Historia · Personajes

Biografías del inglés Stuart Vines y el italiano Nicola Lanti

Los dos fueron los segundos en ascender el cerro Aconcagua el 13 de febrero de 1897 y Vines el primero en ascender el Volcán Tupungato el 12 de abril del mismo año

José Herminio Hernández. Montañista, Coronel (RE)

Edición: CCAM



Biografía de Walter Stuart Menteith Vines

Segundo conquistador del cerro Aconcagua y primero en ascender el Volcán Tupungato. Nació en Birmingham, Gran Bretaña, en el año 1867, hijo del reverendo Thomas Hochkiss Vines, rector de Fiskerton y de Catherine María Menteath (hija del reverendo Francis Hastings Stewart  y sobrina del señor James Stewart Menteath Bt).

Stuart Vines, segundo conquistador del Aconcagua


Fue un montañista y geólogo inglés. Educado en las escuelas Rossall y St. John, de Oxford. De profesión topógrafo, se dedicó a administrar fincas, en sus comienzos. También, fue un apasionado montañés.

En el año 1893, ascendió a la cima de Roseg, de 3.997 metros SNM.; en el año 1895, ascendió el Piz Morteratsch, de 3.751 metros SNM.; en el año 1896, realizó un campamento de altura en un cerro junto a Matías Zurbriggen, posiblemente, con miras a las actividades que iban a realizar en Los Andes.


Su llegada a Buenos Aires

El 9 de noviembre de 1896, llegó a Buenos Aires, la expedición científico-deportiva inglesa, conducida por el señor Edward Arthur Fitz Gerald, en la cual participó Vines, junto el guía Matías Zurbriggen, Nicola Lanti y otros integrantes más.

El 1 de diciembre, llegaron a Mendoza; partiendo hacia Punta de Vacas, luego de arribar a la última estación del ferrocarril, en Las Polvaredas y  el 6 de diciembre, se trasladaron a Puente del Inca, lugar desde donde comenzó en sí la expedición, primero buscando descubrir un acceso al cerro y luego buscando coronarlo.

Una vez descubierta la ruta o vía de acceso, durante las tres primeras tentativas al Aconcagua, Stuart Vines, permaneció en Puente del Inca, más precisamente, en proximidades de la laguna de Horcones, manteniéndose en el lugar, para efectuar las posibles comunicaciones que pudieran llevarse  a cabo desde la cima con él, con un heliógrafo y además, actuando como logístico, enviando las provisiones para los que buscaban el ingreso a las estribaciones más apropiadas para el ataque al cerro.

Entre el 23 de diciembre al 14 de enero, fecha ésta última en que Zurbriggen coronó la primera ascensión al Coloso; Vines, acompañó a Fitz Gerald, llegando al campamento de altura de los 5.700 metros, es decir, a los 18.700 pies, aproximadamente, lugar que actualmente se lo conoce como Nido de Cóndores.

El 22 de enero, siguió con Fitz Gerald, en las estribaciones del cerro, mientras que el  tiempo se mantuvo nublado y nevando.

El 7 de febrero, partió Vines, con Fitz Gerald y Nicola Lanti, llegando al campamento de altura de los 5.700 metros.

El 10 de febrero, hallaron en un intento hacia la cumbre, una pirca que con anterioridad la había visto Zurbriggen, que  había sido realizada por Paul Güssfeldt, en el año 1883.

El 13 de febrero de 1897, Vines, junto a Nicola Lanti y Fitz Gerald, iniciaron el ascenso, con un tiempo bueno y un cielo diáfano, atacando nuevamente la cumbre, quedando en el camino el jefe de la expedición, dado que se sentía en muy mal estado para seguir el ascenso, logrando coronar por segunda vez la cima, Vines y Lanti.

Edward A. Fizgerald


Ambos, antes de llegar a la cima notaron que el Aconcagua culminaba en una cresta con tres puntas y que inmediatamente al Sudeste de la cresta no había ningún cráter, sino un enorme precipicio limitado lateralmente por dos aristas de roca entre las cuales, más abajo, se aloja un glaciar de considerable magnitud. Gracias a este descubrimiento, los miembros de la expedición de Fitz Gerald, tenían aún más motivos que Güssfeldt, para asegurar que el Aconcagua, no se asemeja en nada a un cono volcánico.

Stuart Vines, al regresar al Campamento Base, trajo algunas muestras de rocas que había recogido en la cumbre y en varios otros puntos de la parte superior del cerro.

Estas muestras con otras recolectadas en altitudes menores por Fitz Gerald, fueron remitidas a Bonney para su estudio. Bonney, vio que la roca de la cumbre, era una andesita anfibólica y de esto infirió que el Aconcagua, era un volcán cuyo cráter habia desaparecido.

A su juicio la cumbre actual, podría ser o un filón que atravesaba la pared del antiguo cráter, o bien una parte de la columna de lava que se había consolidado en su fondo.

En este caso según observa Bonney, el cráter había desaparecido totalmente, y su antiguo fondo constituirá, ahora, la parte más alta del monte, lo cual significa que el antiguo volcán, se elevaba por lo menos unos 300 metros, por encima del nivel de la cumbre actual del Aconcagua. Además, Bonney, dijo que la ausencia de muestras de lava escoriácea o netamente vesicular, indica que el Aconcagua se ha formado, mediante la sobre posición de una serie de corrientes sucesivas de lava y no por efecto de erupciones de tipo explosivo.

Vines, dejó su piqueta y el termómetro de máxima y mínima; posteriormente, regresaron a Puente del Inca, con el triunfo de haber llegado a la cima. Toda esta etapa final del encumbramiento al Aconcagua, fue descripto por el propio Stuart Vines, de la siguiente forma: Zurbriggen, había hecho la ascensión en enero casi sin pisar nieve, por el corredor que ahora se extendía hacia arriba, a 3.000 pies de nosotros. Todo el flanco de la montaña estaba nevado y la nieve se amontonaba en meros puntos sobre las grandes laderas entre picos y enormes paredes rocosas, que cerraban la entrada a la cima, absurdamente cerca. Imposible ascender en línea recta, por las faldas empinadas y por el azote del viento del Norte, sobre suelos gastados por los siglos de erosión. Seguimos una senda menos abrupta y casi sin escombros. A la derecha emergía la fila de paredes rocosas quebradas, que desde la cumbre corrían hacia el Norte. Decidimos seguir esa ruta. Llevábamos dos mochilas de 17 libras, y en ellas, bizcochos Kola, tres botellas con vino, chocolates, cebollas, ropa de abrigo, prismáticos y termómetros de máxima y mínima. Habíamos olvidado la cámara fotográfica; la memoria no funciona bien a esas alturas.

A las 09,30 horas, alcanzamos la base de la pared rocosa. Mi aneroide de Carey, señalaba 14 pulgadas. La marcha era lenta y eso me preocupaba ya que más arriba sería dificil apurar el paso; acorté los descansos, pero caímos en la mala práctica de detenernos con demasiada frecuencia para admirar el paisaje, según decíamos. El viento, como siempre, aumentó al avanzar la mañana y así contrarrestaba los efectos esperados del sol.

Ciudad de Mendoza en 1897, durante el paso de Stuart Vines al Aconcagua


Pese a los dos pares de medias, comencé a perder la sensibilidad de los pies; para recuperarla, debí mover los dedos en cada paso. Lanti, que no llevaba ropa extra, se quejaba amargamente del frío. Por fin, arribamos a la base de la roca de los acantilados (quizás, haya sido en el Peñón Martínez, o más adelante), felices de caminar en suelo firme. Luego, durante 500 pies, y alternando zonas de piedra y nieve, a las 10,40 horas, es decir a las dos horas de la salida, logramos superar el mojón de Güssfeldt.

Me habían dicho que ahí encontraría un montículo de piedra, señalando el lugar, así que no pude creer que ese mojón de piedras rojas tan característico y tan delgado, haya permanecido tanto tiempo allí desde el año 1883.

Desde ese punto desechamos la línea recta para subir y encaramos la línea de menos inclinación, que llegaba a la cumbre desde el Noreste. Aunque nuestro paso no merecía la recompensa del descanso, nos vimos obligados a detenernos por algún tiempo.

Después de tres horas del frugal desayuno en el vivac Nro. 4, sentí apetito. Entonces optamos por almorzar en el sitio de las detenciones anteriores, 1.000 pies debajo de la cumbre, ya que creíamos encontrar allí, algunas provisiones y medios para cocinar. Aunque hasta ese día nunca habíamos podido preparar comidas calientes a esas alturas, pero yo confiaba en la suerte.

Llevábamos una botella de oporto con huevos preparada por mí en Puente del Inca, porque la consideraba un buen estimulante para el estado de extenuación. Además, era sabrosa. Desgraciadamente, Lanti, compartía ese gusto, más de lo normal. Fue así que como durante un descanso, reparó sus fuerzas con el líquido y mientras mirábamos el inmenso océano, su lengua desatada por el estimulante, comenzó a opinar sobre la situación, en forma quejosa y abatida.

Ello me extrañó puesto que siempre había sido alegre y dispuesto a llevar la carga más pesada. Además, Fitz Gerald, le había ofrecido 200 libras, si alcanzaba la cima.

Pero él, honestamente, no quería ahora ascender. “Señor, expresó, las montañas de Europa, son sanas. Estas son malas. ¿Por qué las escalamos y dormimos a estas alturas? ¡Moriremos aquí!”

En seguido partimos hacia la cumbre. A las 12,15 horas, llegamos al centro de un anfiteatro, rodeado de rocas y agujas rocosas, donde nos detuvimos. La protección contra el viento era escasa. Hallamos allí dos mochilas subidas anteriormente; contenían té, leña, un heliógrafo, binoculares y dos latas. El aneroide marcaba 13 pulgadas. Lanti, intentó encender fuego y gastó más de 40 fósforos, entre insultos en italiano. No hubo manera de quemar leña, y la comida caliente quedó fuera de la cuestión, no así la botella que pronto estuvo vacía.

Monte Aconcagua entre 1890 y 1923. Foto: www.commons.wikimedia.org


A 16 millas del otro lado de la montaña, se había instalado una estación heliográfica en la entrada de la quebrada de Horcones, ese día, entre las 15,00 y 18,00 horas, enfocando la cumbre del Aconcagua, para intentar comunicarnos. Por eso a partir de las 13,00 horas, transportábamos el heliógrafo, que se había dejado con las dos mochilas, para trasmitir las primeras noticias del ascenso. El instrumento pesaba 14 libras (equivalente a casi 6 kilogramos y medio), y lo llevaba yo. No teníamos más provisiones que vino agrio y chocolate. Desde la pared rocosa bajo la cual descansábamos queríamos alcanzar el corredor que iba hacia la cumbre. El frio era intenso. La grandeza de las cosas allí resulta inexplicable; tanto que lo que parece un simple paso, demanda horas de fatiga. Veíamos la cumbre a 300 o 400 pies, y dos caminos: el primero, directamente por los acarreos; el otro luego de escalar las rocas, aprovechando el suelo duro, para llegar al callejón final. Elegimos la cuesta de escombros porque según Lanti, era la ruta de Zurbriggen. ¡No sabía que me esperaba!

A las 13,45 horas, a cinco horas de marcha, con 12,75 pulgadas, llegamos a mitad de camino del corredor en penoso avance, sin un piso firme para apoyarnos. El piso cedía y nos exponíamos a rodar hacia abajo, junto con las piedras, arena y al parecer toda la ladera.

A veces nos arrastrábamos. Con paciencia y resistencia coronamos los 21.000 pies. Eran más los descansos que los avances, porque el relajamiento muscular nos impedía levantarnos luego de estar sentados, recostados o reclinados. Perdida de energía y dolores durante la caminata, obligaron pronto a cambiar de técnica, descansar de pie con las piernas separadas, el cuerpo hacia adelante, las manos apoyadas sobre el hacha y la frente sobre las manos. Así volvía la sangre al cerebro, la circulación no abandonaba los miembros inferiores y el diafragma quedaba libre para la respiración. En esa posición 10 o 12 inspiraciones violentas volvían la respiración a su normalidad y las piernas recobraban su fuerza.

A las 15,00 horas, llegamos a la parte final (6,30 horas de jornada), por el sendero de mayor rodeo, doblemente largo, pero mejor.

Faltaban 1.000 a 1.500 pies. Yo no me hallaba bien; además carecía de ánimo para coleccionar guijarros. Solo guarde una piedra negra. El corredor se ensancho a los 3.000 pies de la entrada para formar un anfiteatro de piedras rojas hasta el lomo que junta ambas cumbres, bajando luego hacia el Vacas por un lado y al Horcones por otro, y forma el poderoso arco de la Montaña.

El bastión rocoso de la izquierda era la cima. Hacia el Norte, peñascos y agujas subían hasta las nubes. No pude concebir nada más sublime que aquella desolada grandeza formada por fuerzas inimaginables.

Arribamos a los 22.000 pies y no dimos con nieve. Casi sin ánimo nos sentamos en medio del escenario preguntándonos como podríamos resistir. ¿Qué fue lo que me alentó a proseguir? No podía ser el vino agrio y helado. Casi sin desesperación recordé la cebolla, que si es mala en cualquier momento, más debía serlo en un día de viento a 22.000 pies. Perseveré en comerla, sin encontrar beneficio.

Matthias Zurbriggen, guía de montaña, en prácticas de escalada. Foto: lavalledelrosa.forumfree.it


El extremo superior del canaletón fue alcanzado a la hora de lucha con innumerables altos. La excitación del triunfo cercano me vigorizaba.

A las 18,00 horas, hicimos alto en la gran arista y miré sobre la pared Sur del Aconcagua: la vista era asombrosa. Debajo el glaciar aparecía en el fondo del gigantesco precipicio, a 10.000 pies. El sol no penetraba en tal profundidad y las masas de vapor que se movían en sus honduras le daban aspecto de vasija fantástica, hasta donde el ojo no podía ver: dos millas verticales.

En ese punto la arista o filo tiene cinco pies de ancho y se estrecha en proximidades de la cima Sur, fuertemente nevada, como el filo de un cuchillo. Sentí que era una suerte que la cumbre Este fuese la meta.

El tiempo apremiaba, pequeñas nubes rondaban la falda Noroeste y debimos apurarnos. Estábamos fuertes, respirábamos mejor que en la canaleta y el paso mejoró. Pero la arista se hizo precipitosa y difícil de seguir, obligándonos a abandonarla; pronto una pared rocosa cerró el camino; trepamos, y ya en su borde, vimos el montón de piedras hecho por Zurbriggen y el hacha o piolet plantada en su centro. A 20 yardas al frente pisamos la cumbre.

Eran las 17,02 horas, hacían 7° F. de temperatura y el aneroide hallábase detenido en 12 pulgadas, su límite. Me volví en silencio y estreché la mano de Lanti, sin poder expresar nuestros sentimientos. La cima había sido conquistada nuevamente, era una meseta cuadrada de 75 pasos de lado, con un declive de 7° hacia el Sureste. Lanti, regó con vino el mojón de Zurbriggen y luego nos acostamos contra él. En seguida redacté mi informe: “Ascensión realizada con Nicola Lanti, minero de Mancugnaga, Italia. Expedición de Fitz Gerald, Inglaterra. A las 08,23 horas de marcha desde el Campamento sobre la ladera Noroeste de la montaña, a 19.000 pies. Sábado 13 de febrero de 1897. Dejo aquí mi piqueta o hacha para el hielo y los termómetros de máxima y mínima en una caja. He traído el heliógrafo, pero no pude usarlo debido a las nubes que se encuentran hacia Horcones.”

Carta del Hermano de Vines a Blakeney


Después deposite la caja de termómetros entre las piedras, planté mi piqueta. Estamos entumecidos y helados. De improviso, desde la dirección del Puente del Inca, vimos luces blancas; febrilmente preparamos el heliógrafo, creyéndonos avistados por telescopios. Tan pronto pudimos enviar señales era demasiado tarde, las nubes cubrían el valle. Después supimos que las señales vistas por nosotros habían sido producidas por el viento que sacudía el heliógrafo, ubicado en Horcones.

A 23.000 pies sobre el nivel del mar, se extendía un maravilloso panorama de montañas, glaciares y campos nevados.

El Mercedario, cortaba el valle, la ruta de Güssfeldt, con su reputación de invencible y sus gigantescas laderas blancas de 20°, sin obstáculos. En el enorme paisaje, numerosos gigantes emergían como pirámides perfectas de apariencia volcánica. Laderas rojas, marrones, amarillas y despeñaderos, sucedíanse interminablemente en un mar de montañas de 60 millas de ancho y 13.000 pies.

Hacia el Sur veíanse las cadenas montañosas del Tolosa y los Gemelos, como centinelas en el camino hacia Chile; los glaciares del Juncal, los nevados de Navarro y Polleras, Los Leones, el Plomo, el Tupungatito… ni la cámara, ni la pluma podrían describir el panorama. 

El Pacifico resplandecía de azul, bajo el sol de la tarde, que se teñía de rojo. Parecía todo muy cercano. Allí estaban el Quillota y Robles y luego, los valles llenos de nubes como brazos de mar entre los que surgían las islas rocosas en medio de las aguas fantasmales.

A las 10 millas, las cabezas de Horcones y el Vacas, aparecían bordeadas de negros precipicios, faldas bermejas y glaciares cercanos de picos de hielo.

El Penitente, del otro lado, ofrecía sus ventisqueros mayores. El Almacenes, pequeño, hacía dudar, era tan minúsculo aquel peñasco coloreado que habíamos visto sobre nuestras cabezas desde el valle. Todo era distante.

El Aconcagua cae hacia el Sur casi a pico. Para el otro lado, lo hace suavemente, a unos 25°. A 2.000 yardas de la cumbre con rumbo Suroeste y 200 pies más abajo, está la cima Occidental. Todo acusaba la tremenda denudación de las edades, en conspiración con todas fuerzas de la naturaleza.

El cerro, con sus secretos y misterios, se elevaba desnudo como una ruina colosal, ya que no le resta ni un vestigio de cráter a ese volcán extinguido.

Presentación de los antecedentes alpinisticos de Stuart Vines en el Alpine Club


Metro a metro la naturaleza va reduciendo al Aconcagua, de base carcomida por los glaciares y que se elevara hacia los cielos mucho más que hoy. Su vehemente energía volcánica lo ha destruido; queda una montaña rajada, quebrada y pulverizada por el frío y el calor, vertiéndose sobre valles y llanuras en sedimento y ripio. Los agentes destructores han obligado a abdicar a este rey de los Andes.

Recordé que al trepar la canaleta final, imaginé hallarme con un principio con el cráter del Aconcagua; pero su forma, la dirección de su declive y la insignificancia de su tamaño visto desde la cima, dispersaron pronto tal concepto.

A la hora de encumbrar el cerro, resolvimos regresar luego de enviar un esperanzado mensaje con el heliógrafo. Eran las 18,20 horas, y quedaban 30 minutos de sol.

Lanti, se largó adelante por la arista y después por la canaleta. Pensé que dependeríamos de la luna para alumbrarnos. Íbamos dando tumbos, con los músculos más aliviados. Parecía que hacía siglos que marchaba a tropezones sobre la nieve del corredor, con el sombrero y la bufanda apretados contra las orejas y los ojos fijos en los talones de Lanti, cuando al salir de la gran pendiente, levanté los ojos. El sol se hundía en el océano, con magníficos resplandores de tonos cambiantes. El cielo sin nubes se tornó rojo vivo, y las aguas azules tomaron indescriptibles matices intermedios. La luna comenzó a brillar con fría luz inundándolo todo, en contraposición al atardecer. El horizonte parecía una gran línea roja suspendida en medio del espacio entre las masas obscuras del mar y la tierra.

Teóricamente el descenso se hacía fácil. Pero nuestra extenuación, lo hacía interminable. Dos horas llevó la bajada, que parecían  seis. No pudimos ni deslizarnos por la empinada ladera. Lanti, iba en perfectas condiciones. Alto, muy delgado, huesudo, poseía un espléndido poder de resistencia y era un experto en la lucha con el Aconcagua, además de un excelente porteador. De los dos, yo fui el más agotado; gruñendo pedía descanso, y continuamente me detenía a descansar apoyado en mi piqueta. El camino parecía interminable.

Por fin oímos las voces de Pollinger, quien nos condujo al campamento alto. Llegamos a las 20,00 horas.

Después recuerdo muy vagamente haber visto a Fitz Gerald, muy abrigado, fuera de la carpa o tienda, dándome la mano, felicitándome y haciéndome beber whisky caliente. También recuerdo que me llevaron a la carpa y que no podía sacarme el sombrero y el casco, como si formara junto con mi barba una sólida masa helada. Meterme a la bolsa de dormir y sujetarla alrededor de mis hombros fue un patético esfuerzo. Creo haber oído que Lanti, bajaba al vivac inferior; después injerí una bebida caliente y al influjo de dicho estimulante cesaron mis recuerdos.

El montañista Stuart Vines. Pintura: Javier Molina


Escalando el  Tupungato

Luego de regresar a Puente del Inca, se emplazaron en la zona de Punta de Vacas, desde donde observaron y midieron los esfuerzos para atacar el volcán Tupungato, hasta ese momento invicto.

El 29 de marzo, partieron hacia el volcán, por la quebrada que desde el camino mostraba al imponente volcán, con algunos integrantes de la expedición, entre ellos, iban Vines, Zurbriggen y Lanti, llegando a instalar un vivac a la altura de los 4.300 metros, explorando y buscando una ruta de ascenso al mismo, luego, regresaron a Punta de Vacas, lugar desde donde habían partido.

Desde Punta de Vacas, salió una segunda caravana para realizar un segundo intento, el grupo fue integrado en ese momento por Matthias Zurbriggen, Stuart Vines, Julius Lochmatter y Josef Pollinger, era el 6 de abril de 1897, pero no pudieron llegar a coronarlo.

El día 8 de abril, Zurbriggen y Pollinger, instalaron un campamento a los 5.200 metros y debieron regresar porque los sorprendió una tormenta, que desató un temporal por algunos días.

Pero el día 12 de abril de 1897, tuvo sus frutos, se realizó la primera ascensión al Tupungato, por la cordada integrada por los alpinistas, inglés Stuart Vines y el suizo-italiano Matthias Zürbriggen.

Panorama del macizo del cerro Tupungato, Mendoza


Vines, fue un hombre de ciencia que acompañó la expedición liderada por Eduard Fitz Gerald, en los año 1896-1897. Edward Arthur Fitz Gerald, escribía, respecto a la edición de su libro, The Highest Andes: A Record Of The First Ascent Of Aconcagua And Tupungato In Argentina, And The Exploration Of The Surrounding Valleys: un registro de la primera ascensión de Aconcagua y Tupungato en Argentina, y la exploración de los valles circundantes. Este libro es el resultado de siete meses de trabajo de mí mismo y de mis colegas,  Stuart Vines, Arthur Lightbody y Philip Gosse, en los Andes de Argentina. Mi expedición tenía por objetivo principalmente la triangulación de la zona que rodeaba el pico Aconcagua, la montaña más alta de América; y, en segundo lugar, la escalada del gran pico en sí, que hasta ese momento había desafiado los esfuerzos de todos los que habían intentado obtener su cima.

El éxito con el que logramos coronar la cima, se debió a la inagotable ayuda y al espléndido esfuerzo de mis compañeros, quienes, ante muchas dificultades, me ayudaron lograr una gran alegría, producto del gran coraje puesto para la conquista. El retraso en la aparición de esta narrativa se debió a un grave ataque de fiebre tifoidea cuando estaba a punto de salir de América del Sur. Tan pronto como me convertí en convaleciente, mi amigo, el señor Vines, se vio afectado por la misma enfermedad, con el resultado de que no fue hasta enero de 1898, cuando llegamos a Inglaterra.
La génesis de la expedición y la historia del Aconcagua se exponen en el primer capítulo, escrito por el jefe de la expedición, mientras que, hay dos capítulos siguientes del mismo libro, que fueron escritos por el propio Vines.

Los primeros estudios geológicos del cerro Aconcagua, datan de 1883, del alpinista alemán, doctor Paul Güssfeldt, sin alcanzar la cumbre, quien comunicó a la Sociedad Geográfica de Berlín, que no se trataba de un volcán, aunque pocos meses después cambió de opinión. Stuart Vines, asociado a la primera expedición dirigida por Fitz Gerald en el año 1897, siendo el primer geólogo en llegar y reconocer su cumbre, concluyó que se trataba las ruinas colosales de un volcán profundamente erosionado.

En el valle de Tupungato superior, Mendoza


El 17 de marzo de 1897, la cordada integrada por Matthias Zurbriggen, Stuart Vines y Joseph Pollinger, ascendieron el cerro Catedral, satélite del Aconcagua.

Entre el 11 y 12 de abril de 1897, coronaron la cima del volcán Tupungato, Matthias Zurbriggen y Stuart Vines.

Vines, relataba este ascenso a la cima del Tupungato de la siguiente forma: Había ascendido las terceras falsas cumbres engañosas y aun, cuando llegue a la cumbre, dudaba de si estaba o no en la cima. Una mirada desesperada me probó que no se alzaba ante mi otro pico más alto. Todo estaba a mis pies y por fin me hallaba en el punto más elevado el Tupungato, a 6.567m. […] En el lado chileno, veintenas de picachos rocosos alzaban la cabeza: un siniestro conjunto de abismos imposibles, ante los cuales cualquier escalador renunciaría con desesperación […] Pronto llegó Zürbriggen, que se había recobrado de su fatiga y ayudé en la construcción de un mojón o pila de piedras, para dar testimonio que habíamos arribado, el cual, una vez terminado, resultó ser un trabajo sólido que podía desafiar por muchos años las furiosas tempestades del Tupungato.

En la tarjeta que dejaron en la cumbre, escribió una nota cumbrera: Stuart Vines, con Matías Zürbriggen, guía suizo, hicieron la ascensión de esta montaña el 12 de abril de 1897, después de tres tentativas interrumpidas por las tempestades […] José Pollinger, vino con nosotros desde nuestro vivac, situado a unos 5.700 metros. En el costado Norte de la montaña, se detuvo dado que no se sentía bien a unos 400 metros de distancia de la cumbre. Zürbriggen y yo alcanzamos la cima a las 15,45 horas.

Stuart Vines, un tiempo más tarde y a su regreso al Viejo continente, dio una conferencia en el Alpine club, sobre estas ascensiones, la cual, posteriormente a su muerte fue relatada por su propio hermano, en una carta que le envió al señor T. S. Blakeney, Assist. Secretary Alpine Club en la que  decía:

Estimado Blakeney:
Yo estuve presente cuando mi hermano dio su conferencia en el club. Lo recuerdo muy bien. El gran Whymper, estaba sentado justo a mi lado. Creo que tienes equivocada la fecha  de lo que escribes, ya que luego de la expedición al Aconcagua, no volvió a casa, sino hasta el otoño (septiembre).
Sobre el nombre de mi hermano, “Stuart”, es correcto. Se había casado el 3 de mayo de 1914, con Gladys, hija de V. Hobart Bird, si hay otra información que desees házmelo saber.

Al pie del cerro Tupungato. Vista del valle Tupungato, Mendoza


Te preguntarás porque el mundo alpinista no ha sabido más de él. Bueno, es que era un hombre de tremenda energía que nunca se daba descanso y que enfrentaba cualquier empresa con máximo vigor. Esta energía sin límites, fue lo que lo llevó a su perdición.

Después del Aconcagua, cayó enfermo de tifus y casi murió en Santiago de Chile. A los pocos años, partió a la guerra de los Boers, con los voluntarios de Caballería. Después fue a cartografiar a Costa de Oro, donde contrajo malaria febril. El médico más cercano era un nativo que se encontraba a 100 millas de distancia y se negó a ir a curarlo. Por tal motivo, mi hermano mandó a 4 soldados para que lo prendieran y lo trajeran por la fuerza al lugar donde se encontraba.

Por suerte el médico nativo sabía remediar esa enfermedad y logró salvarle la vida.

Como si eso fuera poco, mi hermano fue a cartografiar la región de Gezira, del Sudán, donde trabajó al doble de rapidez en comparación de otros cartógrafos….y otra vez contrajo malaria.

Por estar tan debilitado y enfermo, contrajo tuberculosis y aunque todavía vivió unos 11 años más, finalmente falleció de tuberculosis.

Perdóname por escribir tanto, pero mi hermano pudo haber sido una persona que hubiera llegado muy lejos, si no se hubiera forzado a vivir tan intensamente. Y todavía no puedo resignarme a haberlo perdido.

Siceramente tuyo,
V. O. Vines

Hacia el valle de Tupungato superior, Mendoza


Su vida privada

Entre el 29 de marzo de 1898 y el año 1904, se incorporó al Alpine Club, siendo presentado para incorporarse como socio por dos grandes figuras del montañismo inglés, Eduard Arthur Fitz Gerald y William Martin Conway, quienes presentaron la solicitud y firmaron la nota al Secretario Honorario del Club; adjuntada a ella, fue acompañada por una síntesis de sus actividades de montaña escrita  en mecanografía, por el propio Stuart Vines.

Participó de la Guerra de los Boers, 1900-1901, guerra sudafricana, ascendiendo al grado de Teniente, del Regimiento de Caballería 2, de Brabant; la dureza de la montaña y sus actividades, le permitieron soportar los esfuerzos y las exigencias de una guerra dura y sanguinaria.

También fue secretario privado del gobernador de la Costa de Oro, en los años 1901-1902.

Fue empleado en la Oficina de Mensura de la Costa de Oro, entre los años 1902-1905; casi falleció, por haber adquirido la fiebre de la Malaria, regresando a su casa para recuperarse. Posteriormente, fue empleado en Mensuras de la provincia de Bahr el Ghazel, de Sudán, pero la región y las enfermedades contraídas habían debilitado y minado su físico.

Se casó el 3 de mayo de 1914, con Gladys Bird, hija de W. Hobart Bird.

Falleció el 7 de abril de 1922, a la edad de 54 años, a causa de haber adquirido tuberculosis.


Agradecimiento

Quiero  agradecer a mi amigo y gran escritor de montaña, el doctor Evelio Echevarría, quien no solo me envío datos de este personaje de la historia del montañismo, sino  que hasta se tomó el trabajo de traducirlos.

Presentación por parte de Fitz Gerald y Martin Conway al Alpine Club de Stuart Vines


Biografía de Nicola Lanti: Minero y guía de montaña

Vigoroso alpinista italiano, minero de Macugnaga, guía y porteador de finales del siglo XIX e inicios del Siglo XX.

Nació en el año 1865, en Mancugnaga, Italia. Integrante de la expedición de Fitz Gerald al Aconcagua en los años 1896 y 1897, fue conquistador, junto a Stuart Vines, de la segunda cumbre del mencionado cerro, el 13 de febrero de 1897.

Su compañero de cordada, Stuart Vines, los describía como: Alto, muy delgado, huesudo, poseía un espléndido poder de resistencia y era un experto en la lucha con el Aconcagua, además, de un excelente porteador.

Ni Matthias Zurbriggen, ni Nicola Lanti, jamás regresaron a Los Andes, pero el 13 de febrero de 1925, cuando la cordada integrada por M. F. Ryan, L. Cochrane y C. W. R. Mc Donald, realizaron la primera ascensión y encontraron una botella de cerveza en una de las laderas del cerro Almacén, con un papel que menciona su nombre, como testimonio de haber estado en ese lugar. La expedición de Ryan, encontró sobre el glaciar del cerro Almacenes, una botella de cerveza en cuyo interior había un folleto o papel amarillento, que fue descifrado: Nicola Lanti, minero italiano de Macugnaga…heliógrafo…dejó un termómetro a la temperatura máxima encontrada de 45° bajo cero. Si bien el texto parece inconsistente, el billete fue considerado de importancia histórica y así habló un periódico italiano de Santiago de Chile, de cuyo recorte fue preciosamente conservado en el Museo de la Montaña de Macugnaga, Italia.

Alpinista italiano Nicola Lanti


Escalando el Aconcagua

Bueno es conocer la descripción que realizaron de su ascensión a la cima del Coloso. De la segunda ascensión al cerro Aconcagua, en su etapa final, donde participó el italiano Nicola Lanti, uno de los propios realizadores, Stuart Vines, nos relató: Zürbriggen, había hecho la ascensión en enero casi sin pisar nieve por el corredor que ahora se extendía allá arriba a 3.000 pies de nosotros. Todo el flanco de la montaña estaba nevado y la nieve se amontonaba entre las grandes paredes y la abertura que llevaba hacia la cima. Imposible de ascender en línea recta, las faldas empinadas y las ráfagas de viento del Norte, sobre el suelo gastado por siglos de erosión. Seguimos una senda menos abrupta y sin acarreo. A la derecha emergía una fila de paredes rocosas quebradas que desde la cumbre corre hacia el Norte. Decidimos seguir esa ruta.

Llevábamos dos mochilas de 17 libras, y en ellas bizcochos Kola, tres frascos con vino, chocolate, cebollas, ropa de abrigo, prismáticos y termómetros de máxima y mínima. Habíamos olvidado la cámara fotográfica: la memoria no funciona bien a esas alturas. A las 9 y 30 horas, alcanzamos la base de la pared rocosa. Mi aneroide de Carey, señalaba 14 pulgadas.

La marcha era lenta y eso me preocupaba ya que más arriba sería difícil apurar el paso; acorté los descansos pero caímos en la mala práctica de detenernos con demasiada frecuencia para admirar el paisaje, según decíamos.

El viento, como siempre, aumentó al avanzar la mañana y así contrarrestaba los efectos esperados del sol.

Pese a los dos pares de medias comencé a perder la sensibilidad de los pies; para recuperarla debí mover los dedos en cada paso.

Lanti, que no llevaba ropa extra, se quejaba  del frío. Por fin arribamos a la roca de la base de las paredes, felices de caminar en suelo más firme. Luego, durante 500 pies, y alternando zonas de piedra y nieve, a las 10 y 40 horas, logramos superar el mojón de Güssfeldt. Me habían advertido que allí nos encontraríamos con un mojón señalizando ese lugar, y pensar que se encontraba desde el año 1883.

Desde ese punto desechamos la línea recta y encaramos por la ruta de menor inclinación, que llega a la cumbre. Aunque nuestro paso no merecía recompensa del descanso, nos vimos obligados a detenernos por algún  tiempo.

Después de tres horas del frugal desayuno en el vivac Nro. 4, sentí apetito. Entonces optamos por almorzar en el sitio de detenciones anteriores, 1.000 pies debajo de la cumbre, ya que creíamos encontrar  allí algunas provisiones y medios de cocina. Aunque hasta ese día nunca habíamos podido preparar comidas calientes a tal nivel, yo confiaba en la suerte. Llevábamos una botella de oporto con huevos, preparada por mí en Inca, porque la consideraba un buen estimulante para los estados de extenuación. Además, era sabrosa.

Desgraciadamente, Lanti, compartía ese gusto, más de lo normal. Fue así como durante un descanso reparó sus fuerzas con el líquido y mientras mirábamos el inmenso océano su lengua desatada por el estimulante comenzó a opinar sobre la situación, en forma quejosa y abatida.

Ello me extrañó, puesto que siempre había sido alegre y dispuesto a llevar la carga más pesada. Además, Fitz Gerald, le había ofrecido 200 libras, si alcanzaba la cima. Pero él honestamente no quería el ascenso.

Valle del Aconcagua entre 1855-1924, Mendoza. Foto: Colección de Frank and Frances Carpenter, www.loc.gov


Señor, expresó, las montañas de Europa son sanas. Estas son malas. ¿Porque las escalamos y dormimos a tales alturas? Moriremos aquí!! Enseguida partimos en dirección Sur, para seguir hacia la cumbre. A las 12 y 15 horas. Llegamos al centro de un anfiteatro rodeado de rocas y agujas rocosas, donde nos detuvimos. La protección contra el viento era escasa.

Hallamos allí dos mochilas subidas anteriormente; contenían té, leña, un heliógrafo, binoculares y dos latas. En aneroide marcaba 13 pulgadas. Lanti, intentó encender fuego y gastó más de 40 fósforos, entre insultos en italianos.

No hubo manera de quemar leña, y la comida caliente quedó sin poderse calentar, no así la botella ya mencionada que quedó pronto vacía. A 16 millas del otro lado de la montaña, se había instalado una estación heliográfica en la boca de Horcones; ese día de 15 a 18 horas, estaría enfocando hacia la cumbre del Aconcagua. Por eso a partir de las 13 horas, llevamos el heliógrafo para transmitir las primeras noticias del ascenso.

El instrumento pesaba 14 libras (aproximadamente, 6,356 kilos), y lo llevaba yo. No teníamos más provisiones que vino agrio y chocolate.
Desde la pared rocosa bajo la cual descasamos, queríamos alcanzar el corredor que va a la cima. El frío era intenso. La grandeza de las cosas allí resulta inexplicable; tanto lo que parece un simple paso demanda horas de fatiga. Veíamos la cumbre a 300 o 400 pies de un pico central, y dos caminos: el primero, directamente por el acarreo; el otro, luego de escalar las rocas aprovechando el suelo duro, llegar al callejón final.

Elegimos la cuesta del acarreo, porque según Lanti, era la ruta Zürbriggen. ¡No sabía que me esperaba! A las 13 y 45 horas (a cinco horas de marcha), con 12,75 pulgadas, llegamos a mitad de camino del corredor en penoso avance, sin rocas firmes para apoyarnos.

El piso cedía y nos exponíamos a rodar cuesta abajo junto con las piedras, arena y al parecer toda la ladera. A veces nos deslizamos con mucho cuidado, casi arrastrándonos. Con paciencia y resistencia coronamos los 21.000 pies.

Eran más los descansos que los avances, porque el relajamiento muscular nos impedía levantarnos luego de estar sentados, recostados o reclinados.

Pérdida de energía y dolores durante la caminata, obligaron pronto a cambiar de técnica: descansar de pie con las piernas separadas, el cuerpo hacia adelante, las manos apoyadas en la piqueta y la frente sobre las manos.

Así volvía la sangre al cerebro, la circulación no abandonaba los miembros inferiores y el diafragma quedaba libre para la respiración.
En esa posición 10 o 12 inspiraciones violentas volvían la respiración a su normalidad y las piernas recobraban su fuerza. A las 15 horas llegamos a la canaleta final (6 y 30 horas desde que habíamos salido), por el sendero de mayor rodeo, doblemente largo, pero mejor para caminar. Faltaban 1.000 a 1.500 pies.

Yo me hallaba bien; además, carecía de ánimo para coleccionar muestras de piedras. Sólo guardé una piedra negra.

El corredor se ensanchó a los 300 pies de la entrada para formar un anfiteatro de piedras rojas hasta el lomo que junta ambas cumbres. El bastión rocoso de la izquierda era la cima. Arribamos a los 22.000 pies y no dimos con nieve. Casi sin ánimo nos sentamos en medio del escenario preguntándonos cómo podríamos resistir.

¿Qué fue lo que nos alentó a seguir? No podía ser el vino agrio y helado. Casi con desesperación recordé la cebolla, que si es buena en cualquier momento, más debía serlo en un día de viento a 22.000 pies. Perseveré en comerla, sin encontrarle beneficio.

El extremo superior de la canaleta la alcanzamos a la hora de lucha con innumerables altos.

La excitación del triunfo cercano me vigorizaba. A las 16 hicimos alto en la gran arista y miré sobre la pared Sur del Aconcagua, la vista era asombrosa. Debajo el glaciar aparecía en el fondo del gigantesco precipicio, a 10.000 pies.

Foto pintada de Curva de Vacas hacia el Tolosa 1897, Mendoza


En sol no penetraba en tal profundidad y las masas de vapor que se movían en sus honduras le daban aspecto de vasija fantástica, hasta donde el ojo no podía ver: dos millas verticales.

En ese punto, la arista tiene cinco pies de ancho y se estrecha en proximidades de la cima Sur, fuertemente nevada, como el filo de un cuchillo. Sentí que era una suerte que la cumbre Este, fuese la meta.

El tiempo apremiaba, pequeñas nubes rondaban la ladera Noroeste y debimos apurarnos. Estábamos fuertes, respirábamos mejor que en la canaleta y el paso mejoró.

Pero la arista se hizo precipitosa y difícil de seguir, obligándonos a abandonarla; pronto una pared rocosa cerró el camino: trepamos, y ya en su borde, vimos el montón de piedras hecho por Zürbriggen y la piqueta en su centro. A 20 yardas al frente pesamos la cumbre. Eran las 17 y 02 horas.

Hacia 7 grados Fahrenheit de temperatura y el aneroide hallábase detenido en 12 pulgadas, su límite. Me volví en silencio y le estreché la mano de Lanti, sin poder expresar nuestros sentimientos. La cima había sido conquistada: era una meseta cuadrada de 75 pasos de lado con un declive de 7 grados hacia el Sureste. Lanti, regó con vino el mojón de Zürbriggen y luego, nos acostamos contra él.

Enseguida redacté mi informe: Ascensión realizada con Lanti, Nicola, minero, de Macugnaga, Italia. Expedición de Fitz Gerald, Inglaterra.

A las 08 y 23 horas de marcha del campamento sobre la ladera Noroeste de la montaña, a 19.000 pies. Sábado 13 de febrero de 1897. Dejo aquí mi piqueta para hielo y los termómetros de máxima y mínima en una caja. He traído un heliógrafo pero no pude usarlo debido a las nubes.

Después, deposite la caja de termómetros entre las piedras y planté mi piqueta. Estábamos entumecidos y helados. De improviso, desde la dirección de Inca, vimos luces blancas; febrilmente preparamos el heliógrafo creyendo ser avistados por telescopios.

Tan pronto pudimos enviar señales ya era demasiado tarde, las nubes cubrían el valle. Después supimos que las señales vistas por nosotros habían sido producidas por el viento que sacudía el heliógrafo de Horcones. A 23.000 pies sobre el nivel del mar, se extendía un maravilloso panorama de montañas, glaciares y campos nevados.

El mercedario, cortaba el valle Penitente, la ruta de Güssfeldt, con su reputación de invencible y sus gigantescas laderas blancas de 20 grados, sin obstáculos. En el enorme paisaje, numerosos gigantes emergían como pirámides perfectas de apariencia volcánicas. Laderas rojas, marrones, amarillas y despeñaderas, sucedíanse interminablemente en un mar de montañas de 60 millas de ancho y 13.000 pies.

Hacia el Sur, veíanse las cadenas fronterizas del Tolosa y los Gemelos, como centinelas en el camino a Chile; los glaciares del Juncal, los nevados del Navarro y Polleras, los Leones, el Plomo, el Tupungato…

Ni la cámara ni la pluma, podrán describir el panorama. El Pacífico resplandecía azul bajo el sol de la tarde que se tenía de rojo. Parecía todo muy cercano. Allí estaban el Quillota y Robles y luego, los valles llenos de nubes como brazos de mar entre los que surgían las islas rocosas en medio de las aguas fantasmales.

A 10 millas, las cabeceras del Horcones y el Vacas, aparecían bordeadas de negros precipicios, faldas bermejas y glaciares cercanos de picos de hielo.

El penitente, del otro lado, ofrecía sus ventisqueros mayores. El Almacenes, pequeño, hacía dudar: era un minúsculo aquel peñasco colorado que viéramos sobre nuestras cabezas desde el valle. Todo era distante.

El Aconcagua cae hacia el Sur, casi a pique. Para el otro lado, lo hace suavemente, a unos 25 grados. A 2.000 yardas de la cumbre con rumbo Suroeste y 200 pies más abajo, está la cima Occidental.

Todo acusaba la tremenda denudación de las edades, en conspiración con todas las fuerzas de la naturaleza.
El cerro, con sus secretos y misterios, se elevaba desnudo como una ruina colosal, ya que no le resta ni un vestigio de cráter a ese volcán extinguido.

Metro a metro, la naturaleza va reduciendo al Aconcagua, de base carcomida por los glaciares y que se elevara hacia los cielos mucho más que hoy.

Su vehemente energía volcánica lo ha destruido: queda una montaña rajada, quebrada y pulverizada por el frío y el calor, vertiéndose sobre  valles y llanuras, en sedimento y ripio. Los agentes destructores, han obligado a abdicar a este rey de los Andes.

Recordé que al trepar la quebrada roja de la canaleta final, imaginé en un principio hallarme en el cráter del Aconcagua; pero su forma, la dirección de su declive y la insignificancia de su tamaño visto desde la cima dispersaron pronto tal concepto.

A la hora de encumbrar el cerro resolvimos regresar, luego de enviar un esperanzado mensaje con el heliógrafo. Eran las 18 y 20 horas. Lanti, se largó adelante por la arista y después por la canaleta. Pensé que dependeríamos de la luna para alumbrarnos. Íbamos dando tumbos con los músculos más aliviados. Hacía siglos que marchaba a tropezones sobre la nieve del corredor con el sombrero y la bufanda apretados contra las orejas y los ojos fijos en los talones de Lanti, cuando al salir a la gran pendiente, levanté los ojos.

El sol se hundía en el océano con magníficos resplandores de tonos cambiantes. El cielo sin nubes se tornó rojo vivo, y las aguas azules, se tornaron con  indescriptibles matices intermedios.

La luna comenzó a brillar con fría luz, inundándolo todo, en contraposición al atardecer. El horizonte parecía una gran línea roja suspendida en medio del espacio entre las masas oscuras del mar y la tierra. Teóricamente, el descenso es fácil.

Pero nuestra extenuación lo hacía interminable. Dos horas llevó la bajada, que parecían seis. No pudimos ni deslizarnos por la empinada ladera. Lanti, iba en perfectas condiciones. De los dos, yo fui el más agotado: gruñendo pedía descanso, y continuamente me detenía a descansar apoyado en la piqueta. El camino parecía interminable. Por fin oímos las voces de Pollinger, quien nos condujo al campamento alto. Llegamos a las 8 de la tarde. Después, recuerdo muy vagamente haber visto a Fitz Gerald, muy abrigado, fuera de la tienda, dándome la mano, felicitándome y haciéndome beber whisky caliente. También recuerdo que me llevaron a la carpa y que no podía sacarme el sombrero y el casco, como si formaran junto con mi barba una sólida masa helada.

Meterme en la bolsa de dormir y sujetarla alrededor de mis hombros fue un patético esfuerzo.
Creo haber oído que Lanti, bajó al vivac inferior; después, ingerí una bebida caliente y al influjo de dicho estimulante cesaron mis recuerdos.

Fotos pintada de la Laguna de Horcones con el Aconcagua al fondo 1897, Mendoza


El regreso a Europa

Sobre Lanti, sabemos bien poco luego de su regreso a Italia; sus pasos se perdieron en el anonimato.
Se casó cuando tenía 24 años, con la señorita Annunziata Barberis, en el año 1889, en la localidad italiana de Mancugnaga.

Poco tiempo después se trasladó con su familia al Municipio de Pieve Vergonte, más precisamente a Fomarco, una aldea de Pieve Vergonte, donde murió el 03 de febrero de 1925, a la edad de sesenta años.

 

 







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