriza esta montaña, casi salientes en su verticalidad. Además dada la escasa vegetación que prolifera en las alturas, el terreno se desmorona con mucha facilidad, cuando las precipitaciones son persistentes. Allí los temporales sobrevienen en breve lapso sin dar tiempo a refugiarse convenientemente y así mismo se alejan dejando el cielo muy azul.
El frío y la nieve son dardos que penetran en los puntos vitales y el viento blanco, que sopla a increíble velocidad arrastrando como pompas de jabón, toneladas de nieve polvo, desmenuzadas en diminutas partículas que sepultan en pocos minutos a quien se atreva a afrontarlo, paralizándolo en la gélida lápida que el mismo viento se encarga de pulir y en la cual la historia del andinismo graba con las imperecederas letras del recuerdo, el nombre de aquellos que dormirán en el regazo del Chañi, el sueño eterno en su lecho de nieve.
El silencio es terrible y la magnitud de las rocas de la altura en contraposición a la profundidad, son el único lenguaje con que la naturaleza, cuenta sus cuitas, mientras una procesión de penitentes de piedra tallados por la erosión eólica, parece elevar un eterno Kyrie Eleison, por los pecados de la humanidad.
Su majestad el Chañi, de torso violáceo, túnica verde, corona blanca y diadema de brillantes, reina en medio de la cordillera.
La túnica verde está formada por las achaparradas plantas llamadas poposa o pupusa, que por la sabiduría de la naturaleza, solo viven a los 4.000 metros de altura, cuyas hojas en infusión son una excelente panacea para combatir el mal de altura. El color violáceo lo da la constitución granítica de la roca y la sombra producida por la paredes casi verticales, en cuyas grietas se refugian vizcachas, aves y otras especies de la fauna andina que proliferan en las múltiples lagunas que existen entre los pliegues de la colosal estructura.
Su corona blanca, está formada por la nieves perennes que conserva el frío glacial de las alturas, a pesar de la cual, una diadema de diamantinas aguas de deshielo adorna con sus cascadas la regia figura del pétreo monarca.
Su belleza incomparable, tanto como el camino que le precede y sus paisajes que parecen con sus tonalidades sacados de la paleta del artista.
Podemos agregar que el Chañi es un Oratorio privado al que solo unos pocos pueden acceder. Es allí donde el montañés vive la plenitud de la Obra del Arcano y palpa la pureza y limpidez de la Creación.
El montañés es el único deportista que no recibe el aliento de sus simpatizantes, ni la ovación de un estadio lleno. Es el que tiene como adversario su propio físico al que debe dominar probando ante sí mismo su fuerza y que cuando sus energías y su voluntad llegan al límite, no encontrará una mano que lo asista en el último tramo, solo la inmensa quietud de la eternidad, la inmaculada página de la soledad, en la que llegó a los grandes santos la palabra de Dios, cuando se retiraban a orar en la montaña o en el desierto.
La segunda ascensión al Nevado del Chañi, fue realizada el 24 de diciembre de 1950, junto a Enrique Petigianni y Francisco Solana y los baqueanos Pedro Fernández e Isidoro Toconas.
La tercera ascensión al Chañi, la efectuó el 08 de diciembre de 1951, conformando la cordada con Francisco Solana y Santos Cortés; la cuarta, el 28 de junio de 1953, integrando la cordada con el Teniente Francisco G. Ibáñez y su esposa Beatriz, el señor Fernando Grajales, el suboficial Zoni; ambos suboficiales, fueron los primeros en coronar la cumbre en ese invierno de 1953.
La quinta, fue realizada el 15 de abril de 1954, con el grado de Suboficial Principal.
La sexta, el 17 de abril de 1965, con el andinista David Castellon.
La séptima y última, fue realizada cuando contaba 69 años de edad, el 06 de diciembre de 1990, junto al agente José Arjona, el delegado sanitario Víctor Ramos y el baqueano Sebastián Casimiro.
Respecto a su primera ascensión al Cerro Aconcagua, fue realizada el 20 de febrero de 1952, luego de una ardua preparación, en solitario, nos contaba respecto a este ascenso: Me había preparado muy bien, pues temía no poder llegar a una altura tan grande, pero lo logré sin ninguna dificultad, porque allí, por la ruta normal, no había los precipicios que estaba acostumbrado, ni la puna tan típica de las montañas norteñas y, asombrado de haberlo logrado solo y sin tanto esfuerzo, recorrí el camino de regreso eufórico y al llegar a Puente del Inca, envié un telegrama a mi familia, comunicando el éxito para que se tranquilizaran.
La segunda al Cerro Aconcagua fue ejecutada en el mes de enero de 1954, nuevamente en solitario; por lo que recibió las felicitaciones del general Jáuregui y del edecán del presidente de la Nación, el Mayor Ignacio J. Cialceta. El tercer intento al Cerro Aconcagua lo hizo en el año 1976, debiendo renunciar a la cumbre para bajar un andinista malherido, con congelamientos en los pies. Posteriormente, tuvo dos intentos más al Cerro Aconcagua, en el año 1979 y 1980, no logrando coronar la cima.
El Nevado del Castillo o cerro General Güemes, fue ascendido en dos oportunidades; la primera en octubre de 1953, conformando la cordada junto a Francisco Solana.
La segunda ascensión al Nevado del Castillo, fue realizada el 9 de julio de 1956, conformando la cordada junto a David Castellon.
Al volcán Llullaillaco, lo ascendió en tres oportunidades, la primera el 19 de enero de 1953, si bien la cordada estaba integrada por Francisco Solana Quintana, Carlos Alberto Pettigiani, Enrique Ponce de León y el periodista Tulio E. González, y el salteño Yosco Cvitanic, salvo Poma, los demás no pudieron coronar la cima; el estado del tiempo, no le permitió volver y paso en la cima de la montaña toda la noche hasta el amanecer del día siguiente, sin tener consecuencias en su físico. Respecto a esta ascensión nos relataba el propio Arnaldo: Salimos de Jujuy, el día 15 de enero de 1953 y nos reunimos en Salta, con Yosco Cvitanic, tomando de inmediato el tren hacia San Antonio de los Cobres, donde pasamos la noche, muy fría por cierto.
A la mañana siguiente, seguimos en tren. Tocamos Caipe y allí a Socompa, alquilamos un tractor que nos llevó hasta el pie del cerro.
A la belleza incomparable de los cambiantes paisajes que disfrutamos durante todo el camino, se sumó el singular aspecto de esta zona azufrera donde al caer los rayos de sol, incendian un sector de azufre que despide llamas azules y emanaciones de azufre, dando la sensación de hallarnos en otro planeta.
Pernoctamos en la Quebrada del Agua, en la casa de un minero de la zona, el señor Eusebio Alegre Quiroga, quien por ese entonces, se hallaba en la mina Las Dos Naciones (de su propiedad), y fue su familia quienes nos atendieron con suma delicadeza, gentileza y amabilidad y pudimos admirar el criadero de chinchillas reales, que son el orgullo de la familia, por ser el único en la república, al menos según ellos. Allí había más de 80 parejas, tratando de mantener una especie a punto de extinguirse.
A las 04,00 horas, del 18 de enero, partimos hacia la mina Dos Naciones, en un camión Ford, muy antiguo guiado por el hijo de don Eusebio Quiroga y cruzamos la frontera sin inconvenientes, llegando a Monturaki, en territorio chileno y ya lejos de toda civilización, incluso de la pista de aterrizaje de emergencia de la Compañía Aérea Panagra.
Alrededor de media mañana, fundimos una biela del motor, en el lugar llamado Aguada del Hueso, entre los cerros Inca y Guanaqueros, de 5.000 metros cada uno. Este fue un grave inconveniente subsanado por la habilidad del joven Celestino Quiroga, que trabajó arduamente durante dos horas, hasta lograr dejar el motor nuevamente en condiciones de seguir, lo que hicimos entre cóndores, llamas, guanacos y otros animales montañeses.
Algo muy reconfortante para la vista, es una especie de oasis de pastales muy verdes y lozanos, que crecen en una zona regada por una cristalina vertiente que existe en el lugar denominado Vega Zorrita, donde nos reabastecimos de agua y nos tomamos un pequeño pero reconfortante descanso, antes de continuar hacia la mina Dos Naciones, donde llegamos al atardecer. El señor Quiroga, y sus peones ya estaban esperando y nos hospedaron para pasar la noche.
A la mañana siguiente, hicimos una caminata de aclimatación, a 5.000 metros de altura, y luego de un almuerzo muy liviano, partimos hacia el campamento base distante 20 kilómetros, recorriendo la mitad en camión y lo demás a pie. Luego tuvimos que levantar la carpa y ordenar nuestras cosas, por lo que en el precario alojamiento que nos brindaba el campamento base, nos pareció muy confortable y dormimos profundamente.
A las 06,25 horas de argentina, del día 19 de enero de 1953, iniciamos la ascensión del volcán Llullaillaco, de 6.736 metros.
El entusiasmo impulsó al grupo a esforzarse quizás demasiado, en el primer tramo, por lo que Pettigiani, que estaba resfriado, Ponce de León y González, se apunaron, desistieron de la empresa y regresaron al campamento base.
Una tormenta de nieve se estaba formando, así que debíamos ganarle tiempo, por lo que tratamos de apurar el paso del ascenso, pero Solana y Cvitanic, eran más lentos y los sorprendió la tormenta, teniendo que guarecerse entre las rocas, mientras que yo, que ya había superado la zona de meteoros, continué el ascenso hasta la cima, dejando los trofeos que habíamos llevado para dejar en la cumbre.
Con la satisfacción del logro, me disponía a iniciar el descenso, cuando advertí que no podría hacerlo porque además de las dificultades del descenso, ya oscurecía y lo peor era que no podría atravesar la zona de tormenta que esperaba más abajo.
Me quedaban dos alternativas: morir en una caída fatal tratando de bajar o morir congelado a casi 6.800 metros de altura. Decidí mantenerme en actividad toda la noche para evitar el congelamiento, pero llegó un momento que era tan grande el agotamiento que ya no podía resistir un solo paso más… pensé en la familia… en mis amigos… mentalmente me despedí de cada uno y refugiándome junto a las rocas, recé fervientemente a la Virgen de Fátima, que por ese entonces recorría la Argentina, como peregrina y le prometí que, realizaría una nueva ascensión para llevar a la cima su imagen, si salía con vida de esta aventura… y me dormí.
Los rayos del sol calentando mi rostro me despertaron. ¡Había pasado la noche en la cumbre y estaba vivo sin ningún signo de congelamiento!
Di gracias a Dios, reiteré mi promesa hecha la noche anterior (que cumplí con gran gusto y devoción en la próxima primavera, llevando una estatuilla de Nuestra Señora de Fátima de unos 30 centímetros de alto y que luego de besarla, deposité en la cima junto al cofre que contenía el libro de cumbre y allí dejé una esquela pidiendo que quien la encuentre de aviso y que no la baje) y siendo la mañana del día 20 de enero de 1953, inicié el descenso a mitad del cual, encontré a Solana y Cvitanic, que subían a recatarme, siendo éste un encuentro tan emocionante, pues ninguno de los tres podíamos creer que estuviera sano y salvo. Les conté como había sido el ascenso y continuamos el descenso. Ya en el campamento base, donde Ponce de León y González, estaban terriblemente preocupados por mi ausencia ya que los otros dos habían regresado antes y vuelto a subir en mi búsqueda.
Descasamos lo justo para recuperar fuerzas y ya los cinco juntos, descendimos llegando a la mina Dos Naciones a las 17,00 horas. Como empezó a nevar, continuamos hasta la Quebrada de Agua, en la caja del camión, sufriendo el castigo del viento y la nieve. Al llegar a Monturaki, los lugareños, nos mostraron su simpatía y la unión que había al menos en este lugar entre nuestras dos países hermanos, Argentina y Chile. Continuamos a regular velocidad, pero unos kilómetros más adelante, se salió la ruda del camión, el cual se clavó en la arena, pero sin llegar a volcar. Este percance nos demoró una hora más y gracias a la pericia del joven Quiroga, que cambió la rueda y lo sacó al camión de la arena, pudimos continuar nuestro viaje de regreso.
Llegamos a Quebrada de Agua, a las 02,00 horas del 21 de enero, entregándonos inmediatamente al reposo.
No había finalizado nuestros inconvenientes, pues al día siguiente desde Socompa, Argentina, salimos en tren y ya cerca de Salta, tuvimos que cargar todos nuestros bultos para hacer un transbordo atravesando sobre el viaducto que había sobre el río Toro, porque las lluvias habían cortado las vías. Poco tiempo después, llegamos a nuestros hogares, con las huellas de los padecimientos propio de lo que habíamos pasado, pero radiantes de alegría y satisfacción, que aumentó trece años después cuando una expedición chilena recogió los trofeos que había dejado, confirmando el éxito de mi arribo a la cumbre, en mis dos oportunidades.
La segunda ascensión al volcán Llullaillaco, fue en la primavera del año 1953, por la misma ruta anterior, la cual realizó para pagar la promesa de llevar una imagen de la Virgen de Fátima y dejarla en la cima; también la coronó en solitario.
Su tercera ascensión fue realizada por Poma, el 20 de enero de 1954, asignado por el Ejército Argentino, como colaborador de la expedición que realizaba el famoso piloto alemán Hans Ulrich Rudel, apoyado por el gobierno argentino; quien coronó la cima junto al Suboficial Ayudante Arnaldo Poma, Francisco Solana Quitana, del Club Andino del Norte y el soldado Raúl Torres. Para ir luego al detalle de nuestro biografiado, Arnaldo Guillermo Poma, deseo hacer referencias de las actividades de este andinista alemán, en el cerro Llullaillaco.
Poco después de conocerse a través de los medios, algunos pormenores del fallido intento de Rudel, en el Aconcagua, recibió una carta de un médico austriaco, Rolf Dangl, entusiasta alpinista o andinista, también él, que trabajaba como responsable de sanidad en la mina azufrera La Casualidad, en la provincia de Salta. En su misiva Herr Dangl, que había sido uno de los primeros en intentar el Chaltén, hizo saber a Rudel, que había participado en dos intentos al volcán Llullaillaco, saliendo de la mina La Causalidad, al cual, se consideraba erróneamente el volcán más alto del mundo, jamás escalado. El Llullaillaco, se encuentra aproximadamente en el octavo lugar en cuanto a altitud, de las montañas argentinas, con aproximadamente, 6.736 metros SNM.; existiendo versiones inciertas de supuestas erupciones de este volcán, tanto en tiempo de la conquista, como las más recientes en el siglo XIX, aunque lo más probable sea que las fumarolas o cenizas observadas correspondan en realidad al activísimo volcán Lacar, situado a unos 200 kilómetros hacia el Nor-Noroeste. Para un andinista con un peso medio de 75 kilos, que pretende subir hasta la cima, debemos de decir que, en este cerro se necesita de un gran esfuerzo físico y de una buena adaptación para lograrlo. Siendo Dangl, médico jefe de la mina La Casualidad, donde entonces trabajaban (incluyendo el yacimiento La Julia), unos 1.200 hombres, éste médico montañista, tenía a su disposición recursos logísticos para facilitar una rápida aproximación al objetivo. El Llullaillaco, emerge exactamente, a una distancia de 47,2 kilómetros en línea recta del complejo La Casualidad.
Rudel, aceptó encantado la invitación de Dangl, convite que para él, quien aún con una pierna ortopédica, no se consideraba un minusválido, al mismo tiempo, significó un nuevo reto. La expedición se armó y se puso en marcha en febrero de 1953. Además de Rudel y Dangl, participaron el doctor Karlo Morghen, otro alpinista austriaco, y el ingeniero Deverga, del personal técnico de la Mina. Ocurre que cuando Dangl, entusiasmó a Rudel, hacia fines de 1952, el cerro era efectivamente virgen, en épocas recientes, ya que Bión González León y Harseim, hicieron cumbre en el intervalo transcurrido entre la invitación cursada y la cristalización del proyecto de Rudel. Relata Rudel, que los cuatro expedicionarios, mientras descasaban en la carpa hasta donde los había alcanzado un tractor de La Casualidad, improvisaron una melodía con el siguiente texto: El Llulay no puede ser tan alto, que nosotros no podamos doblegar. Dicho campamento estaba a orillas de una salina, cuya masa líquida, era amarillenta-verdosa y en definitiva es de esa laguna, de donde toma el nombre, del quechua, Yacu, yaco, que significa: aguada, y del Llullu, que significa: fofa o cenagosa, el cual, da su nombre al macizo que surge a sus márgenes. Después de un primer precalentamiento, el grupo emprendió al otro día el intento, para alcanzar la cumbre. Deverga, abandonó a sus compañeros muy temprano y regresó al abrigo, en tanto los tres restantes, tras considerable esfuerzo coronaron la cima a las tres de la tarde. En fecha que Rudel, no precisa bien en sus datos, pero se sabe que fue el 31 de marzo de 1953.
Describió el cráter cumbrero con dimensiones sumamente reducidas, para semejante aparato volcánico, cráter del cual, emerge en el centro una roca en forma de un cigarro, cuya estructura y color difieren sustancialmente del material que la circunda y que probablemente sea producto de la última erupción ígnea. Una vez arriba, los tres se dan la mano, y Dangl, colocó debajo de unas piedras una lata con dos banderines, uno, albiceleste, el otro, negro, blanco y rojo, los colores del primer sueño de la unidad alemana en tiempos de Bismarck. No obstante de permanecer en la cumbre, tal vez por un cuarto de hora, no descubrieron ningún indicio de otra posible ascensión previa, tampoco buscaron muy bien, convencidos de que ellos eran los primeros en coronar la cima del cerro. Apenas emprendieron el descenso, Morghen, exclamó: allí abajo hay unas tumbas. Y Rudel, que también las observó, nos decía: Efectivamente, unos 60 metros más debajo de nosotros, existen unos óvalos de piedras. En unos de estos se observó una rama atravesada… La pregunta es si debemos descender hasta estas construcciones anulares. ¿Podría tratarse de sepulcros? Yo personalmente, estoy en contra de tocar la última morada de cualquier difunto. Pero nuestras vacilaciones tienen una repuesta ineludible, ya es demasiado tarde para perder más tiempo. Tenemos que bajar. Hemos conquistado el Llullay-Yacu, logro que debe ser recompensado suficiente para nosotros.
A mediados de marzo, próximo al equinoccio, que fue cuando ocurrieron los hechos en el Llullaillaco, amanece más tarde, a las 08,00 horas y la puesta ocurre cerca de las 20,30 horas, por lo que, para hallar el campamento todavía con luz de día, los expedicionarios tuvieron a su favor escasas cinco horas de luminosidad. Pero como el sol se esconde en realidad bastante antes de esa hora detrás de la cadena montañosa hacia el Oeste, la caída de la penumbra se precipitó y tanto Morghen, como Dangl, aceleraron su paso, con la anuencia callada de Rudel, para llegar a la carpa, lo antes posible. Con la oscuridad éste último, a paso más lento, por su prótesis, pronto perdió de vista a sus dos camaradas y se extravió. Debió caminar y luego de sufrir una caída, casi arrastrándose durante esa noche, al día siguiente y la próxima noche, sin poder comer ni una miga de alimento y agua, hasta ser encontrado por un grupo de rescate a bordo de un jeep, que habían salido de La Casualidad, en su búsqueda. De regreso en el complejo minero y mientras se sucedían los relatos, surgió la pregunta reiterada de porque no se había examinado de cerca las supuestas sepulturas. La cuestión quedó flotando al punto de adquirir mayor dimensión a medida que transcurría el tiempo. De tal modo, Rudel, decidió para finales del mismo año, realizar un nuevo asalto al macizo, con el propósito de explorar y eventualmente excavar los consabidos círculos. Tras obtener la venia y el apoyo del general Perón, presidente de la Nación, Rudel, organizó la segunda expedición, no ya de índole deportiva, sino en cierto modo científico. En esta oportunidad el doctor Dangl, no pudo ser de la partida, porque no había quien lo reemplazara en La Casualidad.
Los integrantes del grupo fueron, aparte de Rudel, el ex-piloto alemán Max Dainz, el librero Erwin Newbert y a partir de Jujuy, el oficial del Ejército Argentino, Manuel Selene Villafañe, con tres soldados de apoyo. El viaje lo realizó en forma análoga al anterior, primero en avión a la provincia de Salta y de allí, con el tren internacional y semanal, que iba desde Salta hasta Antofagasta, bajándose en la estación Caipe del ramal C 14, antiguo embarcadero de azufre proveniente de la mina La Casualidad, y por último, en camión por la carretera hasta el complejo minero. Con el mismo GMC, doble tracción, el grupo se trasladó hasta la base del cerro e inclusive lograron trepar con el rodado un breve trecho por el talud Sur, hasta alcanzar un nivel de 5.100 metros SNM. También contaron para la carga, con una caravana de mulas alquiladas a don Eusebio Alegre Quiroga, de Quebrada del Agua, al pie del Socompa, por donde en su trayectoria de acercamiento, los expedicionarios pasaron en primer término. Acamparon en forma bastante precaria las viviendas semidestruidas que Alegre, había construido para la mina Dos Naciones, de su propiedad. Aquí, Deverga, se agregó al grupo.
Decidieron pasar una segunda noche en el lugar, por el fortísimo viento que los azotó. La cordada estaba integrada por Rudel, Morghen, Neubert, Deverga, Dainz y Villafañe; quedándose los soldados en el lugar.
La marcha se inició con toda clase de contratiempos; para empezar, en la marcha los integrantes se separaron mucho entre sí; Deverga, primero en la meseta que desciende rápido. Luego, arriba el oficial argentino, y posteriormente, lo hicieron, Rudel, Dainz y Neubert. Éste último, era el fotógrafo oficial de la expedición. Poco antes de alcanzar la cumbre, Neubert, se separó de Rudel, explicándoles que quería rodear la formación rocosa de la cima, para sacar alguna toma fotográfica. Rudel, al arribar a la cumbre, depositó nuevamente, dos banderines similares a los primeros. Dainz y Villafañe, entre tanto se acercaron a las construcciones incaicas, que creían eran sepulcros y comenzaron a excavar con pico y pala; en rigor hicieron una limpieza alrededor de las pircas. Neubert, no regresó, mientras que Rudel, piensa que se bajó hasta la ruinas o que inició el repliegue al campamento base.
De todos modos, los tres se preocuparon y comenzaron a turnarse para buscarlo y seguir con las excavaciones. Las pircas tenían una altura aproximada de 1,80 metros y escribía Rudel: Claramente se observan los accesos, con dinteles de piedras lajas. Ya con los primeros golpes, Sainz, descubrió que los tallos en el interior de los recintos correspondían a los largueros de la techumbre, que se habían hundido. Luego de limpiar una de las construcciones, incluso podemos restituir los tirantes a su sitio primitivo. Lo mismo en el vecino óvalo de piedras. La madera parece ser de balsa, y pronto nos percatamos que no se trata de sepulcros, sino de dos habitaciones contiguas. Delante de las mismas encontramos unos palos a pique, o sea un corral, donde probablemente se confinaban los animales que acompañaban el sequito, llamas, guanacos o vicuñas. Deverga, ya había hallado aquí antes, un recipiente para comida, y Dainz, a su vez, encontró tiestos de cerámicas y unos trozos de textiles. Por sobre todo descubrimos y este hallazgo es la clave del secreto, a unos 200 metros de los recintos, una pila de leña. Desde este punto, se observaba libremente el Socompa, donde Dangl, en otra ascensión, ya había descubierto un montículo similar de leña.
Al igual que el que había descubierto en su ascensión en solitario, al mismo cerro, Socompa, el doctor Federico Reichert, en el año 1905. Con ello, todo parecía claro, según nos comentaba el propio Rudel: Evidentemente se trataba de una estación de señales de humo, que solo se puede remontar a la época final del imperio Inca. Al descender de la cima, hasta donde estaban las construcciones donde estaba trabajando Dainz, me llamó la atención la ausencia de Neubert. Cuando le pregunté a Dainz, por éste, él no me comprendió, es más me expresó que Newbert, debía estar conmigo; por mi parte le contesté que nos habíamos separado antes de llegar a la cima, para ir hasta las construcciones para fotografiarlas. Resolvimos entonces, alternarnos en las excavaciones, mientras dos trabajábamos, el otro, mira, grita y busca. Las horas van pasando sin noticias de Neubert. A las cuatro, suspendimos la tarea de excavación y los tres nos dedicamos a buscar en forma sistemática. Como a los diez minutos me llamó el Teniente Villafañe, había descubierto un punto sospechoso a lo lejos. Atravesamos un nevero y cuando llegamos al borde de la plataforma observé a unos 80 metros debajo de nosotros el cuerpo de Neubert, inmóvil, muerto, a raíz de una terrible caída. No nos pudimos explicar cómo y porqué pudo ocurrir semejante desgracia. Decidimos finalmente bajar, cruelmente golpeados por el hecho, pero en la seguridad de que el cuerpo examine yacerá aquí en paz, sin ser perturbado por nada ni nadie.
El trágico desenlace hizo que se le reprochara a Rudel, no haber hecho nada para rescatar o sepultar a Newbert. A raíz de ello, se organizó una tercera expedición al Llullaillaco, seis semanas más tarde. La misma tuvo lugar el 14 de enero de 1954, viajando nuevamente con el tren internacional desde Salta hasta la estación Caipe. El sábado 16 de enero, salieron desde la mina La Casualidad, por consiguientes quienes alcanzaron la cima, en esta oportunidad lo hicieron alrededor del día 20 de enero; la cordada tomó la misma ruta de ascenso, a lo largo de una canaleta en el talud Sur, itinerario muy ventoso, con manchones de nieve, hielo y acarreo, que provocaron mayor desgastes a la caravana de andinistas, que según Dangl y Deverga, había sido la causa de los fracasos de los intentos anteriores por esta vía. Tras sufrir Rudel, un dolor al corazón, y quedar sin pulso, según Dangl, se continuó con varias detenciones. Dos de los acompañantes, según Rudel, de apellidos, Solana integrante del Club Andino Jujuy y el soldado Torres, lograron pisar la cima y regresaron; luego, lo hizo en tercer lugar, el suboficial Poma; posteriormente Rudel, y Dainz, tras proteger con piedras y lajas, el cuerpo de Newbert, volvieron nuevamente a las construcciones en donde habían estado en la oportunidad anterior, donde Dainz, encontró diversos vestigios arqueológicos y también comenzó a tirar de una soga que salía debajo de las construcciones. La soga anudada resultó tan fuerte que fue imposible romperla, lo que provocó que Dainz, hiciera el siguiente comentario: Seguramente, se trata de los cabos con que están atadas las bolsas enterradas con el oro de los incas. Luego, en un esfuerzo final y moviéndose sobre las cuatro extremidades, Rudel, pisó por tercera vez en menos de un año la cima del volcán. Una hazaña seguramente sin parangón, más teniendo en cuenta su disminución física.
Respecto a la mencionada madera encontrada en aquellas alturas, que por su peso tan liviano la confundieron con madera balsa, podemos decir, que la confundieron, dado que la misma, es la madera del cardón norteño, muy utilizado en aquella región, siendo este muy liviano, por su estructura y muy resistente al clima. Respecto a las fotografías realizadas en esta expedición, como las descripciones efectuadas por Rudel, sobre las construcciones incaicas, las mismas tienen un valor muy importante, lamentablemente, el trato y el trabajo que realizaron no se puede opinar lo mismo, dado que carecían del conocimiento arqueológico para desarrollarlo y que provocaron que otras manos expertas pudieran sacar mejores conclusiones del lugar. De la reconstrucción de las ascensiones al Llullaillaco, podemos decir que cronológicamente fueron desarrollada de la siguiente manera: el 1ro de enero de 1953, coronaron la cima del volcán, la cordada integrada por los chilenos, Bión González León y Juan Harseim; el 31 de marzo de 1953, la cordada integrada por Rudel, Morghen y Dangl; en el mes de diciembre de 1953, la cordada de Rudel, Dainz, Deverga y el Teniente Villafañe; el 20 de enero de 1954, la cordada integrada por Solana, Torres, el suboficial Poma, Rudel, Dainz y Dangl. Así de esta forma, Guillermo Poma, realizaba su tercera cumbre en el Llullaillaco y este era su comentario sobre el mismo: La tercera ascensión, fue por motivo de tener como antecedentes dos ascensiones anteriores, en el cerro, el Ejército, me designó a mí, al soldado Raúl Torres y al integrante del Club Andino, Francisco Solana Quintana, para integrar la expedición del coronel alemán, Hans Ulrich Rudel, y rescatar el cuerpo de Erwin Newbert, quien siendo compañero de cordada del coronel Rudel, había fallecido en su anterior ascensión el 10 de diciembre de 1953, cayendo unos 50 metros de la cumbre y a una altitud de 6.600 metros.
El coronel Hans Rudel, aviador y veterano de guerra alemán, había llegado a Salta, el 14 de enero de 1954, acompañado por el doctor Max Dainz, a los que se agregaron en Salta, Rudolf Dangl y el ingeniero Hugo Deverga y nosotros que llegamos de Jujuy, el Subteniente Juan Manuel Lobo, los soldados Victoriano Paz y Raúl Torres y yo, mientras que por al Club Andino, lo hacía Francisco Solana Quintana. La delegación de Rudel había llegado al cerro, e intentado llegar hasta el cuerpo del infortunado por una pared en la que se encontraba la pendiente cubierta de hielo y con una inclinación de unos 40°, fue tal el esfuerzo para el coronel Rudel, que estuvo a punto de perder el conocimiento; ante esta situación, el doctor Dainz, le inyectó un medicamente, que le permitió soportar por un tiempo, el mal momento, para luego ser rescatado.
El día 20 de enero, Francisco Solana, Raúl Torres y yo, subimos hasta la cumbre, para ver desde arriba el lugar donde se encontraba el cuerpo del malogrado militar y compañero de Rudel Erwin Newbert, de 29 años de edad, según mi apreciación su caída se debió a que no se sacó los grampones que había llevado puesto para pasar alguna lengua de hielo, esto lo hizo trastabillar y perder el equilibrio y caer.
Una vez localizado el cadáver a unos 80 metros de profundidad, bajamos con cuidado hasta el lugar donde se encontraba el mismo, y al no poder desprenderlos de las garras del hielo que lo cubría en gran parte su cuerpo, le dimos sepultura en el lugar.
Fue realmente una ceremonia escalofriante, dada las circunstancias en que lo hicimos. El cuerpo, totalmente congelado estaba en perfectas condiciones de conservación y a las 02,30 horas, de la madrugada del día 21 de enero de 1954, comenzamos a cubrirlo con rocas que estuvimos amontonando hasta formar un túmulo sobre el cual, colocamos la placa traída desde Alemania, con la inscripción que hiciera perdurable su nombre y una leyenda que traducida decía más o menos lo siguiente: “el soldado debe ser sepultado donde cae combatiendo”.
Esta agotadora obra de cristiana caridad, alumbrada solo por la luz cenital, duró hasta la seis de la mañana, luego de lo cual, bajamos al campamento base, y allí encontramos al subteniente José Manuel Lobo, algo apunado. Como había perdido el conocimiento, lo transportamos en una manta unos 10 kilómetros hasta que nos encontramos con el tractor que lo llevó hasta la mina La Casualidad, para su atención.
Mientras tanto, el coronel Rudel y del doctor Dainz, hacían cumbre, depositando en ella, la bandera alemana, otra argentina y un mensaje en la bandera alemana, que decía: “Alemania unificada, saluda a la Nueva Argentina y a su presidente el General Perón”. Así finalizó esta ascensión, regresando todos a sus respectivos lugares.
En cuanto al ascenso del volcán Ojos del Salado, su primera ascensión la realizó desde la vertiente argentina, llegando a la cima a las 20,40 horas del 12 de noviembre de 1951, conformando la cordada junto a Francisco Solana Quintana y los baqueanos Vicente Morales y Santos Cortez, dejando como testimonio en la cima, algunos banderines de las Fuerzas Armadas y la imagen de la Virgen del Valle. La segunda ascensión realizada el 28 de marzo de 1956, por la vertiente Oeste, es decir chilena, junto a Jaime Miranda, intento que no fuera coronado con la cima, llegando a 150 metros de la misma y por razones meteorológicas, debieron bajar.
Al nevado del Cachi, lo realizó en dos oportunidades: la primera, el 20 de octubre de 1950, conformando la cordada junto a Francisco Solana Quintana y Ambrosio Gómez, con el baqueano Tiburcio Lera, rescatando de la cumbre los testimonios de los primeros ascensionistas. Respecto a esta ascensión, nos contaba en su libro, Las Aventuras de Guillermo Poma, Arnaldo, en el capítulo, de la ascensión al cerro Cachi: …La grandeza de este soberbio amanecer, anunciador de glorias y de triunfos, se reflejaba en el límpido espejo de los lagos, en la verde alfombra de los prados y en la rocosas y nevadas restas de los montes. Era el amanecer del día 20 de octubre de 1950, y que nos sorprendía a unos tres kilómetros de la cumbre del cerro Libertar en el Nevado del Cachi, nuestra ansiada meta. Pocos días antes y ya en viaje desde Jujuy a Salta, solo un pensamiento invadía nuestras mentes y nos hacía tender la mirada hacia el infinito como buscando un consuelo a nuestra impaciencia. Y así mirando, permanecía en la retinas, la silueta del Nevado del Cachi, con su cerro Libertador.
Los Nevados del cachi, tienen una atracción y un encanto especial que lo diferencian de los demás cerros. Una es una simple roca que se muestra tímida entre los demás picos; es un templo, un mito, a quien generaciones de hombres han dado nombres y adorado como el altar de la pacha mama.
A esta cumbre, a esa inmensa mole de 6.380 metros de altura, se han dirigido expediciones que desde hace medio siglo, llegaron a sus pies desde América Europa, pero todas ellas se vieron vencidas por un guardián implacable que no tiene el Monte Blanco, ni el Aconcagua; un guardián que no se ve, que no tiene espada, ni dientes, ni garras, pero que hace presa de sus víctimas aplastándolas, ahogándolas, haciéndoles estallar sus venas y sentir la cabeza torturada como el suplicio chino de la gota de agua. Este monstruo guardián, este grifo invisible con el que no cuenta casi nunca los expedicionarios, es la puna.
Entre el primer ascenso llevado a cabo por al cordada integrada por un cura, el Padre Oliverio Pelicelli, un médico, el doctor Arne Hoygaard y un militar, el Teniente de ingenieros D. Pedro Miguel di Pasquo, coronaron la primera cumbre, la más alta, que bautizaron con el nombre de Libertador, el 14 de febrero de 1950. Luego de esto, poco tiempo después, hubo algunos otros intentos sin llegar a su cima. Pero el 17 de octubre de 1950, llegan a la cima, recogiendo los trofeos de los primeros andinistas, la cordada de Tito Rubio, Milenko Jurcich y Josco Cortana, quienes dejaron en la cúspide del cerro, una plaqueta y un mensaje escrito por uno de los hijos del Cachi, el señor Adolfo Vera Alvarado y junto a ellos, cual delicada flor, una poesía inspirada tal vez, en el magnífico panorama que ofrece la naturaleza, dedicándola el andinista Rubio a su novia. Aquella muchachita feliz que estuvo presente en su pensamiento, en el momento sublime en que se mezclaban en su corazón el dulce sabor de la victoria y la incertidumbre del regreso.
Y así, mientras los nombrados andinistas depositaban los trofeos que solo descansarían tras días en aquel frígido lecho, los andinistas jujeños acortábamos impacientes el espacio que nos separaba del cerro Libertador, la cumbre máxima del Nevado del Cachi.
Inmediatamente después de llegar a la ciudad de Salta, preparamos lo necesario para continuar a la localidad de Cachi, que nos acogió con su típica pobreza en el día de la lealtad, el 17 de octubre, a las 12,30 horas, después de un viaje en camión que duró ocho horas. Todas gente de este pueblo nos iban comunicando con lúgubre acento, los peligros de nuestra proyectada ascensión. Fue así, como nos enteramos que la Pacha Mama, castigaba con la muerte a aquel que osara posar sus plantas en la nieve.
Luego, con los ojos esquivos como tratando de huir a un peligro fastamal y la voz algo ronca por el temor a cometer un sacrilegio, una viejecita nos contó que allá arriba habría un toro con astas de oro, el cual no se podía tocar porque la Pacha Mama, se enojaba, terminó toda aquella escena, que en vez de infundir temor en nuestros ánimos, solo logró agitar nuestras ansias de vencer el Libertador, con sus nieves y todos los mitos y leyendas que le servían de aureola.
Luego de lograr algunos datos de los lugareños que se mostraban reacios a dar y para nosotros eran de mucha importancia, tomamos a nuestro servicio un baqueano Tiburcio Lera, y alquilamos unas mulas cargueras y silleras. Este baqueano de la zona, es el primer hijo de los valles Calchaquíes, que se atrevía a hollar las nieves eternas y afrontó valerosamente el reto de la Pacha Mama.
Al día siguiente, 18 de octubre, salimos de la localidad de Cachi, hacia el lugar denominado Las Minas, a unos 54 kilómetros aproximadamente, de dicha localidad, distancia que debíamos recorrer a lomo de mula.
Protegimos nuestros cuerpos con ropa gruesas de lana y garibaldinas sendos sacos de cuero, nos servían de coraza contra los cuales se estrellarían el frío y cubrían nuestras cabezas, los clásicos pasamontañas de lana, a los que se les unían los anteojos para evitar el reflejo de la nieve; calzábamos, botín de montaña, con medias gruesas de lana y guantes y cubreguantes impermeables. Las provisiones que llevábamos se reducían a dos cabritos, fideos finos, algunas latas de conservas, frascos de leche condensada, tarros de duraznos al natural, papas, cebollas, limones, yerba, etc…
Además, íbamos provistos de un botiquín compuesto de: 20 comprimidos de subnitrato de bismuto, 20 aspirinas, 6 ampollas de morfina, (para el caso de necesitar anestesia), vaselina boricada al 10%, una caja de comprimidos de pantopon, aceite alcanforado, un litro de alcohol, algodón, gasa, 300 gramos de poción Tod estimulante, compresas, cafeína, fenaspirinas, agua oxigenada y vendas.
Llegamos a las 10,00 horas a Las Cuevas, que está a 4.500 metros aproximadamente, y dista de la localidad de Cachi a unos 35 kilómetros; desde allí seguimos de a pie 10 kilómetros, hasta hallar las nacientes del río Las Minas, cuyo nombre deriva de los jesuitas, que poseían en dicho lugar de minas de cobre, que explotaban y que probablemente fueron sepultadas por algún derrumbe.
En un desolado sitio acampamos, levantando la pequeña carpa que llevábamos, y bajo la cual debíamos dormir en el reducido espacio que usualmente ocupa una persona.
Es un paraje donde la naturaleza, creyéndose sola, descubre sus misterios. Es allí, donde Eolo, esculpió en el hielo, caravanas de penitentes. Admirable trabajo que durante siglos, realiza el viento, modelando las nieves frescas y puliendo el hielo hasta obtener pirámides de unos tres metros de altura, de aristas rectas y afiladas, orientadas todas en el mismo sentido. Como los fieles que de hinojos en un templo, adoran el altar del señor, así están las nieves penitentes prosternadas a los pies del nevado de Cachi, frente al pico más elevado El Libertador.
A las 19,00 horas, la temperatura cambia bruscamente y el río Las Cuevas, de cuatro metros de ancho y medio de profundidad, se congela en menos de tres horas. El inquieto torrente, va serenándose poco a poco y su voz se apaga paulatinamente, como el llanto de un niño, que se duerme. El río arrastraba penosamente su torrente mientras las aguas se congelaban adquiriendo formas extrañas; una pequeña oleada, que saltaba por sobre una piedra grande, poco a poco, fue presa de congelamiento, quedando allí como un cuadro, tal como se inmoviliza la rugiente catarata de una antigua placa fotográfica.
Congelada comenzamos a sentir el castigo por violar el altar de la Pacha Mama. La puna ya se hacía sentir y todos fuimos atacados de insoportables dolores de cabeza que aumentaban por momentos hasta convertirse en verdadera tortura, en un martirio capaz de abatir al más fuerte. Pero nosotros soportábamos y soportábamos porque habíamos invadido las nieves prohibidas con la misma vigorosa consigna con la que los antiguos gladiadores pisaban las sangrientas arenas del Coliseo, quizás por última vez; pero dispuestos a luchas…luchar y vencer.
Más o menos a las 20,00 horas, y siendo aún de día, cenamos muy frugalmente, tomamos mate con leche y aspirinas para calmar el dolor de cabeza. Después de ello, nos preparamos para pasar la noche, nos resguardamos en la carpita y nos metimos a nuestros sacos de dormir (especie de bolsón de cuero con un acolchado interno de lana, que se cierra hasta el cuello, dejando únicamente la cabeza afuera). A las 22,00 el termómetro marcaba 6 grados bajo cero… y así pasamos la noche del 18 de octubre.
A las 09,30 horas, del día siguiente, 19 de octubre, nos levantamos encontrando listo el desayuno que el baqueano Lera, nos había tenido preparado. El dolor de cabeza permanecía cerrando el puño de hierro sobre nuestras sienes.
Hicimos un reconocimiento que nos serviría de entrenamiento y sacamos algunas fotografías del campamento, de los penitentes, del río congelado y a medida que íbamos ascendiendo el dolor de cabeza se nos iba como por arte de magia y así llegamos a los 6.000 metros aproximadamente. Regresamos entonces satisfechos del reconocimiento y a las 14,00 horas, estábamos en el campamento.
A esa hora, el río se veía libre de hielo que lo había cubierto la noche anterior, llevando un caudal de dos metros de ancho. El deshielo comenzó a las 10,00 horas, en su parte interna; al mediodía la capa superior se resquebraja y la misma corriente la fue arrastrando con trozos de hielo, empleando alrededor de dos horas el licuamiento de la parte central, resultando de ello que el hielo de ambas orillas es permanente.
El pequeño entrenamiento a que nos sometimos nos contribuyó a aclimatarnos y nos vimos libres de dolor de cabeza. Habíamos resistido y vencido por el momento a la puna.
Mientras esto sucedía, el baqueano Lera, se dedicó a preparar el almuerzo. Como teníamos carne de cabrito, trató de hacer un caldo con puchero. A las 10,30 horas, puso a la llama del calentador Primus desarmable, una olla con la carne, papas, cebollas, ajos, etc., el fuego luchaba contra el intenso frío, pero a pesar de ello dieron las 12,00 horas y el agua no había logrado hervir; sin dar mayor importancia a esto, una hora más tarde, agregó los fideos, pero la altura le impidió la cocción de los alimentos y aún a las 14,30 horas, todo estaba como lo había puesto a las 10,30 horas, y nuestro suculento almuerzo de sopa de fideos y puchero de papas, se redujo a una lata de duraznos al natural con pan y queso.
También, llevábamos una maquina filmadora con la que logramos obtener escasas vistas, pues a causa del intenso frío, se negó a funcionar debido al congelamiento del lubricante y por ende del mecanismo.
Al ver que el día ofrecía grandes perspectivas para la ascensión y de que todos nos encontrábamos perfectamente bien, dispuse que a la una de la madrugada del día 20 de octubre, iniciaríamos la ascensión. Asimismo y siendo las 17,15 horas, hice ver la necesidad de pasar al descanso hasta las 24,00 horas. Con gran alegría preparamos nuestras frazadas y sacos de dormir, más la nerviosidad no nos dejó pegar los ojos en todo el tiempo. A las 22,30 horas, nos incorporamos para preparar un poco de mate con leche y a las 24,00 horas, estábamos listos para salir a la tan ansiada ascensión.
A las 01,05 horas, exactamente, del día 20 de octubre, después de invocar el nombre del Señor, iniciamos la ascensión, teniendo una hermosa luna de cuarto creciente. ¡Qué maravilla de escenario para los que contemplábamos por primera vez, bajo la plateada luz de la luna, que unida a la emoción que nos embargaba, lo mostraba bajo los tintes de ensueño y revestido de hálitos de leyenda!
Aunque nos sentíamos capaces de saltar a la cumbre, no vacilamos en empezar la ascensión gradualmente y así avanzamos con descansos de 2 a 3 minutos cada 90 pasos.
Desafiando el frío de 9 grados bajo cero, que aumentaba notoriamente, seguimos la marcha ampliando los descansos y disminuyendo el número de pasos visiblemente en la marcha, haciéndose muy difícil nuestra respiración. Por fortuna el viento fuerte que prevalece en el cerro, se presentó suave. Este ritmo de ascenso se mantuvo hasta las 06,00 horas, en el que el joven Gómez, expresó que se sentía algo así como con un hormigueo en el pie izquierdo, seguido de una absoluta insensibilidad. La temperatura en esos momentos pasaba los 11 grados bajo cero y el enfriamiento había hecho presa a nuestro compañero. No había tiempo que perder y olvidándonos del cansancio, procedimos a despojarlo de los botines y medias, sometiéndolo luego a un intenso frotamiento con nieve y querosene; al cabo de un tiempo prudencial y para asegurarnos de este método, empapamos un pañuelo con el alcohol y lo quemamos calentándole los pies, que reaccionaron luego de no pocos esfuerzos. Esta operación duró 40 minutos al cabo de los cuales reiniciamos nuevamente la marcha.
A las 09,00 horas, recién tuvimos sol y al llegar en esos momentos a una hollada de nieve y hielo permanente de dos kilómetros más o menos de diámetro nos permitimos un descanso de una hora.
Desde allí se puede admirar el cerro Libertador, que se destacada a unos 3 kilómetros hacia el Norte. Estábamos agotados, exhaustos y gustosos habríamos pasado descansando el resto de la jornada pero debíamos luchar contra el sueño del que no se despierta más, si permanecíamos en el lugar.
Inste a mis compañeros a seguir el escalamiento, pero ninguno obedecía y fue necesario que insistiera enérgicamente para lograr que se incorporaran, quizás con menos fuerzas que antes, debido al descanso demasiado prolongado.
Venciendo los malestares que sentíamos, continuamos animosamente hasta que a las 17,30 horas de ese día colmamos las ansias de aventura y desafío que tiene aquel que ha paladeado una vez el placer de enfrentar cara a cara, la naturaleza y el goce del que siente la pasión por el peligro, quien nunca es tan feliz como cuando expone la vida, pero con resultados positivos.
En ese solemne acto en que se fundía la gratitud hacia el Altísimo, el halago del triunfo y el amor a la Patria, sentimos la emoción de estar junto al busto del Libertador, que subiera en sus brazos el Teniente Di Pasquo, y que descasaba en el único trono digno de su grandeza. Al pie del busto hay una placa que dice: “Homenaje del Segundo Destacamento de Montaña, en el año del Libertador General San Martín, 14 de febrero de 1950”.
Mientras izábamos la banderola del Comando del Capitán de los Andes, recogimos los trofeos de los andinistas salteños y dejamos los nuestros: Una lámina del General San Martín, retratos del General Perón, del General Franklin Lucero y de la señora Eva Perón, banderines del Segundo Destacamento de Montaña, del Club Gimnasia y Esgrima de Jujuy y del Club Atlético River Plate de Buenos Aires, y el mensaje que nos dio Adolfo Vera Alvarado, para depositar en la cumbre.
Guardados estos trofeos en un tubo de metal que fue colocado en un refugio natural hecho por nosotros de roca apilada, firmamos el libro de cumbre e iniciamos el descenso corriendo las mismas penurias y peligros de la ascensión.
Mientras lo hacíamos pensábamos en el mensaje que Adolfo Vera Alvarado, como un justo homenaje al Regimiento de Caballería de Voluntarios de Cachi, que escribiera como exhortación a los habitantes del Valle Calchaquí.
“¡Calchaquíes! Así como nuestro Cachi majestuoso domina todas las más altas y circunvecinas cumbres, así también, cada uno de nosotros trepando por la empinada y escabrosa cuesta del trabajo, del estudio y de la meditación, habremos de llegar algún día a dominar todas las prominencias de nuestra ignorancia, de nuestras pasiones y de nuestras debilidades, desde el más alto atalaya del perfeccionamiento”.
Y fue así como, la banderola del Comando Gran Capitán de los Andes, flamea por primera vez en el cerro que actualmente lleva su nombre.
Mientras detrás nuestro se iba perdiendo en la lejanía la mole que habíamos vencido, de nuestros pechos brotó el saludo de despedida: ¡Gracias, Dios mío…! ¡Hasta la vista, Libertador!
Su segunda ascensión la realizó junto a Rogelio Luque, llegando a coronar la cima el 12 de enero de 1955, actividad esta que casi le cuesta la vida, por equivocar de ruta de descenso, empleando 131 horas hasta alcanzar la finca de Palermo. Pero que mejor dejar detallar al propio Guillermo Poma, de su accidentada ascensión, nos decía: En el año 1955, me designaron para acompañar en burro hasta el pie del cerro Cachi, al arquitecto Rogelio Luque y a José Galipoli, oriundo de Córdoba, que fueron con el propósito de escalar el Cachi.
Realizamos el viaje en tren hasta Salta, de allí en ómnibus hasta el pueblo de Cachi y posteriormente en mula hasta el pie del cerro.
Al llegar al coloso y por una indisposición de Galipoli, y para no dejarlo solo a Luque, lo acompañé, en esos momentos se estaba formando una tormenta que no era común para esa época.
La falta de experiencia de Luque y la poca preparación mía, nos demoró en llegar a la cumbre, la que la alcanzamos alrededor de las 17,00 horas.
Encontramos tirada la cruz, que había sido llevada por el Padre franciscano Oliverio Pelicelli, en la primera ascensión, junto al Teniente Di Pasquo, en el año 1950.
Al parar la cruz en la cumbre nuevamente y acuñarla con piedras, ya sentíamos el fortísimo viento que nos hacía perder la estabilidad.
Al ver los grandes cúmulos, la expresión del arquitecto Luque, fue acompañada con su tonada característica cordobesa: Parecen coliiiflores y reeepollos.
La verdad que esos repollos y coliflores traían tremenda piedra que no tardó en caer. Iniciamos el descenso a las 17,45 horas, en el momento que empezó a nevar mucho, con la velocidad de arena, pronto se acumuló mucho y fue cubriendo la senda para nuestro retorno.
Al regreso debíamos pasar por un camino con una cornisa que se había hecho por la acumulación de la nieve, el viento y el frío, cuyo ancho, era un fino y peligroso, con precipicios a ambos lados, de enorme profundidad y con el viento que nos empujaba y la visión casi nula para la fuerza de la tormenta; al ver este peligro, y el inminente riesgo a desbarrancarnos, decidimos volver a la cumbre para bajar por el otro lado. Ya de noche, hicimos nuevamente cumbre y completamente mojados por la nieve, lluvia, granizo y viento, iniciamos el descenso hacia San Antonio de los Cobres, llegando al amanecer del día siguiente sin parar ni un momento para no congelarnos. Nos quitamos la ropa mojada para que se secara, con lo cual, perdimos un día. Siempre bajando y siguiendo un río que allí nacía, nos encontramos con una pequeña cascada que teníamos que eludir, pasando por una ladera con un precipicio de unos 500 metros, para vadear el río. Allí se nos apareció un cóndor que quería atacarnos y parecía que quería tirarnos. Tuvimos que espantarlo con los bastones de andinismo. Y pasó otro día, sin comida. Seguimos bajando hacia los Valles Calchaquíes, siguiendo el río, el tercer día y el cuarto, sin comer absolutamente nada y con las mismas penurias. Tomamos agua arcillosa con coramina glucosada que llevábamos en el botiquín.
El quinto día ya no podíamos más, por el agotamiento y el hambre. El esfuerzo que nos demandaba cada paso era enorme y la boca reseca parecía de cartón. En eso descubrimos una planta de vinagrillo y otra de verdolaga. Luque, opinó que podía ser pasto tóxico y no quiso tocarlo, pero yo comí todo lo que pude y me llené de ellas, los bolsillos del anorak. Poco a poco, Luque, observando que yo no sufría convulsiones, ni síntoma de envenenamiento, fue cediendo poco a poco y me aceptó un puñado que comió con mucho recelo.
Finalmente, a las 18,00 horas, hallamos una toma de agua, inconfundible señal de la proximidad de un poblado y la seguimos con renovada esperanza, hasta llegar a una pequeña quintita con un rancho cuyo dueño (un coyita), nos reconoció y preguntó: “Ustedes son los perdidos del Cachi?” les respondimos afirmativamente, con una vos casi inaudible por la extrema debilidad y el cansancio.
Muy solicito este buen hombre, sacó de su morral bollos caseros, para paliar un poco el hambre que teníamos, pero por la total falta de saliva, no podíamos tragar, por lo que debíamos reemplazarla con agua.
Después de ingerir este primer alimento, nos facilitó dos caballos y nos llevó hasta lo que llaman sala, que es la casa de los dueños. Estábamos en la finca Palermo, donde los encargados, un matrimonio alemán, nos recibieron con gran alegría, dándonos un litro de leche tibia a cada uno y un baño caliente para higienizarnos.
Nos pesamos, Luque, había bajado doce kilos y yo ocho, parecíamos prisioneros de un campo de concentración.
Ya limpios, aceptamos la sugerencia de la señora, de acostarnos un rato, mientras nos hacían unas milanesas con puré. Durante cinco días habíamos dormido solo una hora por día, caminando toda la noche, así que nos sentíamos realmente por las mullidas y limpias camas que nos ofrecieron.
Mientras esto sucedía en la sala de la finca Palermo, el encargado del puesto de Gendarmería, envío un gendarme del destacamento, a caballo, para avisar que nos hallábamos con vida. Debía recorrer ochenta kilómetros para llegar a Cachi, donde informaría nuestro hallazgo con vida. Un reportero de El Tribuno, de nombre alemán, Milenko Yurcich, pronosticó que yo saldría con vida de ese trance, porque era conocedor del lugar.
A las nueve de la noche, nos despertó la señora para cenar. Teníamos los ojos hinchados y nuestras deposiciones eran oscuras por el desgate de los riñones. Tratamos de peinarnos y vernos lo más pulcros posibles para sentarnos a la mesa.
Al ver la humeante fuente de exquisito puchero de gallina, pregunté: ¿No nos prometió milanesas con puré? Y la señora sonriendo respondió: Sí, pero eso fue anoche. ¡Habíamos dormido 24 horas sin saberlo!
Al día siguiente, nos trasladaron en un Jeep de gendarmería al pueblo de Cachi, donde nos recibieron con gran júbilo. El cura párroco, al recibir la noticia de nuestra aparición, repicó las campanas a las cuatro de la madrugada y dijo al pueblo que sus suplicas habían sido oídas porque nos hallaron con vida.
Mientras que en Jujuy, se rezaba un funeral por nuestras almas y se hacían visitas de pésame a mi familia, en la que se estaba aproximando la llegada de otro hijo que le puse el nombre de Cachi.
Pasados tres meses, recibí una notificación en la que me hacía cargo de todos los gastos de viáticos de la patrulla de rescate que Salió a buscarme, a pesar de que mi actividad había sido en acto del servicio.
Luego de su pase a retiro activo en la filas del Ejército Argentino, estuvo desempeñándose como gerente del Hotel Paris y luego se dedicó a ser representante de una casa de ventas de una casa de artículos para el hogar; sobre esto último, el propio Arnaldo nos contaba: Cuando deje la gerencia del Hotel Paris, tome la representación de una casa de ventas de artículos para el hogar; en mi rastrojero particular me desplazaba por todas lados para visitar la gente y ofrecer los productos. Al poco tiempo, tuve mis discusiones con los dueños de la empresa, porque me obligaban a quitarles lo comprado a aquellos clientes que en su pobreza se habían atrasado en el pago y yo como siempre me las ingeniaba para darles nuevos plazos. Tenía mi zona de acción en lugares inhóspitos tanto del Norte como del ramal jujeño, llevando heladeras, televisores, radios, etc., a los lotes de los ingenios o en las minas donde vivía gente muy pobre, pero muy trabajadora. Y los días de pago, volvía con mucho dinero para entregar en la oficina de cobranzas. En cada viaje exponía la vida, tanto por lo escabroso de los caminos, como el peligro de ser asaltado, porque todos sabían cuando regresaba con el producto de las ventas.
Se me había ofrecido de palabra, una comisión proporcional a las ventas que realizara, lo cual, me incentivó para lograr un verdadero récord en mi trabajo, ganado el premio como mejor vendedor de una fábrica de radios. Para mí era dinero en efectivo y para los dueños del negocio un viaje a Río de Janeiro. Esperé con mucha paciencia que esto se cumpliera y como pasaba el tiempo y no se efectivizaba, les recordé lo prometido, recibiendo la insólita repuesta de que me había excedido en mucho del promedio calculado, por lo cual no me darían lo acordado.
Fue tal la sorpresa, ante la insólita contestación que me sentí como en la fábula el Flautista de Hammelin, cuando el rey se negó a pagarle las tres bolsas de oro, por librar a su reino de las ratas. No discutí, ni protesté. Callado, mansamente, me fui de nuevo a las casas donde vivían la gente más pobre y a cada uno le di su boleta de cancelación de las cuotas que le faltaban pagar, luego de lo cual, renuncié.
En enero de 1952, realizó la ascensión al cerro Incahuasi, coronando su cima y enarbolando la enseña nacional. Del mismo modo ha coronado el cerro Socompa y el Lacay.
El Suboficial Mayor Guillermo Arnaldo Poma, fue un destacado deportista, eximio nadador, excelente jugador de futbol, sobresaliente andinista y piloto, fue seleccionado para integrar la Primera Expedición Argentina al Himalaya, pero a pesar de tener todo los méritos para hacerlo, por ser casado debió quedarse, dado que para integrarla debían ser solteros.
Fue por sobre todo un hijo bondadoso, hermano fiel y un padre ejemplar; devoto católico y pese a sus grandes logros para la época, fue un humilde montañés y honrado maestro en las disciplinas deportivas.
Fue entrenador y director de equipos de natación y de fútbol. Por sus antecedentes y prestigio como destacado deportista, el natatorio Municipal del Parque San Martín de San Salvador de Jujuy, lleva su nombre en su honor.
El 25 de mayo de 1954, había fundado el Club Andino Jujuy. En el año 1955, recibió la medalla de oro A la decisión y valentía, otorgada por el Ministerio de Ejército. En el año 1986, escaló por séptima vez el Chañi, cuando tenía 69 años de edad.
Obtuvo el récord de permanencia activa en el andinismo, con 38 años y 82 días. Se le otorgó la distinción del Cóndor Dorado, propuesto por la Comisión de Montaña, Virgen de las Nieves otorgado por el Ejército Argentino. Entre los años 1976 a 1983, fue jefe del Comité Federal de Radiodifusión en Jujuy. Alcanzó el grado de suboficial mayor del Ejército, con el que se retiró. Fue distinguido por el Concejo Deliberante de Jujuy, como Ciudadano Ilustre de Jujuy.
Fue en la décima quinta sesión ordinaria realizada en el Concejo Deliberante, los Ediles lo declararon Ciudadano Ilustre de la Ciudad de San Salvador de Jujuy, en virtud de su extensa trayectoria deportiva en Atletismo, Aviación y Andinismo; además, le otorgaron la estatuilla San Salvador, por su constancia y una vida dedicada al deporte, reconocimientos realizados por el Departamento Ejecutivo Municipal. Los Concejales, decidieron también modificar el Artículo 1º de la norma 6388/12, mediante la Ordenanza N° 6496/13, la que quedó redactada de la siguiente forma: “Declárese ciudadano ilustre de la ciudad de san salvador de Jujuy, al suboficial Mayor del Ejército Guillermo Arnaldo Poma, por los méritos expuestos, en virtud de su extensa trayectoria deportiva y ciudadana como por su testimonio de vida como laico comprendido en el beneficio del Pueblo de Jujuy”.
Guillermo Arnaldo Poma, durante la ceremonia sostuvo: Me siento muy emocionado y agradecido con la ciudad de Jujuy por la honorable distinción, cediendo la palabra a su hijo Guillermo quien agregó: Lo que quiere expresar mi Padre es el espíritu heroico y aventurero que lo marcó desde el Sargento Cabral le salvara la vida al General San Martin.
Respecto al emotivo homenaje a Poma, el Concejal Guillermo López Salgado, refirió: Es un orgullo para el Concejo Deliberante poder reconocer a Guillermo Poma por su servicio a la comunidad, es una persona que cuenta con la admiración, cariño y el respeto de miles de jujeños, por lo que es realmente merecido haberlo declarado Ciudadano Ilustre.
También el edil Marcelo Quevedo Carrillo manifestó: Es un alto orgullo homenajear al profesor Poma que fue un deportista nato, es un ejemplo para los jujeños, porque ha trasmitido a sus alumnos su gusto por el deporte, y la gente que hace deporte es una gente que tiene buen espíritu; creo que es importante trasmitir a todos los jujeños, ser solidarios, de darnos una mano entre todo y poder mirarnos a los ojos y así ir juntos hacia un futuro mejor.
Por su parte, la concejal Patricia Armella expreso: A nosotros nos alegra y nos une a todos aquí en el Concejo Deliberante, distinguir a personas que nos enorgullecen como ciudadanos. Este homenaje, se había suspendido anteriormente por cuestiones de salud de Don. Guillermito y ahora estamos contentos porque lo tenemos aquí con nosotros.
El 17 de julio de 1992, publicó su libro: Las Aventuras de Guillermo Poma, en San Salvador de Jujuy, donde cuenta el derrotero de toda su vida, desde sus ancestros hasta sus propios hijos pasando por todas sus actividades a los largo de su vida.
Al finalizar el reconocimiento, los Legisladores comunales le hicieron entrega de una placa recordatoria y la copia de la Ordenanza de la mención. Mientras que Guillermo Poma y su hijo que se encontraba con él, le hicieron entrega de dos ejemplares del libro Las Aventuras de Guillermo Poma, al Presidente del Concejo Deliberante Carlos Sadir, con una dedicatoria en la cual le expresa su sincero y sentido afecto.
Por último, mencionaremos algunos premios, distinciones y reconocimientos que recibió, por sus actividades deportivas: el 20 de enero de 1946, se lo premió por su destacada actuación en el Pentatlón de 1945, por la Sociedad de Tiro Gimnasia y Esgrima de Jujuy; el 22 de febrero de 1946, salió campeón de Saltos Ornamentales del Norte, premió que otorgó la Sociedad de Tiro Gimnasia y Esgrima de Jujuy; el 10 de febrero de 1947, obtuvo el primer puesto, en el torneo provincial del Norte, de natación y saltos ornamentales en la Sociedad de Gimnasia y Tiro de Salta, compitiendo las provincias de Jujuy, Salta, Tucumán y Santiago del Estero; en el mes de febrero de 1948, obtuvo el segundo premio, siendo además, director técnico del equipo de Water Polo de Jujuy, en el Torneo Interprovincial, en la ciudad de Tucumán; el 17 de diciembre de 1949, obtuvo la medalla de Campeón Pre-olímpico, en la Fiesta del Deporte en la Capital Federal, en el estadio de River Plate; este mismo año recibió por parte del Ejército Argentino, la distinción del Cóndor Plateado; el 20 de octubre de 1950, recibió una plaqueta otorgada por el Club River Plate, por llevar a la cima de un cerro el banderín del club; el 8 de marzo de 1951, le otorgó el Ministerio del Ejército, el distintivo de montaña, Honoris Causa; el 10 de diciembre de 1951, el Segundo Destacamento de Montaña, le otorgó una mención especial, por su ascenso al volcán Ojos del Salado; el 17 de mayo de 1955, el Ministerio del Ejercito, le otorgó la Medalla de Oro, a la Decisión y Valentía, por salvar la vida de un soldado, en el río Bermejo; este mismo año, recibió la máxima distinción que otorga el Ejército Argentino, el Cóndor de Oro, de la especialidad de Montaña; en diciembre de 1965, es nombrado Caballero de las Altas Cumbres; el 28 de diciembre de 1956, salió Campeón Provincial de Grandes Aparatos; el 1 de agosto de 1980, se le otorgó la Cruz de Plata, por el Semanario Esquiú; el 18 de diciembre de 1982, se le otorgó el diploma Trayectoria Silenciosa, por el Círculo de Periodistas Deportivos de Jujuy; el 19 de diciembre de 1986, el Club ABA, le otorgó una plaqueta, por el récord de Permanencia en la actividad Andina, cuando logró a los 69 años su séptima cumbre en el Chañi; el 21 de diciembre de 1986, el Círculo de Periodistas Deportivos de Jujuy, en la Cena del Deporte, le otorgó el premio, “Un Pasado Siempre Presente”; el 5 de agosto de 1987, la Comisión Virgen de las Nieves, le otorgó la medalla de la especialidad, por su destacada trayectoria como montañés del Ejército Argentino; el 21 de agosto de 1992, se coloca el nombre de Guillermo Arnaldo Poma, al natatorio Municipal del Parque San Martín; el 28 de diciembre de 2001, la delegación del CIRSE de Jujuy, le otorgó la estatuilla del Sargento Cabral, por su Trayectoria Militar y Deportiva; el 19 de mayo de 2002, se lo nombra Miembro Honorario de la Guarnición Militar Jujuy. A esto se agregan un sinnúmero de copas, diplomas y medallas que obtuvo durante su vida activa.
Dejó de existir a los 96 años de edad, en la ciudad de Jujuy, el 21 de diciembre de 2013, este destacado deportista, gran andinista y maestro de la natación. Sus restos fueron velados anoche en La Empresa La Piedad y recibieron cristiana sepultura, el 22 de diciembre, a las 16,30 horas, en el cementerio El Salvador. Vaya el recuerdo que tiene de su padre, uno de sus hijos Fernando Enrique Pedro Poma, quien plasmo sus pensamientos y que nos decía: En la vida de cada hombre y especialmente en la niñez, todos tenemos un ídolo ficticio como Rambo, Batman o Superman, yo no pude darme ese lujo, por haber tenido frente a mí, como modelo de vida a mi padre, a un hombre de carne y hueso que fue, es y será siempre mi héroe.
Área Restauración Fotográfica del CCAM: Natalia Fernández Juárez
Centro cultural Argentino de Montaña 2023